El abuelo del jefe Gerónimo, Mahko, a su vez jefe de la apachería de Río Gila —Arizona—, recibió el bautismo católico en 1756, de las santas manos del dominico don Froilán Pérez del Prado. Además de parroquia, este varón consagrado a la iglesia había abierto escuela y almacén de sobrevivencia en la apachería, una especie de mercado donde los naturales intercambiaban efectos por comida, por lo que no era infrecuente que por allí apareciesen algunos bienes de botín, rapiñados por los apaches del que entonces mantenía autoridad sobre los guerreros, otro jefe llamado Manuelito, de quien se cuenta que había abrazado el catolicismo porque en uno de sus viajes espirituales, guiado por el peyote, se le había aparecido Jesucristo y le había prometido que mientras mantuviesen su fe en la santísima trinidad los apaches no se extinguirían como pueblo.
Rigurosamente cierto, todos esos indios apaches que ustedes ven en las películas de Hollywood, tan salvajes y despiadados, en tiempos fueron españoles y casi siempre fueron católicos. También es cierto que sus usos culturales integraban la fe católica con ancestros doctrinales animistas, compartidos por la mayoría de las tribus aborígenes del norte continental americano. Tal sincretismo —como se indica, más cultural que religioso—, se ha mantenido a lo largo de los siglos en casi todos los países que antaño fueron territorio de la corona española, de modo que es corriente encontrar devoción católica aglomerada con esas creencias en cualquiera de aquellos países salvo en Argentina, donde la convicción religiosa se entremezcla con la fe inquebrantable en el psicoanálisis. El mismo Gerónimo, que siempre llevó un pequeño crucifijo de madera colgado al cuello, creía asimismo en los espíritus que gobernaban la tierra, el agua, el aire y —curiosidad cuántica— el tiempo. De él se dice, y debe de ser verdad, que era aficionado a los cánticos de misa y que tenía muy buena voz cuando entonaba el Tantum Ergo.
Este último detalle no es de extrañar porque sí sabemos que su abuelo Mahko había aprendido en la iglesia del padre Froilán las canciones litúrgicas, todas enunciadas en latín, y tampoco se le daban mal, ni a él ni a sus vecinos en el poblado apache.
De esta propensión de los indios al canto religioso primorosamente ejecutado nos dejó ameno testimonio el novelista escocés Robert Louis Stevenson, en sus dos libros sobre la larga estancia en América que compartió con su flamante esposa Fanny Osbourne: The Silverado Squatters y The Amateur Emigrant, ambas escritas entre 1880 y 1881. También expuso su admiración por esta particularidad en sendas cartas dirigidas a su editor de Londres —de las que hizo copias para su padre, el adusto abogado y empresario Thomas Stevenson—, tituladas Dos cartas sobre el impacto de una misa y un elogio a España. En dichos textos, Stevenson afirma: « Escuché a los viejos indios cantar la misa… Fue una experiencia nueva y una audición que bien mereció la pena. Era como escuchar una voz del pasado. Cantaron por tradición, según las enseñanzas de los primeros misioneros… Paz y bien sobre la tierra y a todos los hombres, parecían decirme sus notas. Y a mí, un bárbaro que por todas partes oye pestes sobre la raza india, escuchar a los indios carmelitas cantar sus palabras latinas con tan buena pronunciación, y sus cánticos con tanta familiaridad y fervor, me sugirieron nuevas y agradables reflexiones».
