En estos días de polémica, generada por la próxima ley educativa, ya conocida como ley Celaá, las conexiones y relaciones entre la Educación, o el sistema educativo, y la Nación política (hay quien se limita a hablar de la democracia, o como mucho de la democracia española) se han removido de nuevo. Son muchísimos los aspectos que de esta ley pueden criticarse y que se han criticado: eliminar el español –que no el castellano– como lengua vehicular, esto es, común, para todos los españoles que reciben su derecho a la docencia; los aspectos referentes a colegios de educación especial y colegios concertados; la posibilidad de pasar de cursos y recibir el título académico sin necesidad de haber aprendido siquiera a escribir… Aunque, en realidad, esta ley no viene más que a dar la puntilla, en su imparable progreso, a lo que ya hemos podido ver desde hace décadas.
Pero no es de aspectos criticables de la ley Celaá de lo que queremos hablar, brevemente, en este artículo. Lo que vamos a señalar es más concreto, aunque no por ello menos importante ni menos trascendental, a saber: la importancia de una educación filosófica para una democracia. Una democracia –ya hemos tratado en estas páginas de esta idea, de modo que no profundizaremos mucho– ha de contar con unos mecanismos de elección de gobernantes que se basan en el voto libre de los ciudadanos soberanos. En unas democracias los plazos de voto serán mayores o menores, los mecanismos de voto serán unos u otros, y los ciudadanos que votan podrán ser de mayor o menor número. Pero la elección libre mediante el voto es uno de los aspectos tecnológicos –no ya sólo ideológicos– definitorios de una democracia (en toda institución podemos distinguir unos momentos tecnológicos y otros nematológicos). De modo que podremos decir que una democracia es más libre que otra (u otras) en la medida en que los electores tengan una mayor capacidad de elección que otras. Porque el grado de libertad democrática no se puede medir en función de una idea perfecta de democracia que queramos construir, por más que nos empeñemos, sino en función del resto de democracias existentes.
De ahí se sigue que para que una democracia tenga un mínimo de funcionamiento y recursividad, una mínima fortaleza y capacidad de continuar en el tiempo, requiere de distintas opciones políticas –al menos dos– a elegir por parte de los electores. Y requiere a su vez, por tanto, de electores libres, estando parte de libertad de los mismos en que existan varias opciones a elegir, igual que sucede en el mercado económico de bienes, servicios, activos y capitales. Pero para poder elegir entre las opciones disponibles los ciudadanos deben tener unos criterios mínimos que le permitan discriminar cuál es la mejor de las opciones disponibles. Es decir, los ciudadanos, o al menos un número suficiente de ellos, deben contar con unos conocimientos que les permitan saber en qué situación económica, política, geopolítica, social… se encuentra su Estado, su Nación política y, por tanto, su democracia. Y es en función de esos conocimientos, y de los criterios de discriminación o juicio que esos conocimientos proporcionan, como estos ciudadanos pueden juzgar si los planes y programas que las diferentes opciones políticas proponen son mejores o peores –incluso al margen de que, por las vicisitudes políticas, esos planes y programas se puedan realizar o no–.
