El tiempo y la forma de medirlo —con perdón por el oxímoron: si es tiempo, no se puede medir; si se puede medir, no es tiempo—, siempre ha conformado una sólida ficción secundaria muy útil, incluso necesaria, para organizar los mecanismos productivos en las sociedades civilizadas. La colectividad rural ancla sus actividades esenciales en torno a un concepción circular del tiempo, el retorno continuo de las estaciones que a su vez determina los lapsos organizados de trabajo: siembra, recolección, almacenaje y transporte, etc. La sociedad industrial insiste en vía distinta y actúa sobre una noción temporal lineal, de permanente avance —progreso— y crecimiento; ya saben: “time is gold”. El valor del tiempo resulta fundamental para los artefactos financieros que condicionan el valor de la producción tanto en su momento de manufactura como en instancia de mercado. Sin una definición exacta del factor/valor “tiempo”, la actividad industrial/mercantil caería en absoluto sinsentido.
Ese es el primer error inmenso —El Error—, que han cometido los arúspices de la nueva normalidad pandémica globalizada: suplantar la realidad de la actividad humana reglada conforme a la linealidad del tiempo por una ficción alternativa que sólo existe en las cabezas de los supuestos expertos, según la cual habría que ajustar esa misma realidad temporal y, evidentemente, sus resultados, a una nueva percepción del factor tiempo: el salto a intervalos entre lo posible y lo deseable, constriñendo todo el sistema bajo el denominador inapelable de la salud. Este imposible nos enfrenta y nos pone cara a cara ante otra evidencia desoladora: nuestros dirigentes políticos no operan sobre la facticidad real sino sobre una noción anhelada de lo real que nunca ha tenido la menor consistencia ontológica, es decir: nunca fue ni será.
Por supuesto, no postulo que la eficiencia de nuestros dirigentes habría exigido que afrontaran la epidemia sin intervenir en la movilidad de las personas. Pero sí mantengo la inutilidad de suspender de raíz toda actividad económica, pues lo actos humanos, la evolución cotidiana de una sociedad y el avance o retroceso de la misma no puede manipularse y controlarse conforme a unas “fases” definidas por el criterio más o menos acertado de la autoridad sanitaria desbordada por una crisis sin precedentes. El empresario Fernando del Pino Calvo Sotelo lo expone muy didácticamente en su artículo “El confinamiento como experimento totalitario”, donde, entre otros aportes, afirma: “la economía se parece más a un sistema biológico que a una máquina, por lo que la privación brutal de actividad puede asimilarse a la anoxia, la falta casi total de oxígeno que conduce rápidamente a un deterioro orgánico irreversible”.
No cabe apelar al mantra incuestionado de nuestro gobierno, sostenido con cerrazón por el arco izquierdista y sedicentemente “progresista” de la opinión pública, según el cual “lo importante es salvar vidas”, colocando a la actividad económica, y no sólo la económica sino a toda actividad humana, en un segundo plano. Lo importante es lo importante, cierto; pero otros países mucho más expuestos que el nuestro a la pandemia y con un sistema de sanidad mucho menos robusto —aunque sin duda mejor articulado—, no han adoptado la medida drástica del confinamiento absoluto, no han suplantado la necesidad de “hacer” por el imperativo de no enfermar, y sus resultados han sido muchísimo menos dañinos que el nuestro; ni en número de casos, ni en defunciones ni en sanitarios contagiados tenemos nada que enseñarles, más bien al contrario: callar y aprender de quienes, mejor o peor, han sabido hacerlo.
Hace 58 días, el responsable israelí de combatir la pandemia —estoy poniendo un ejemplo—, expuso con rotundidad y, desde mi punto de vista, extrema lucidez, el meollo de la cuestión: aislar a los sectores vulnerables, es decir, los ancianos, y separar radicalmente a los ancianos de los niños. Al día de hoy, 15 de mayo, Israel ha sufrido 16.597 casos de contagio, con una tasa de mortandad de 2,98 fallecidos por cada 100.000 habitantes. España, como sabemos y con 58,38 muertos por 100.000, lidera el macabro ranking mundial. Los Estados Unidos, país con más defunciones del planeta, tiene una tasa de mortalidad de 26,3. No llega a la mitad de lo sufrido en España.
Los datos no pueden ser más reveladores. Hay dos maneras tradicionales de gestionar un problema: desde la realidad o desde el deseo, el bien anhelado. Cabe una tercera mucho peor: la ideología. Para desgracia de nuestra sociedad, sus actuales dirigentes se dividen en dos grupos: el de los más prudentes que manejan la situación conforme quisieran que fuesen las cosas y el de los fanáticos que contemplan el panorama desde la estupidez de sus creencias redentoras, anclajes doctrinarios en los que, naturalmente, la vida humana vale lo mismo que una paletada de carbón a la locomotora de la historia.
¿Cuántas muertes se habrían evitado, cuántas vidas salvado si la dirigencia sanitaria y política no se hubiera empeñado en establecer una ficción bondadosa sobre el tiempo y el hacer humano en la pandemia en vez de actuar sobre la dimensión inevitable de lo real? Aquí ya entramos en el terreno de las suposiciones, pero una respuesta se puede aventurar: peor de cómo nos ha ido y nos está yendo, imposible.