Eugenio D’Ors, crítico de arte

Eugenio D’Ors, crítico de arte. José Alsina Calvés

Toda la copiosa producción literaria de D’Ors sobre crítica de arte es la aplicación de sus ideas estéticas, que hemos desarrollado en un artículo anterior[1], al análisis concreto de obras de arte. Se centra prácticamente en la pintura, pues según su teoría de la oposición Cásico / Barroco, es en el arte pictórico donde mejor se puede apreciar la dialéctica entre las “formas que pesan”, que aproximan la pintura a la escultura y a la arquitectura, y las “formas que vuelan”, donde predomina el color, que aproximan la pintura a la música.

Laura Mercader[2], en un artículo sobre las ideas artísticas de D’Ors, dice que, si preguntamos por D’Ors en Barcelona, los que lo conocen le recordarían como autor de La Ben Plantada, novela programática de la generación novecentista, mientras que, si hiciéramos lo mismo en Madrid, lo recordarían como autor de Tres horas en el Museo del Prado. Su actividad como crítico de arte se inicia a partir de su destierro de Cataluña, y es en Madrid donde se forjó la imagen de crítico y teórico del arte, aunque, como nos recuerda la autora, sus ideas estéticas corresponden a la aplicación en un terreno concreto de un ideario fundamentado mucho antes.

Al no poder abarcar toda la inmensa producción d’orsiana sobre temas artísticos, vamos a centrarnos en su obra Tres horas en el Museo del Prado[3] por ser el compendio más completo de la aplicación a la crítica de su ideario artístico. Pero previamente veamos cuales eran las ideas de D’Ors respecto a la crítica artística.

Fundamentos teóricos de la crítica de arte

En sus Tres lecciones de introducción a la crítica de arte, publicado en 1944[4] D’Ors explicita sus ideas de cómo debe ser la crítica de arte. Afirma la necesidad de la crítica de arte recurriendo a la metáfora del reloj de Sol: el gnomon (la crítica) no es nadie sin el Sol (el arte), pero si no hay gnomon el reloj no marca nada, por mucho Sol que incida sobre el mismo. Alude al proyecto, que acarició en su etapa de director general de Bellas Artes, de crear una Escuela del Prado para la formación de críticos, que se vio frustrada por su cese en el cargo. La fundación, por cuenta propia, de la Academia Breve de Crítica de Arte, que abrió su primer salón el 16 de julio de 1942 vendría a sustituir, aunque de forma parcial, este proyecto.

D’Ors inicia su discurso triturando todas aquellas concepciones de la crítica de Arte que le parecen inapropiadas, y afirma que cuando la función de la crítica de arte está mal orientada, su papel esclarecedor se convierte en obturador. Rechaza la crítica periodística, que le parece plagada de lugares comunes de primer grado, pero también la crítica historicista, en la que ve lugares comunes de segundo grado.

Sus críticas más duras se centran en dos concepciones de la crítica: la representada por Hippolyte Taine, que intenta explicar la obra de arte a partir de determinaciones geográfica o sociológicas, y la que llama, “crítica de asuntos”, en la que lo representado interesa más que el modo de representación. Asimismo, también rechaza la crítica de orientación psicológica, que relaciona la obra de arte con la psicología del autor.

Después de criticar estas concepciones de la crítica, D’Ors expones su modelo, la “crítica del sentido” o significación. Se fundamenta en una actitud que se coloca en el punto central del arte, intentando abarcar a la vez la dirección que va hacia el campo de lo que en la obra de arte capta la mente, y en la otra dirección, que va hacia lo que en la obra de arte captan los sentidos.

Esta forma de crítica toma cada uno de sus objetos, sea el conjunto de un siglo, una escuela o la obra total de un artista, o alguna de las constantes históricas, como una figura. El crítico eleva a categoría cada una de las anécdotas, sacándola de la situación fragmentaria. Esta concepción d’orsiana de la crítica de arte no deja de ser una aplicación en un campo concreto de sus ideas filosóficas, de su relación entre razón y sentidos, o de fenómenos e ideas.

Para Andreu Navarra[5] esta idea de la crítica trataba explícitamente de superar los enfoques parciales de Croce, Taine o Menéndez Pelayo, quienes, para D’Ors, habían caído en estrecheces positivistas. Como veremos a continuación, los diversos ensayos de crítica que realiza nuestro autor son una aplicación de estos principios teóricos.

