Reconocer que vivimos en un mundo plural, multicultural, global y tecnológico, es el primer paso –aunque suene a paradoja de sabor chestertoniano- para reconocer el valor de la identidad.
No son ya estos los tiempos en los que la identidad –cultural, nacional, occidental- se daba tan por sentada y hecha que no era necesaria mostrarla ni reconocerla. No son estos aquellos tiempos, pero probablemente tampoco son ya “estos”, estos tiempos.
La realidad del confinamiento y la cuarentena por la pandemia del COVID19 está cambiando por entero nuestra forma de organizarnos, relacionarnos y probablemente hasta de entendernos. Si los agoreros y los profetas de calamidades solo ven amenazas y destrucciones –posibilidad que siempre existe, no lo negaremos, y menos aún con los agentes públicos que pueden destrozar cualquier cosa con solo pensarlo- hay que reconocer que en un espíritu creyente de esperanza y de convicción en que Dios no abandona a sus creaturas y que ayuda a quien se ayuda a sí y a los demás, toda crisis por severa que sea, es siempre una oportunidad.
Es por eso este momento el más idóneo para reafirmar el valor de la identidad, como fuerza y motor de cohesión, pero también como fuente de libertad, como energía de crecimiento. La identidad no es –frente a tanto pensamiento progresista destructor- un muro ni una barrera frente a otro. No es una barricada ni una muralla ni una concertina. La identidad es futuro, es creatividad, es proyección, es vida proyectiva, generadora de más vida.
Esas claves me resuenan profundamente en esta mañana de Pascua, momento de la mayor muestra de identidad del cristianismo, que es el principal motor de la identidad española y europea.
La Resurrección de Jesucristo es la experiencia de la vida y de la salvación que Dios quiere para la humanidad, de la esperanza sobre todo dolor y sobre toda injusticia. El encuentro con el Resucitado de la Pascua, como a los apóstoles y a María Magdalena -la primera predicadora de la Resurrección como nos cuenta el pasaje del Evangelio de San Juan que hoy se lee en la liturgia católica-, nos abre los ojos para ver la realidad de la existencia desde otra perspectiva, es capaz de transformar nuestra manera de mirar y ver, nuestra manera de estar, nuestra manera de vivir. La Pascua tiene en verdad la capacidad de transformar nuestra vida, como nos narra la lectura de los Hechos de los Apóstoles que sucedió con ellos, sacándonos de lo conocido, de nuestra vida tal cual la conocíamos, para lanzarnos sin miedo a transformar nuestro mundo.
Pero esa experiencia no es algo que simplemente se ve, y además no es algo que solamente sea puntual, momentáneo y fugaz. En ningún momento del evangelio de esta mañana se dice que vieran al resucitado, lo que dice es que al ver las vendas y el sudario, creyeron… y es que la experiencia del Resucitado es algo que nace de los ojos de la Fe, de quien ha dado su confianza a una persona y una comunidad, es una experiencia de otro orden al puramente físico y sensorial.
Frente a los fuegos artificiales que tanto se prodigan en este mundo tecnológico de inmediateces y reflejos de vanidades, la luz de la Pascua es bastante más difícil de descubrir. No atruena, no deslumbra, no es un espectáculo de miles de personas, es más bien algo sencillo, algo que se da en lo pequeño, algo sutil marcado por indicios y detalles, pero que no se impone a nadie. Requiere, más bien, el estar abierto, dispuesto, en búsqueda, a la espera. Confiados en que siempre se puede vivir más de verdad.
Es una lógica distinta a la del mundo ordinario la que domina en la experiencia de la Pascua. Es una lógica de confianza, de amor, de sentido, de experiencia, de urgencia también. Es aquí y es ahora el momento a aprovechar. Pese a la crisis y las amenazas a la libertad, pese a tantos monstruos que se quieren alzar para transformar nuestras vidas en pseudo-vidas a merced de ideologías caducas, la experiencia de la Resurrección es una fuerza nueva que traspasa nuestras vidas abriéndolas a las infinitas posibilidades de hacer que toda tenga sentido de nuevo. En cada morir para tener una vida más vida -para nosotros, pero especialmente para los demás-, se hace presente el Dios de la vida que resucitó a Jesucristo. En cada uno de esos momentos estamos haciendo presente la Pascua, el paso del Señor, la Resurrección de Jesucristo.
La experiencia de la Resurrección tiene su recorrido en el tiempo, siendo capaz de cambiar y transformar vidas, siendo capaz de traernos a nosotros nuestra propia Resurrección. Igual que en cierta manera, en la cruz de Cristo estamos todos crucificados, en la Resurrección de Jesucristo, de algún modo, resucitamos todos.
