Facebook, Instagram, X, and Company. La nueva caverna platónica

Facebook, Instagram, X, and Company. La nueva caverna platónica. Diego Fusaro

Las redes sociales, desde Facebook a Instagram, se fundan sobre el dispositivo del like –me gusta-, mediante el cual el usuario manifiesta su aprecio por imágenes o consideraciones publicadas por otros usuarios. De manera que los likes que pueblan las redes sociales establecen el valor del homo digitalis en el mercado social electrónico: cada uno vale en función de los likes que ha obtenido, es decir, en base al agrado que ha sido capaz de suscitar entre los demás cibernautas.

No es difícil entender cómo un mecanismo de este tipo genera formas de nivelación y de homologación, induciendo a cada miembro a adaptarse voluntariamente al gusto predominante y eliminando cualquier posición y cualquier expresión que pudiera discrepar con la communis opinio.

En esto reposa el dispositivo de la prueba social: induce a los jóvenes a comportarse exactamente igual que los demás a fin de obtener su aprobación por medio de los tan codiciados “me gusta” en la red. El mecanismo, además, imita el de la comercialización integral de todo y de todos: de hecho, persiguiendo el objetivo del like, el homo digitalis se exhibe como una mercancía, en el intento de seducir al «comprador» interpelando sus gustos y su atención.

Tanto más porque, en la civilización liberal-digital, cada vez más personas presumen de la nueva “profesión” de influencer  que, culminación de la neoliberalización del mundo de la vida, señala cómo el hombre liberal-libertario ya no tiene una empresa, sino que se ha convertido él mismo en una empresa ambulante. De hecho, ¿qué otra cosa hacen los llamados influencers sino venderse a sí mismos en la web, multiplicando desmesuradamente el índice de aprobación cristalizado en los “me gusta”? Una vez más, la dialéctica de Servidumbre y Señorío viene a coincidir en el mismo sujeto, que se explota a sí mismo más allá de todo límite en aras del beneficio, haciendo de su propia persona la mercancía a vender y de la que obtener plusvalía. El hacer saber sustituye al saber hacer.

Aparte de eso, las redes sociales generan la ansiedad de estar siempre actualizado acerca de aquello que ocurre en el mundo: se tiende a pasar todo el tiempo de la vida observando los acontecimientos del mundo desde la pantalla del teléfono móvil, renunciando de esa manera a vivir el mundo en primera persona. La paradoja es que, en la percepción de las nuevas generaciones, no se vive plenamente si se está off line –desconectado-. La verdadera vida es identificada cada vez más a menudo con aquella on line, entendiendo la off line  como una interrupción provisional. La desrealización se consuma a través del abandono de lo real en favor de lo digital, que ahora es visto como realidad más verdadera: con la expresión de Nietzsche, «el mundo verdadero se convierte en una fábula», envilecido en beneficio no del «mundo ideal» platónico o del «paraíso» cristiano, sino del nuevo imperio digital de las comunidades telemáticas.

El aspecto paradójico, que es aquel en el que se encuentra suspendida la i-Gen (generación de los nacidos después de 1.995) o, al menos, sus sectores todavía capaces de percibir como problema el mundo en el que viven, es que, por un lado, se sienten angustiados por la idea de una conexión ilimitada y, por otro, se sienten literalmente aterrorizados por la idea de perderla y permanecer desconectados.

La película Disconnet (2012), del director Henry-Alex Rubin, describe magistralmente la naturaleza aporética de la nueva condición virtual a la que están condenadas las nuevas generaciones. Siempre conectados, los habitantes de la red dependen enteramente de Internet para cada acción y para cada pensamiento. Perciben la realidad como irreal, encontrando plena ciudadanía sólo en los espacios telemáticos.

Un número cada vez mayor de jóvenes han optado abiertamente por vivir on line, desertando de la vida real, degradada al rango de existencia off line. Es la imago paroxística de la existencia en el tiempo del globalismo: el homo cosmopoliticus coincide con una subjetividad puntiforme y uniforme, solitaria pero siempre conectada, global pero aislada, cercana a lo distante y distante de lo cercano.

Estoy conectado, luego existo”: éste parece el teorema en el que se condensa el sentido del ser en el mundo del hombre digital, para el cual el mundo real se ha convertido en fábula y la única dimensión de vida auténtica coincide con los espacios ilimitados de la red de Internet. Está permanentemente on line, trabaja sin tregua (y muy a menudo sin saberlo) para las plataformas que utiliza, aportando datos, respondiendo correspondencia telemática, generando beneficios para los amos de lo digital.

Por esta vía, no sólo la relación humana se vuelve digital y la frontera entre tiempo libre y tiempo del plusvalor se evapora, sino que, de manera convergente, la acción resulta inhibida y el espíritu crítico es anestesiado: el tiempo de la existencia se gasta en la red, en el control obsesivo del mail y del teléfono móvil, en la atención a las relaciones digitales y en la reelaboración permanente del propio perfil virtual tal como aparece en el escenario de las redes sociales. Toda la existencia queda subsumida bajo el capital.