Aquí la filosofía, o la educación filosófica, tiene un papel de gran importancia. Porque una de las tareas básicas de la filosofía es ayudar –y decimos ayudar porque otras disciplinas también ayudan–, en una sociedad democrática, a formar ciudadanos libres. Por un lado porque, bien enseñada, enseña a los alumnos, futuros ciudadanos electores, los rudimentos básicos de razonamiento –por ejemplo enseñando lógica proposicional o lógica de clases–. Por otro porque, bien enseñada, enseña a los futuros electores el origen e historia de muchas de las ideas filosóficas presentes en una democracia –la idea de persona, la idea de Estado, de sociedad, de derecho, de democracia, de libertad, de poder, de igualdad, de justicia, etc.– y que la atraviesan de parte a parte. Y por otro porque, si está bien enseñada, enseña, a través de los diferentes sistemas filosóficos y su ejercicio, cómo esas ideas están en constante dialéctica, por lo que es esencial ser capaz de discriminarlas y entender cómo se modulan, se entretejen y cómo no. Es más, diremos que quizá no haya sitio mejor que los colegios e institutos para la educación filosófica. Porque esta disciplina es una disciplina de segundo grado: no se puede filosofar en el vacío o por lumínicas intuiciones. La filosofía es un saber que requiere de saberes y prácticas previas (como los que proporciona la música, la física, la lingüística, la biología, la historia, la matemática o la religión). Saberes con los que se instruye, de mejor o peor manera, en los centros educativos de primaria y secundaria a los futuros electores. De ahí que el intento en una democracia –no entramos ahora en otro tipo de regímenes– de minimizar, anular o desplazar a la filosofía en el sistema educativo, como hemos visto desde hace años en España, da pistas de las derivas que dicha democracia está adoptando.
Un modo de conseguir esto es desprestigiando a la disciplina misma: ¿Filosofía, y eso pa’ qué sirve? Aunque sucede en otros saberes: ¿Integrales, y para qué voy a usar yo esto en mi vida?; ¿Y para qué me sirve a mí saber la estructura de una célula? Es decir, mediante un supuesto pragmatismo vital de corte subjetivista –sólo requiero conocimientos que me sirvan «para mi vida», cuyo desarrollo ya se supone que conozco–, se desprestigian conocimientos a los que se ha despojado de todo valor –otra idea filosófica– práctico o vital.
Orto modo consiste en vaciar a la disciplina de sus contenidos determinantes. Por ejemplo convirtiendo a los profesores en meros expositores, en meros cronistas o en meros lectores de diapositivas –conversión que puede llevar a los propios profesores a pensar en la superfluidad de lo que enseñan–. Esto en filosofía se consigue reduciendo la historia filosófica de la filosofía –que, como hemos comentando antes, enseña la dialéctica polémica entre ideas y sistemas filosóficos– a la historia filológica de la filosofía; reduciendo lo filosófico a lo filológico. Y la reducción de lo filosófico a lo filológico, esto es, la reducción del filósofo o del profesor de filosofía a un simple conocedor y expositor «de lo que dijo» Platón, Suárez o Espinosa, es un modo de desactivar el corrosivo papel de la filosofía. Ese saber de segundo grado triturador de mitos pasados y presentes.
Mitos que no por democrática dejan de estar presentes en nuestra sociedad; hasta podríamos decir que han experimentado un crecimiento exponencial pocas veces antes visto. Pero su condición de mitos –discursos los llaman algunos– no les resta un ápice de capacidad de influencia sobre los ciudadanos electores. Hasta tal punto que son capaces de obnubilar los juicios y condicionar los votos en una dirección u otra.
Por tanto, dado todo lo expuesto, ¿no podríamos decir que una adecuada educación filosófica sería capaz de proporcionar elementos de juicio a los electores que lograran minimizar el impacto y condicionamiento de estos mitos hábilmente vertidos por las diferentes opciones políticas? Y si esto es así, ¿no podríamos llegar a pensar que si no se ofrece una educación adecuada, tanto en filosofía como en otras disciplinas, es porque permite a dichas opciones políticas una mayor capacidad de influencia sobre los electores? Es más, ¿no podría llegar a suceder que una democracia en esas condiciones llegue a corromperse de tal modo que comprometa su propia recursividad, es decir que si eliminásemos la capacidad de elección libre eliminásemos su carácter de democracia, siendo ya otra cosa, pero no democracia? ¿No podríamos decir que en esas condiciones la libertad –libertad democrática, si se quiere– de los ciudadanos electores queda muy reducida, si no anulada? ¿No deberíamos entonces de dejar de hablar de ciudadanos y empezar a habar de súbditos?