Rememorar –como hemos hecho estos días de Semana Santa- la pasión, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret, el Cristo, significa vincularnos con el origen de nuestra fe, con el origen de nuestra identidad, un origen que aun cargado de símbolos y relecturas, no es mítico ni fuera del tiempo. Un origen que siendo concreto e histórico continúa interpelándonos hoy. Rememoramos, actualizamos un momento y un tiempo histórico real, una presencia histórica real y concreta que vivió unos acontecimientos concretos y reales, que se prolongan en la historia como ondas en un lago que nunca se agotan. Que continúan hoy mostrándonos quién era Jesús, y quién podemos ser nosotros, que vuelve a activar nuestra identidad.
Desde la fe sabemos que los acontecimientos que hemos celebrado en este Triduo Pascual que comenzaba el Jueves Santo y concluye hoy Domingo de Resurrección, tienen un valor eterno, pues era el mismo Hijo de Dios, que había entrado en la historia, el que se entregaba y el que muriendo por nosotros, resucitaba. Aquellos acontecimientos trascienden el mismo tiempo para recorrer la historia humana que fue, que es y que será, pero con su origen en un determinado momento real e histórico que precipitó los acontecimientos de la salvación de la humanidad. Esa salvación –con el punto central en esta mañana de Pascua- es la que recorre la historia con aquel origen concreto, que nos trajo la enseñanza de cómo hacer vida de esa salvación.
Liberar y salvar suenan en nuestro mundo como si estuviésemos ante un inminente peligro de catástrofe, de naufragio, de incendio o de algo así. Pero la realidad es a la vez más prosaica y más profunda. Liberar, salvar, plenificar llevan parejos quitar lo que estorba a la persona en su camino de vida -el pecado-, pero es mucho más. La liberación, la salvación que nos brinda la entrega del Nazareno no es exclusivamente la del pecado y la condenación, como Lutero pudo entender, como quizás en la historia se ha hecho más hincapié, aunque desde luego pase por sanar todo lo roto y enfermo. Liberarnos es de todo lo que no nos deja crecer, desarrollarnos, humanizarnos. Liberarnos del miedo, de la muerte, del sinsentido. Salvarnos es ofrecernos la posibilidad de lograr ser la mejor versión de nosotros mismos, de modo personal y de modo social, la posibilidad de convertirnos en el sueño que Dios tiene para cada uno de nosotros y para cada una de nuestras comunidades, la posibilidad de que nuestra vida, se llene realmente de vida. De forma personal y de forma comunitaria pues reafirma nuestra identidad profunda. La salvación pasa por la identidad en esa comprensión de energía y fortaleza para hacer todo de otro modo.
La forma de plenificarnos, de alcanzar la salvación que nos ofrece Jesús, pasa por hacer de nuestra vida una entrega como la de Jesucristo. Hay una clave, decíamos antes, eterna y mistérica de la salvación en la entrega de Jesús por nosotros, que en esta Resurrección tomó forma definitiva tras una vida de entrega, que nos habla de cómo crecer en el camino de la salvación, de cómo hacer de nuestra vida una experiencia llena de sentido y contenido: sanando, limpiando, liberando, entregándonos nosotros mismos a los demás, como Jesús mismo hizo, incluso hasta la muerte para alcanzar la Resurrección.
Es imposible que el sinsentido termine venciendo, Dios es un Dios de vivos, no de muertos. Nos es humanamente inconcebible que todo acabe con la muerte y el fracaso… pero aun así, la evidencia del momento y del tiempo concreto tienen su peso y su dolor. Es necesario vivir la muerte, el sufrimiento, la crisis, la amenaza, en el misterio profundo de la experiencia de la Pascua, para que la vida se imponga, para que el amor se cumpla, para que la plenitud y la salvación lleguen. Sólo quien vive en fidelidad podrá sobreponerse a la muerte y el ataque, sólo el que vive de fe y de esperanza alcanzará las promesas de vida, sólo quien entrega su vida por amor recuperará su vida, sólo tras pasar por el misterio de la muerte y la Cruz, Dios devuelve la vida Jesús, y una vida inimaginable antes, la vida plena de la Resurrección. El amor ha de ser, por fuerza, mucho más fuerte que la muerte.
Y, de nuevo en esa clave mistérica, esa identidad profunda es la que nos construye y nos posibilita. Aceptar el tiempo para sobreponerse al tiempo. Aceptar la crisis para vencer a la crisis. La que tenemos, y la que vendrá. La experiencia de quedar abandonados y huérfanos, la experiencia del dolor, del sinsentido, del fracaso, del sufrimiento, de la muerte acompañan en algún momento toda vida humana. La muerte es la única certeza que tenemos los seres humanos sobre nuestra vida. No sabemos al nacer qué seremos, qué haremos ni cómo será nuestro tiempo en este mundo…salvo que lo dejaremos. Nosotros y todos los que queremos y nos quieren. No querer mirar esa única certeza es uno de los tabúes de nuestro mundo, que se empeña en engañarse imaginando su vida como un camino de alegrías perpetuas, sin querer ver esa sombra certera que sobrevuela siempre nuestra existencia. Y no solamente nuestra muerte física y última, sino cada una de esas muertes que aparecen en nuestra vida en forma de fracasos, de malas elecciones, de errores, de sufrimientos recibidos y provocados, de pecados cometidos, de heridas y traiciones dadas y recibidas. La muerte como realidad humana que nos acompaña a cada vuelta del camino de la vida.