Abundando en este asunto de la música sacra y su vinculación con las culturas aborígenes en América, el jesuita explorador Cristóbal de Mendoza, de la reducción de Esequiba —Tierra Sola—, argumenta en Memoria de la Entrada y Pacificación de Tierra Sola y sus puertos holandeses: «Pues sabe que la mayoría de esos que se dicen defensores de los indios no han visto jamás un indio ni han puesto un pie por estas tierras ni conocen nada de sus vidas, afanes y creencias y complicaciones, pues hablan como los loros sin saber lo que dicen». Enseguida se lamenta de la ignorancia de los europeos ilustrados sobre las condiciones en que vivían los indios antes de tomar contacto con los hombres de los barcos, las armas de hierro, los dogos venteadores y la cruz y la espada. Antes de la música, que es la armonía, para ellos el mundo era un lugar inhóspito, entre el desorden y el paroxismo, cruel como es cruel la vida para aquellos que sólo pueden encontrar consuelo en saberse a salvo y bien ocultos, pasar inadvertidos y no morir cazados por alguna fiera de las que merodean en lo siniestro de la fronda, o presos por quienes deseaban de ellos lo mismo que el jaguar, el caimán y el vampiro: devorarlos. Acostumbrados a los ruidos de la selva, a interpretarlos y temerles porque casi siempre auguraban desdichas como el merodeo del jaguar o el acoso de caníbales, para ellos el mundo de los sonidos era el imperio del terror. Sabían precaverse gracias a la alerta del oído, pero no imaginaban que el lenguaje acústico pudiera devenir en algo armonioso, dulce al espíritu y muy grato al tímpano primero, y después excelsitud para el alma.
Termina en resumen: «Creo que la música y las canciones sagradas y el fervor del rezo acompañado de las voces que invocan himnos al Altísimo les ganó el alma, les enseñó algo tan fundamental como que ellos, como todos los mortales, tenían alma».
Alfredo Durán de Boira, decimonónico historiador cántabro, publicó algunos artículos en 1897 y 1901 en los que sostenía que aparte de las alianzas con tribus aborígenes, aprovechamiento de las disputas entre ellos, casamientos de conveniencia y otras argucias diplomáticas, hubo otros elementos decisivos en la conquista de las posesiones americanas de la corona española, en apariencia secundarios pero en realidad incluso más importantes que las armas y la organización militar de las campañas posesorias: los perros y la música. Decía don Alfredo que los dogos españoles descubrieron más celadas y salvaron más vidas que todos los vigilantes de lanza, y que la música había convencido a más indios sobre la verdad de la fe católica que todas las predicaciones de todos los misioneros enviados por la Iglesia para acristianar el continente.
A todo esto, ya puestos en tiempos actuales, estas gente del buen rollo multicultural, de las ideas migratorias bondadosas, del «ningún ser humano es ilegal», de los brazos abiertos y las fronteras derribadas y las mujeres protegidas bajo el velo islámico, toda esa gente, ¿qué entenderá por diversidad? Sabemos que están convencidos de que todos hemos nacido antes de ayer y que ellos han sido los primeros en darse cuenta de que en el mundo, aparte de españoles y europeos, hay más razas, más culturas y más religiones. Han descubierto que la tierra es redonda y que cuando llueve, por lo general, llueve hacia abajo y encima moja. La ignorancia es muy mala y la osadía presuntuosa peor aún; lo peor. En fin y en resumen: ¿esta gente en qué mundo vive? ¿De verdad nos hablan en serio de la «diversidad»? ¿A los españoles, que llevamos cinco siglos y medio mezclándonos con todos los pueblos, todas las razas y todas las creencias? Con perdón por las preguntas retóricas. No es posible que cuatro décadas de engarrulamiento autonómico haya hecho olvidar a tanta gente, tan rápido, que la primera y más importante globalización de la historia hasta el presente fue emprendida por España en 1492, y que esa dinámica de la historia, como todos los movimientos fundacionales, aún no ha cesado. Ni cesará.
Olvidar la historia es algo tenebroso, pero olvidarnos a nosotros mismos es suicida además de estúpido. Hablar de música y globalización, hoy, nos hace pensar en el reggaetón y otras horripilancias. Y hablar de nosotros mismos, hoy mismo, significa recurrir a la clásica sentencia: «El español que no conoce América, no conoce España ni se conoce a sí mismo». Ni tiene idea de música y lo que la música ha significado en nuestra historia.
La semana que viene, más sobre el tema.