Euskal Herria tampoco paga traidores

Euskal Herria tampoco paga traidores. Iván Vélez

A estas lomlomianas alturas, imagino que la frase «Roma no paga traidores» carece de significado para muchos de los alumnos que, en proporción menguante, se sientan en los pupitres de las escuelas españolas. Sin embargo, aunque la escena se haya desdibujado, la esencia de la misma permanece: no es prudente acoger a traidores. Viene esta alusión lusitana a cuenta de las últimas declaraciones de Pablo Iglesias Turrión que, ante la inminente celebración de las elecciones europeas, a las que se presenta Irene Montero, madre de sus hijos e inquilina de la famosa casa de Galapagar, vulgo Villa Tijana, ha pedido el voto a las gentes que sostienen a EHBildu, cuya lista encabeza Pernando Barrena, condenado por pertenencia a la banda terrorista ETA. La oportuna entrega de una fianza de 500.000 euros puso fin a los dos años en los que el futuro eurodiputado estuvo en prisión, circunstancia que sus fanáticos seguidores interpretaron como un cautiverio motivado por causas políticas. La España, prisión de naciones, habría encarcelado a Barrena, mártir de un pueblo milenario. Si hemos de creer las encuestas, más de tres lustros después de abandonar la prisión, los de Barrena, integrados en la coalición Ahora Repúblicas, obtendrían un resultado casi idéntico al de Podemos, marca que se ha zafado del Unidas con el que viajó hacia la irrelevancia. Sin embargo, cualquier desplazamiento del voto podría dar al traste con el objetivo de Iglesias, esa colocación tan diferente a la que preconizó su admirado Tierno Galván.

Inmerso en tan complicado contexto, el regente de la Taberna Garibaldi pidió el voto a las bases de EHBildu durante un mitin celebrado en Bilbao el pasado domingo. Iglesias justificó su petición en el hecho de que el derecho a decidir (la secesión) solo se puede «pelear en el marco del Estado» (español). Nada nuevo bajo el sol vascongado, pues el actual oportunismo de Iglesias conecta con el servilismo que ha mostrado siempre para con el secesionismo vasco. No ha de olvidarse aquella famosa charla, ocurrida en 2013, en la que exhibía su orgullo por hallarse en una herriko taberna. Durante aquel desahogo adulador y tabernario, Iglesias exhibió los clásicos complejos de un sector de la autodenominada izquierda española. Entre chanzas y autoalabanzas -«¡qué pelotas tienes»!, se dijo a sí mismo-, Iglesias, que vestía un polo con los colores de la II República española, esa que las izquierdas del momento calificaron de burguesa, defendió el derecho de autodeterminación y reconoció que en un futuro, cuando los vascos se fueran, los echaría de menos. Más de una década después, el politólogo, atrapado en su formalismo, sigue sin entender que ese irse, muy diferente al reclamado por Lola Flores, supone, en definitiva, el robo de algo común, propiedad de todos los españoles: la tierra vasca.

Reaparecido en campaña, Iglesias, que hace tres años abandonó la política activa tras su patinazo en las elecciones a la Comunidad de Madrid, sigue moviéndose entre bambalinas y favoritas, manteniendo sus fetiches y fascinaciones. Singularmente, la pasión por los secesionistas vinculados al terrorismo que, según sus entendederas, sazonadas de componentes leninistas pero más aún, trotskistas, ofrecerían las condiciones ideales para la revolución frente al gran capital. Revolución que, en ningún caso, se haría a escala nacional o, por decirlo con un término más agradable para el madrileño -recordemos que él no puede decir «España» porque… perdió la guerra…-, estatales.

Cultivador, incluso desde lo textil, del mito de la II República, Iglesias busca ahora el voto de los secesionistas bildutarras para erosionar, incluso fragmentar, España con más eficacia. Sin embargo, sus agónicas peticiones, atravesadas por intereses familiares e incluso por el uso del jo ta ke irabazi arte, tan ligado al mundo etarra, probablemente se estrellarán ante la tozuda realidad vascongada: para los electores de aquellas históricamente castellanas provincias, Iglesias no es más que un español, un maketo, en suma, al que ni siquiera se le pagarán los servicios prestados. Al cabo, Euskal Herria tampoco paga traidores.

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