Pero solo quien abraza a la muerte puede vencerla. Ignorarla, como por regla general hacemos, nos hace vivir menos, con menos realidad, con menos densidad, con menos intensidad. No se trata, tampoco caigamos en extremos, en vivir en un perpetuo memento mori, pero si se trata de no ignorar que el sufrimiento es parte de la vida humana. No se trata de buscar y perseguir el dolor, como quizás una falsa espiritualidad histórica propuso en algún momento, pero si se trata de que cuando llegue, y siempre llega, sepamos afrontarlo, sostenerlo, aceptarlo, acogerlo, integrarlo… para que sobre él, con él, crezcamos a más vida, a más humanidad, a más compasión. Solo muriendo, se puede resucitar.
Mirar la cruz del Señor, asistir al drama de su muerte, hasta ser depositado un cadáver destrozado y torturado en un sepulcro nuevo, no es simplemente contemplar una historia lejana en el tiempo, es atisbar en ese misterio insondable, algo en lo que de algún modo se pone en juego toda nuestra existencia. Con Cristo estamos crucificados todos y cada uno de nosotros, en la Pasión de Jesús estamos todos, pero especialmente somos capaces de ver con Él a todos los torturados y muertos injustamente de la historia, los asesinados, los marginados, los que no cuentan, los que nos muestran el sinsentido de la injusticia y del mal en nuestro mundo, los que caen bajo el peso de las cruces innumerables de las ideologías o de las decisiones políticas, económicas y sociales, los arrollados por las mareas de los intereses egoístas, de las cobardías en las decisiones, del mirar a otro lado, del anteponer el yo, del renunciar al amor.
Esa es la clave última que nos permite abordar ese misterio de silencio, dolor, sufrimiento y muerte de la Cruz de Jesús, el misterio del silencio, el dolor, el sufrimiento y la muerte de los condenados injustamente de la historia, el misterio del silencio, el dolor, el sufrimiento y la muerte cotidiana de cada uno de nosotros: que el amor es más fuerte que todo eso. La entrega de la vida por amor que hace Jesús, sin saber, sin buscar recompensa ninguna, aceptándola y asumiéndola como consecuencia de una vida entregada, es una puerta abierta a cómo acoger nuestras propias muertes, en la confianza del amor, en la fe de que Dios no nos deja nunca, en la esperanza de tener más vida, aunque sólo nos sostenga en esa esperanza un crucificado, en la esperanza de que Dios nos ama mucho más de lo que merecemos, de que Él ama, aunque nosotros no sepamos amar. La cruz, la entrega de Jesús hasta su muerte, es el silencioso grito de amor que lanza Dios a la humanidad, es la promesa de salvación que subyace a su muerte y que esta mañana con la Celebración de la Resurrección contemplamos en todo su gozo y su gloria. El precio de la salvación, es asumir y aceptar la entrega y el dolor por amor, es acoger el inmenso don del amor de Dios.
En la cruz, en la muerte del Señor está nuestra salvación, es sumergirnos en el misterio de acoger las muertes y los sufrimientos como peldaños de nuestro crecimiento humano. La salvación -además de esa experiencia de encuentro último con la vida que no se agota nunca más allá de tiempo y la historia, tras la muerte y el final de cuanto existe, tras nuestra muerte en este mundo- tiene que ver también con nuestro tiempo en este mundo, y nos apunta a la dimensión de plenificarnos, de desarrollarnos en todas nuestras posibles capacidades, de ir transformándonos para ser quien Dios ha soñado que seamos, para tener vida de verdad y vida en abundancia, una vida de amor sobre todas las cosas, para eso vino Dios al mundo nos dice el evangelio de Juan. La salvación como el proceso de crecimiento del ser humano, lleva siempre aparejado el diálogo con la muerte y el sufrimiento cotidiano. Qué hagamos con ese dolor, con la muerte, será la clave que nos permita resucitar, acoger la muerte como parte del proceso de la salvación, integrar la experiencia del dolor en nuestra vida, es lo que nos abre la puerta a una vida más vida, y eso solo es posible mirando al crucificado que entrega su vida por amor. Solo el amor de la entrega, da sentido al dolor, la muerte y la cruz.
Porque es la única manera de volver a la vida, de reafirmar la verdadera identidad profunda del ser humano, la de que estamos hechos para la vida y la vida en abundancia.
Y eso es precisamente la clave de la Mañana de Pascua.
Identidad. Vida. Esperanza.
El centro profundo de quien somos y quien estamos llamados a ser.