Tres horas en el Museo del Prado

Probablemente esta obra es la más significativa del ideario artístico de D’Ors. Nos narra una supuesta visita al Museo madrileño en compañía de un amigo para quien actúa de guía. El tiempo limita la visita, por lo que el autor realiza una selección muy significativa, que nos revela la transición de unos autores impregnados de clasicismo, hasta otros impregnados de barroquismo.

Antes de empezar el recorrido, en lo que sería una introducción, D’Ors desarrolla un rápido compendio de su idearía artístico, y cita las ideas del escultor Adolfo Hildebrand[6] según las cuales toda obra de arte encierra siempre dos valores: el arquitectural y el funcional. Por el primero las obras se presentan en el espacio, y por el segundo encierran una expresión. Estos dos valores están siempre presentes, pero con predominio de uno sobre el otro.

El predominio del primer valor da lugar a las “formas que pesan”, es decir, al clasicismo. El predominio del valor expresivo de lugar a las “formas que vuelan” es decir, al barroco en cualquiera de sus expresiones. Es precisamente en la pintura donde mejor pueden expresarse estos matices, y así vemos que en el recorrido que realiza D’Ors por el Prado no tienen en cuenta cuestiones nacionales ni cronológicas, sino la transición entre pintores en cuya obra predomina lo “clásico” hasta aquellos en que predomina lo “barroco”.

Se ocupa, en primer lugar, de los que denomina “clásicos franceses e italianos”, y toma, como obra más significativa La caza de Meleagro, de Poussin (1594-1665), que mostramos en la figura.

Nos dice de esta obra que marca la vecindad de la pintura con la escultura, por el predominio de lo “clásico”, de las “formas que pesan”. Está compuesta como un friso. En ella se muestra a los jóvenes príncipes griegos que acompañan a Meleagro y a Atalanta a la caza del jabalí, pero en realidad lo que se muestra no es la caza, sino la salida para la caza. Destaca, sobre todo, el caballo blanco que se encabrita para no tener que avanzar, y que, más que una pintura, parece una escultura.

Otro autor de este grupo se “clásicos” que merece la atención de D’Ors, es el italiano Andrea Mantegna (1431-1506) y su cuadro El tránsito de la Virgen. Nos dice D’Ors que es un cuadro que se asemeja a un grabado, en el cual no queda ni un rastro de sensualidad, de halago ni de brillo. Todo aparece distribuido, estructurado y lógico. Parece que un viento frio ha secado todas las cosas, pues hasta los nimbos de santidad parecen discos físicos, reales, como sombreros sobre la cabeza de los santos. Si La caza de Meleagro se puede comparar a un frontón ático, El transito de la Virgen nos recuerda a una columna dórica o a la geometría de Euclides.

Otros autores que forman parte de este grupo son Claudio Lorena (1600-1682), Jean-Antoine Watteau (1684-1721), Andrea del Sarto (1481-1531) y Rafael (1483- 1520). El criterio de D’Ors para agrupar a estos pintores no es cronológico ni, mucho menos, “nacional”. Todos ellos pertenecen al eon clásico, con un estilo que aproxima su pintura a la escultura o a la arquitectura. La luz predomina sobre el color.

Siguiendo la visita, pasamos a otra “sala” donde encontramos a dos pintores españoles situados en las antípodas de los clásicos: El Greco y Goya. Para D’Ors, que rechaza las cuestiones cronológicas, estos dos pintores comparten análogos elementos de barroquismo (o de romanticismo, que para D’Ors es lo mismo), es decir, representan a las “formas que vuelan”.

Doménikos Theotokópoulos (en griego Δομήνικος Θεοτοκόπουλος; Candia, 1 de octubre de 1541-Toledo, 7 de abril de 1614), conocido como el Greco («el griego»), fue un pintor del final del Renacimiento que desarrolló un estilo muy personal en sus obras de madurez.

Hasta los 26 años vivió en Creta, donde fue un apreciado maestro de iconos en el estilo posbizantino vigente en la isla. Después residió diez años en Italia, donde entró en contacto con los pintores renacentistas, primero en Venecia, asumiendo plenamente el estilo de Tiziano y Tintoretto, y después en Roma, estudiando el manierismo de Miguel Ángel. En 1577 se estableció en Toledo (España), donde vivió y trabajó el resto de su vida.

Aunque a D’Ors no le guste la palabra “evolución”, reconoce que en este artista se dan unas obras de inicio, más equilibradas entre las “formas que vuelan” y las “formas que pesan”. Tal sería el caso de La Trinidad o de El caballero de la mano en el pecho.