Lo que, ya en 1.995, el psiquiatra norteamericano Ivan Goldberg había definido como “síndrome de la dependencia de la red” (Internet Addiction Disorder) se ha extendido hasta tal punto que ha conquistado, de facto, a casi todos los habitantes de la cosmópolis en cosificación integral.

No es difícil comprender cómo, en virtud de la proliferación de las relaciones digitales propias de la community virtual, el nuevo poder seductor del tecnocapitalismo ha logrado realmente, en modo conquista, la inhibición de las relaciones interpersonales reales, disolviendo de hecho la base de una revuelta coral.

La i-Gen, o sea la generación de los hiperconectados descrita por Jean Twenge, está poblada por un enjambre de jóvenes que están permanentemente on line, siempre conectados a Internet y desconectados de la realidad y del vínculo social.

El paradigma del individuo startupper –emprendedor- y promotor de sí mismo también es hegemónico en las redes sociales. El uso compartido, que a primera vista puede parecer algo comunitario, aparece en realidad como la apoteosis del individualismo en el tiempo de las social network.

En el gesto de compartir digitalmente los contenidos multimedia no prevalece el elemento comunitario y altruista, sino la ostentación hipertrófica del propio Yo y de sus actividades; ostentación que, coherente con el nuevo perfil imperante de los “egomonstruos”, se resuelve puntualmente en la inoportuna invasión de las vidas de otros mediante la exhibición narcisista del propio Yo. Tales prácticas sólo abstractamente pueden denominarse “uso compartido” de la red, ya que, en realidad, son lo opuesto al gesto al cual propiamente alude el verbo “compartir”. “Com-partir”, de hecho, significa subdividir cualquier cosa de la que se está en posesión, privándose parcialmente de ella para hacer partícipes de la misma a otras personas.

Pero, en la era de Internet y de la egocracia compulsiva, quien comparte no se priva de nada: se limita a invadir las vidas de otros con su propio Yo, utilizando a los demás como un simple medium, como un espejo sobre cuya superficie contemplarse a sí mismo autoesculpido. La generación del “selfie de la gleba” vive narcisistamente en la ininterrumpida autopromoción de su propia imagen, aspirando a esa cumbre de la alienación que se conoce con el nombre de influencer. Se rubrica así el triunfo de la “cultura del narcisismo”, descrita en su día por Lasch: cada uno se exhibe y se promueve a sí mismo como auto-emprendedor de una empresa sui generis, coincidente con su propia persona reducida a mercancía entre las mercancías.

Como se ha sugerido, la autopromoción de la imagen es el nuevo horizonte del Anerkennung –reconocimiento- en los tiempos de la alienación planetaria: de hecho, el poder de la propia imagen, publicitada como una mercancía, es ahora la ruta maestra para el éxito; éxito que, muy a menudo, se cifra en tener una buena imagen, recabando de ello plusvalía (piénsese en el caso de la red social llamada Instagram). Esto refuerza, una vez más, una de las tesis en las que se compendia el nuevo desordenado orden neoliberal: en sus espacios, no se “tiene” una empresa, sino que se “es” una empresa. Se deviene, por así decirlo, capital viviente o, como ya desde hace tiempo se acostumbra a decir, “capital humano”, mercancía andante que se autovaloriza promoviéndose, en la plena coincidencia entre vendedor y mercancía vendida.

Internet y la sociedad de los likes, con sus relaciones efímeras y superficiales, se han ganado plenamente el estatus de nueva droga que, equivalente al «soma» descrito por Huxley en Un mundo feliz, resarce del sufrimiento y los agravios del mundo real, despertando la ilusión de una comunidad más “auténtica”, proyectada en otra dimensión respecto al tradicional mundo off line. Desde esta perspectiva, se podrían aplicar a la sociedad de Internet y a sus paraísos digitales las consideraciones en su momento desarrolladas por Marx en relación al Opium des Volks religioso, que él entendía como comunidad celestial ideada a modo de falsa compensación por las distorsiones de la terrenal. Parafraseando a Feuerbach, se podría afirmar que cuanto más pone el hombre en lo digital, tanto menos tiene en lo real y en sí mismo.

Como se recordaba, la community digital condensa en sí la esencia de la sociedad construida sobre bases no-sociales propias del cosmopolitismo liberal: en abstracto, se está conectado a escala planetaria y sin exclusiones y, en concreto, cada uno está solo consigo mismo, frente a su propia pantalla y recluido en su propia celda digital. Ésta es la esencia falsamente comunitaria de lo que se ha definido como la nueva “sociedad on line”.

Pronta tanto a instaurarse como a romperse, egoísta y apegada a la norma exclusiva del do ut des –doy para que des-, con frecuencia caracterizada por la irrupción incontenible de la violencia (desde los “odiadores” haters al cyberbullismo ), la relación digital aparece como un momento decisivo de la deriva poshumana que acompaña la apoteosis del nuevo tecnocapitalismo globalizado.

