Hago mío ese verso de Machado… Permítanme un desahogo.
Así me siento. No es de ahora. Llevo ya muchos años, décadas y décadas, tentándome la ropa y los entresijos de la identidad cada vez que salgo a la calle, o que pongo la tele (casi nunca), o que hojeo distraídamente un periódico, y llego a la incómoda conclusión de que no soy del país en el que, por casualidad, supongo, vine al mundo.
Por casualidad, aventuro, aunque también podría ser ‒dirían en Oriente‒ por inexorable determinismo kármico. Tan fuera de lugar me siento en este rabo de Europa por desarrollar ‒más Machado‒ que bien podría parafrasear al Segismundo de La vida es sueño exclamando «¡qué delito cometí contra mí mismo naciendo!».
Mala pata. Hay en el globo terráqueo unas siete mil millones de personas que han nacido en otras partes no encajonadas, como la mía, entre los Pirineos y Gibraltar.
Esto de hoy es una confesión suscitada por la lectura de los Diarios de Stefan Zweig (1931-1940, Ediciones 98), que perdió sus raíces y todo lo demás cuando Hitler convirtió Austria en provincia del Tercer Reich y el autor de El mundo de ayer (Memorias de un europeo. Acantilado) se puso a vagar por dos continentes con el alma en pena y acabo suicidándose en Brasil a los sesenta y un años de edad. Quizá a los sesenta. Yo tengo ochenta y cuatro, pero no se inquieten. Pese a mi creciente misantropía, fruto de la edad (Séneca, otro suicida, la llamaba acedia), y a la no menos creciente sensación de desarraigo no abrigo, por ahora, el propósito de poner voluntario fin a mi existencia.
Mi cofrade, compinche y compañero del alma, compañero, Antonio Escohotado, sí que lo tiene y no lo esconde. Es nuestro Sócrates con ribetes de Aristóteles, de Spinoza y de Hegel. Ningún otro filósofo español lo alcanza en saber ni en vida, como de Ulises decía Kavafis. Retirado, como un elefante viejo, a los verdes prados de su Edén de Ibiza, aguarda allí la llegada de las Moiras y, convertido en un santón del pensamiento libre y de la audaz conducta, corrompe ‒de eso se acusaba a Sócrates‒ a los jóvenes que lo siguen, lo visitan y lo leen como si fuese el hierofante de Eleusis. Lean Los penúltimos días de Escohotado (Ricardo F.Colmenero, La Esfera de los Libros). Es obra sorprendente, estimulante, urticante e inquietante. Dense prisa. Acaba de salir.
Divago. Es mi naturaleza, como la del escorpión que en la fábula de Esopo muerde a la rana. El parangón no es ocioso, pues sé que con este artículo ganaré enemigos. Los españoles siempre se enfadan cuando alguien critica sus peculiares usos y costumbres, o sea, su carácter nacional, su idiosincrasia, su modo de vivir, y eso es precisamente lo que me distancia de ellos y me convierte en un apátrida moral a quien el Registro Civil no le reconoce tan envidiable condición.
La solicité, por medio de un telegrama enviado al ministro de Justicia a las doce en punto de la noche previa al día en que España entró en Europa, pero no recibí respuesta. Eso fue el 1 de enero de 1986. Ya ha llovido aquí, y casi siempre a gusto de nadie (sobre todo ahora).
A lo que iba… Tanto, de libro en libro, he divagado que ya sólo puedo enumerar, a palo seco, algunas de esas costumbres de mis forzosos compatriotas, todas ellas anecdóticas, mas no por ello menos categóricas en lo que a mi modus vivendi se refiere, que me condenan a sentirme extranjero en los campos de mi tierra.
A saber… Soy diurno, no nocturno ni, menos aún, noctívago. Me acuesto a eso de las nueve. Detesto trasnochar. Me chifla madrugar. Apenas desayuno. Me gustaría almorzar hacia las doce, como en los países civilizados, pero eso en España es imposible. Trabajo doce horas al día todos los días del año. Nunca tomo vacaciones. No desconecto (horrible palabreja). Nunca voy a la playa. No me gusta la cerveza. No voy a bares. Mis comidas constan de un solo plato. No creo que la tortilla de patatas, las croquetas y el jamón ibérico sean la repera de la gastronomía universal. Detesto las pizzas, excepto las que se hacen a mano entre Roma y Nápoles, las hamburguesas industriales, los nuggets, las alitas de pollo y el pollo en general, los pescados de piscifactoría (o sea: casi todos los que se despachan en España), la bulimia de mis paisanos y la obesidad que los caracteriza. No digo «todos y todas», ni Girona, ni Lleida, ni Ourense. No voy a fiestas ni a actos sociales. No hablo a gritos. No padezco terracitis. No me agrada la música de fondo. No sé nada de Rociito. No tengo tablets ni teléfonos de ésos que hacen de todo menos dejar a la gente en paz. No voy a manifestaciones. Nunca me quejo, aunque sí gruño cada vez más. Me aburre el fútbol. Me aburre la política. Me exasperan los turistas. Aborrezco Internet. Odio los cachivaches electrónicos. Patearía con gusto mi desvencijado ordenador y tiraría a la basura mi achacoso Nokia. No bebo vinos de autor. No consumo productos gourmet. No voy a hoteles boutique ni a hotelitos con encanto. No hago colas. No salgo a la calle con pantalón corto ni con chanclas. No me gustan las mujeres con pantalones, pero sí las que van ligeras de ropa. Me las como con los ojos. No fumo. No bebo cava, aunque sí champán (sólo de Reims. Otro no hay). Me carcajeo de las bullipolleces. No creo que los cocineros sean artistas ni filósofos. Me estomaga Master chef (y eso que no lo veo). No soy empático, sino simpático, ni solidario, sino solitario, ni republicano, sino monárquico, ni oclócrata, sino elitista, ni feminista, sino viril. No voy a misa, pero me gustaría que las iglesias estuviesen llenas. No voy a bodas, ni a bautizos, ni a comuniones. No…
O sea: España, a diferencia de lo que sus indígenas, siempre triunfalistas, creen, me parece uno de los peores países del mundo en los que vivir. De hecho, ya casi nunca salgo de casa, a no ser que sea para huir a cualquier otro lugar del orbe.
¿Exagero? Sí, claro… Soy español. ¡Qué faena!