Sin embargo, en obras posteriores, que corresponderían a la madurez del artista, se revela lo que D’Ors califica de “etapa trágica y casi delirante”. En ella se ha roto cualquier respeto a la belleza del cuerpo y se da paso a la “loca sensualidad del color”. Recordemos que, para D’Ors, una de las características del barroquismo era el predominio del color sobre la luz.

En este punto culminante de su obra el Greco se ha convertido, para D’Ors, en el “pintor maldito”, en el “loco” que descubre lo que ignoran los sabios, en el “poseído” que ha roto con el ritmo y la razón, en definitiva, en el “músico”. El Cristo abrazado a la Cruz es, probablemente, la obra más significativa.

D’Ors califica este Cristo “con su innoble nariz y sus ojos alucinados” de autentico símbolo de la reacción barroca contra el racionalismo.

En defensa de su tesis añade que el Greco fue bastante ignorado en el siglo XVIII, y fue en el siglo XIX cuando volvió a respetar interés, coincidiendo con el Romanticismo, que para nuestro autor no es más que una variante del Barroco.

En el mismo capítulo se ocupa D’Ors de Goya, pintor que siempre mereció un interés especial por parte de D’Ors, y de cuya biografía ya se había ocupado en la primera parte de su libro Epos de los destinos[7]. En este caso también tiene que admitir, aunque sea a regañadientes, una cierta evolución. Hay un primer Goya más académico, el de los tapices y los retratos, pero, a medida que avanza el pintor hacia la madurez, se manifieste el “auténtico” Goya, el Goya barroco, el del “sueño de la razón produce monstruos”.

De la etapa de los retratos destaca La familia de Carlos IV , y los famosos paralelos La maja desnuda y La maja vestida, a los que califica de “verdaderos monumentos de obscenidad, especialmente, como es natural, la vestida”.

El Goya casticista, barroco, aparece en la madurez, calificándolo de la siguiente manera “viejo, sordo, desamparado de amor y nunca abandonado por la violencia”. Merece especial atención Los fusilamientos del 3 de mayo.

Centra su atención en el hombre que está a punto de recibir la descarga, con los brazos levantados. Lo califica de “monigote sublime” y de “emperador de un pueblo pululante y alucinado de chisperos, majas, lechuguinos, pordioseros, encaperuzados, toreros, soldados, frailes, beatas, rameras, brujas, trasgos, asnos y larvas”.

Es curioso que D’Ors, que ha rechazado explícitamente cualquier interpretación sociológica de la obra de arte, al enfrentarse a la obra de Goya no deja de relacionarla con la época en que vive. Así nos dice[8] que hay momentos en que la humanidad siente un impulso hacía arriba, hacia lo alto (el siglo de Augusto, por ejemplo), mientras qua hay otros momentos en que el impulso va en sentido contrario, un apetito por rebajarse, por envilecerse. Tal es el caso de la última parte del siglo XVIII en España, donde la aristocracia tiende a imitar, en su comportamiento, en su indumentaria, al pueblo llano.

No deja de ser curioso que esta etapa de la vida española, que para D’Ors parece impregnada de barroquismo, coincide con la monarquía borbónica, de tendencia ilustrada, racionalista y absolutista. Pero de estas contradicciones de orden matepolítico ya nos ocuparemos más adelante.

Siguiendo con la vista al Museo del Prado, que nos propone D’Ors, llegamos a la sala donde se expone la obra de Velázquez. En esta autor encontramos el equilibrio, el punto medio entre el clasicismo y el barroquismo, entre las “formas que vuelan” y las “formas que pesan”.

Diego Rodríguez de Silva y Velázquez (Sevilla, bautizado el 6 de junio de 1599-Madrid, 6 de agosto de 1660), conocido como Diego Velázquez, fue un pintor español considerado uno de los máximos exponentes de la pintura española y maestro de la pintura universal. Pasó sus primeros años en Sevilla, donde desarrolló un estilo naturalista de iluminación tenebrista, por influencia de Caravaggio y sus seguidores. A los 24 años se trasladó a Madrid, donde fue nombrado pintor del rey Felipe IV y cuatro años después fue ascendido a pintor de cámara, el cargo más importante entre los pintores de la corte. A esta labor dedicó el resto de su vida. Su trabajo consistía en pintar retratos del rey y de su familia, así como otros cuadros destinados a decorar las mansiones reales. Su presencia en la corte le permitió estudiar la colección real de pintura que, junto con las enseñanzas de su primer viaje a Italia, donde conoció tanto la pintura antigua como la que se hacía en su tiempo, fueron influencias determinantes para evolucionar a un estilo de gran luminosidad, con pinceladas rápidas y sueltas.