Las mismas relaciones que la community digital plantea son efímeras y superficiales, precarias y a tiempo parcial: rara vez se estructuran en la forma de un vínculo estable y duradero, capaz de dar lugar a las tradicionales figuras de la amistad, del amor y de la lucha política. En su mayor parte se trata de relaciones intermitentes y provisionales, que no llegan más allá de la instantaneidad siempre revocable del like.

Para comprender plenamente la verdadera naturaleza de las relaciones sociales de tipo digital, puede ser útil un rápido recordatorio taxonómico de sus principales formas. Existe, por ejemplo, el fenómeno del ghosting, o sea desaparecer de improviso (literalmente, convertiéndose en un “fantasma”) de la vida de alguien, sin ofrecer ninguna explicación, incluso si hasta poco antes parecía que la relación discurría por el mejor de los caminos.

También tenemos el fenómeno del breadcrumbing, o lo que sería “alimentar” una relación con mensajes esporádicos, manteniendo una ventana abierta y dando falsas esperanzas a la otra persona. Igualmente se da la figura del benching, que supondría “tener en el banquillo”, es decir, mantener a la otra persona en una especie de limbo, tomándose siempre tiempo y evitando tanto interrumpir la relación como estructurarla más sólidamente.

Está, en fin, el fenómeno del zombieing, que podría plausiblemente entenderse como una evolución del ghosting: consiste en una suerte de “resurrección” sucesiva (e igualmente injustificada) tras la desaparición con la que la relación se había interrumpido ex abrupto.

Esta mezcla de aislamiento y de distanciamiento de lo real es corroborada de modo flagrante por la generación de los llamados “niños Hikikomori”, expresión japonesa que designaría a los “niños que han elegido permanecer al margen”. Los “niños Hikikomori”, en efecto, son aquellos que se encierran en sus habitaciones –durante meses, cuando no por años– y, aislados del mundo real, eligen vivir exclusivamente on line. El Hikikomori es alguien que lleva a cabo una secesión de lo real para transferirse integralmente a la vida digital.

La aporía de las relaciones telemáticas puede sintetizarse así: no solamente debilitan las relaciones reales en el acto mismo con el que prometen fortalecerlas; al mismo tiempo, y de manera sinérgica, contribuyen a la nivelación planetaria de las identidades, es decir, a su sustitución por el perfil neutro del hombre deshumanizado y postidentitario: con las redes sociales se tienen “perfiles” pero ya no “identidad”. Cuanto más tiempo dedicamos a las conexiones con los “perfiles” de la red dispersos por el open space del mundo unificado del mercado, tanto más nos sustraemos a las relaciones con “identidades” reales, bajo la perspectiva de no cultivar nunca más ninguna.

Por otra parte, la red Internet es la necesaria cabeza de playa para la mente infantilizada y para el individuo condenado al papel de eterno joven. Se trata de un territorio vasto y sin límites, donde las informaciones se suceden sin tregua, mientras los banners, los pop-up y los formularios de inscripción de todo tipo atraen y excitan la mente, provocando una inestabilidad perpetua y una sobreexcitación continua.

Apoyada sobre la previa pulverización de las comunidades éticas tradicionales, la socialización consumista de las jóvenes generaciones en capitalismo integral y privadas de conciencia infeliz, encuentra su propio humus en las digitales communities no-comunitarias: cuyos habitantes nómadas en sociabilidad líquida no hacen más que publicar post autorreferenciales para sentirse conectados con el mundo y demostrar al prójimo, con el que a menudo nunca se encontrarán realmente, que son partes activas del proceso de socialización conformista de masas.

La comunidad real, con sus raíces éticas, es reemplazada por el no-lugar digital de la red y de las “comunidades imaginarias” como espacio inmaterial y desterritorializado para la relación irreal entre las mónadas consumistas falsamente conectadas y específicamente condenadas al aislacionismo. En esto reside la esencia de la generación que, con mordaz ironía, podría definirse como la de los “egomonstruos” y la del “selfie de la gleba”, hijos de un Yo menor.

Sustituyendo las comunidades reales por las virtuales de las soledades conectadas vía web, redefiniendo en profundidad los modos de pensar y de actuar, las “redes sociales” del mundo digital neutralizan la posibilidad de consolidar y sedimentar la memoria, volviendo precarios, superficiales y fugaces las informaciones y los datos, los acontecimientos y los saberes: estos, actualizados in real time, desaparecen y son redefinidos cada vez que se actualiza la pantalla del propio terminal.

Hacen de cada uno de nosotros un “hombre conexionista”, habitante nómada de las redes y de los contactos volátiles, desertor de las comunidades reales y de los vínculos externos a lo virtual, solitario internauta conectado sin tregua a todos y a nadie. Promueven formas inestables de identidad y de multitasking, déficit de atención y erosión de los vínculos reales. Fortalecen los vínculos débiles y debilitan los fuertes.

Top