Estamos muertos pero aún no nos hemos enterado

Estamos muertos pero aún no nos hemos enterado. José Vicente pascual

Fernando R. Genovés, en su reciente ensayo El virus enmascarado, argumenta cómo “la humanidad ha sido encerrada en un monstruoso campo de concentración con forma de hospital de campaña, amenizado por una megafonía que le dicta órdenes y ordenanzas y donde sólo los mensajes cifrados y de contrabando permiten una correspondencia saneada y la supervivencia mermada entre los supervivientes despiertos y todavía no sedados”.

Yo no creo —como algunos creen—, que sea ésta una visión apocalíptica sobre el giro emprendido por nuestra civilización desde hace poco más de un año, esa mezcla de camarote de los hermanos Marx y campamento de reeducación maoísta en que se ha convertido casi todo el planeta, con honrosas aunque no esperanzadoras excepciones. Genovés, como corresponde a un filósofo, reacciona ante la brutalidad y el cinismo de la dirigencia mundialista con las únicas armas que asisten al pensamiento libre: la verdad y la razón. Y la verdad y la razón nos dicen que esto no lleva buen camino.

Nos dicen —la verdad y la razón—, que nuestro mundo ha muerto, aunque todavía no nos hayamos enterado.

Para muestra, una noticia en la que nadie ha reparado, deslizada sin énfasis y al desgaire, como una más en el aluvión de informaciones que recibimos a diario sobre la realidad pandemizada: Francia se dispone a prohibir vuelos domésticos cortos a favor de los servicios ferroviarios. El 17/04/2021 los legisladores aprobarán un plan por el que se suspenderán varias rutas aéreas para reducir las emisiones de CO2; el pasado 10/04 los parlamentarios votaron a favor de suspender algunos vuelos de aerolíneas nacionales que pueden realizarse en tren en menos de dos horas y media, como parte de un proyecto de ley más amplio sobre el clima; todo ello en el marco del proyecto de Ley de Clima y Resiliencia, que fue aprobado en primera lectura por la Asamblea Nacional y que afecta a las rutas nacionales entre París y Burdeos, Lyon, Nantes, Rennes y Marsella, todas atendidas por trenes de alta velocidad.

Primero fueron a por las centrales nucleares, pero como las centrales nucleares son antipáticas y encima provocan accidentes como los de Chernobyl y Fukushima, no nos importó. Ahora van a por los vuelos baratos, para la plebe, pues no tengan duda de que los ricos seguirán viajando en avión, adonde les apetezca y cuando quieran. Pero como los vuelos que interesan a las muchedumbres no son los de corta distancia sino los de largo trayecto, los internacionales sobre todo, por aquello de viajar en vacaciones, tampoco la cosa parece tan grave.

Aplicar esta medida en España —cuando las barbas del vecino veas pelar…— supondría, por concordancia simétrica, suspender los vuelos entre Madrid, Sevilla, Málaga, Bilbao, Valencia y Barcelona. Sí, Madrid-Barcelona, el famoso puente aéreo, una de las rutas aéreas más concurridas del planeta. Pasajeros al tren. ¿Y cuánto tardarán en suspenderse los vuelos de largo recorrido, los Barcelona-París, Madrid-Londres, La Coruña-Tenerife? Lo aclaro y me juego la boca: nada, porque la aviación comercial como medio de transporte masivo de personas ya está muerta. En el sector lo sospechan aunque todavía no son conscientes del todo. Muerta aunque no enterrada. Agonizará durante años, pero ya nunca va a salir del túnel con la luz blanca al fondo. Ya nadie contempla un panorama prepandémico de cientos de miles de vuelos al año y millones de personas trasladándose jubilosas para disfrutar del merecido asueto vacacional. Esa fiesta nunca va a volver. Las ciudades y los destinos turísticos ganan en tranquilidad, el sector turístico pierde. RIP.

Nos conducen a la nueva anormalidad como a niños de la mano camino del colegio, más bien del correccional; aunque eso sí: un correccional dirigido y gestionado por personas amabilísimas que nos harán memorizar cada día los mantras superguays y superprogres de la Feliz Conformidad. No temamos al futuro porque es lo único que tenemos; un horror, cierto: pero es nuestro horror. Y además albergamos la incierta aunque tenaz esperanza de no haber muerto y seguir coleando en ese horror, o mejor dicho: ese futuro. Vacunémonos en masa y que sea lo que Dios quiera. Todo esfuerzo y todo riesgo son poco, en aras del horror de futuro que nos aguarda.

La aviación civil, muerta. La industria turística, muerta. La hostelería, muerta. Actividades secundarias como el alquiler de vehículos, espacios recreativos, parques temáticos, ropa de temporada, accesorios… Muertas. La industria automotriz, en un 75/80% muerta. La construcción inmobiliaria, muerta.  Mejor no hablar de “las industrias culturales”, no sea que nos llegue la depresión más rápido de lo necesario, pues, a fin de cuentas, la cultura siempre fue el gran lenitivo, el pasito seguro entre la angustia del mundo y la ilusión por el mundo. Sin embargo, miremos un instante hacia atrás: el periodismo de rotativa ya estaba muerto a principios de siglo y no ha experimentado cambios en su estado de salud; la edición de libros, más de lo mismo; el comercio tradicional de librería, idem; los videoclubs, salas de cine y teatro son ya un clásico de la extinción, rematado por la “distancia social” llegada con el virus. La industria discográfica no existe desde hace mucho, pero quedaban los bolos llamados conciertos. Ahora, naturalmente, hay que atar esa mosca por el rabo.

Y todo eso, y otras menudencias que omito porque no quiero hacerme pesado, es el futuro.

Ah, qué error… Qué inmenso error el mío. Cuando era jovencito, pensaba que el futuro sería un espacio minimalista y aséptico en el que el único trabajo necesario para tele-transportarse a la colonia de veraneo en el mar de la Felicidad venusino consistiría en apretar un botón. Si hubiese llegado a prever que el futuro era un montón de calles sin barrer, vagones del metro prácticamente vacíos, botellones clandestinos y vecinos en los balcones llamando “hijo de puta” al que no lleve mascarilla, habría echado el ancla en la veintena y renegado de la curiosidad por el devenir. Me ha sucedido a mí y nos ha pasado a todos. Porque a todos, creo, nos conmueve la misma desazón: ¿qué hemos hecho para merecer esto? ¿Por qué el futuro es un lugar tan inhóspito, un inmenso cultivo de virus mortales en un invernadero atufado por el monóxido de carbono, jardín de delicias para los aficionados al bizcocho casero, la sopa de sobre y las series de Netflix?

Como tantas otras cosas, y como tantas preguntas: lo ignoro por completo. La única evidencia, me parece, es que nos estamos organizando un funeral modesto pero muy arregladito, con nuestra épica domiciliaria intacta, nuestros afanes igualitarios en alza y nuestra salud más o menos. Ese era el futuro y esa es, ahora, nuestra realidad. Ya somos los zombis de TWD, deambulando en la inopia voraz de los resignados: sucios, despistados, gastados, despojados, seguramente felices y muertos.

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