D’Ors define a Velázquez de la siguiente manera: “Entre Poussin y el Greco, entre Mantegna y Goya, Velázquez. Entre el clasicismo y el romanticismo, el simple realismo. Entre la geometría y el lirismo, la simple objetividad”[9].

Vemos que los vectores analíticos que utiliza D’Ors siempre son los mismos. Rechazando cualquier interpretación psicologista, sociológica o histórica de la obra de arte, se remite siempre a los eones intemporales de clásico y barroco, como extremos puros de una sucesión de estadios intermedios. Entre la escultura y la arquitectura, clásicas por naturaleza, y la música, barroca por esencia, es precisamente en la pintura, situada en medio, donde podemos percibir de forma más clara este gradiente intermedio.

En el fondo de este análisis late el platonismo, siempre presente en D’Ors. Si los eones clásico y barroco representan las ideas puras, las obras de arte reales de los pintores participar de una u otra esencia, de la misma manera que las cosas reales contingentes participan en las ideas.

D’Ors clasifica las obras de Velázquez en los siguientes grupos:

  • Temas mitológicos: La fragua de Vulcano, Los borrachos.
  • Temas religiosos: El Cristo, Los ermitaños San Antonio y San Pablo
  • Composiciones profanas: Las lanzas o la rendición de Breda, Las Meninas, Las hilanderas.
  • Retratos: El conde-duque de Olivares, El infante don Carlos, El Primo
  • Paisajes: Jardín de la Villa Médicis.

La Fragua de Vulcano

Destaca D’Ors el realismo, la ausencia en la figura de Vulcano de nada que revele divinidad, sino más bien “su vigorosa y enjuta hombría, su carácter étnico de españolazo con barba”, que contrasta con la figura de Apolo, coronado de laurel y con un nimbo.

Cristo en la cruz

Destaca D’Ors la dignidad suprema, por lo sobrio, por lo humano, por la admirable ausencia tanto de belleza como de fealdad física. Este cuerpo, nos dice, no es feo como el del Greco, ni bello como el de Goya, ni un atleta, como el de Miguel Angel. Es noble: he aquí todo.

Las lanzas o La rendición de Breda

Esta obra, junto con Las Meninas o Las Hilanderas, forma parte de lo que D’Ors llama “ventanas abiertas a la realidad”. Destaca la belleza del espectáculo, la elegancia de los dos ejércitos, la elevación moral que se manifiesta en el gesto del general español que impide postrarse al vencido. Los pinceles de Velázquez, nos dice D’Ors “ni se retrasan ni se apresuran”.

Jardín de Villa Médicis

D’Ors interpreta esta obra como “el jardín secreto de Velázquez”. Algunos impresionistas lo han reclamado como precursor, quizá por el tratamiento del color, pero hay que señalar que las formas aparecen perfectamente delimitadas, con predominio del dibujo.

Tres horas en el Museo del Prado sigue su itinerario por las obras de Zurbarán, Murillo, Ribera, Durero, los Venecianos, Rubens, Angelico, el Bosco y muchos otros. Hemos querido exponer solamente unos trazos, no la totalidad, para mostrar como el análisis crítico de las obras pictóricas que realiza D’Ors se basan, en su casi totalidad, en el par de eones opuestos, clásico y barroco, que en la pintura manifiestan su dialéctica.

 


[1] Ver Eugeni D’Ors y la estética del Barroco

[2] Mercader, L. (2004) Recorrido por el ideario artístico de Eugenio D’Ors. Un viaje de Madrid a Barcelona. Materia 4. Fragments, pp. 179-188.

[3] D’Ors, E. (1939) Tres horas en el Museo del Prado. Madrid, Ediciones Españolas.

[4] D’Ors, E. (1944) Tres lecciones en el Museo del Prado de introducción a la crítica de arte. Madrid, Ediciones Españolas.

[5] Navarra, A. (2021) La crítica de arte como piedra angular de una filosofía: los salones de Eugeni D’Ors. https://cuadernoshispanoamericanos.com/la-critica-de-arte-como-piedra-angular/3/

[6] Tres lecciones en el Museo del Prado., p. 13.

[7] D’Ors, E. (1943) Epos de los destinos. I El vivir de Goya. Madrid, Editora Nacional.

[8] El vivir de Goya, p. 124

[9] Tres horas en el Museo del Prado, p. 95.

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