En materia de pluralismo, diálogo y respeto a las diferencias, conviene siempre distinguir entre el justo principio de la laicidad y su miserable desviación que es el laicismo. El primero reivindica la primacía del Estado sobre la religión, reconociendo a todo ciudadano la libertad de culto. El segundo, en cambio, coincide con la pretensión de desimbolización integral, o sea con la cancelación de todo espacio de lo sagrado. El principio de la laicidad respeta la presencia de lo sagrado y de la religión, distinguiéndolos del espacio de lo profano y pidiendo que, a su vez, este último sea respetado en su alteridad respecto a lo religioso. El principio del laicismo, que es perversión infame de la laicidad como el fundamentalismo lo es de la religión, pretende por el contrario la profanación universal, esto es la cancelación de los espacios de lo sagrado y de lo trascendente, liquidados en bloque como fanáticos e intolerantes, dogmáticos y no a la altura de la “ciudad secular”.
Religión y laicidad pueden y deben actuar conjuntamente, reconociendo y respetando cada uno las razones y las regiones de la otra parte. El laicismo es, sin embargo, una variante del fundamentalismo religioso, del que se plantea, precisamente, como la variante atea pero no menos dogmática, fanática e intolerante. Es, por así decirlo, el fundamentalismo específico de una civilización que no cree en nada y que hace del propio ateísmo de la indiferencia un dogma sectario e intransigente, que absolutiza la inmanencia y destrascendentaliza lo real.
Desde una perspectiva diferente, el laicismo, que es otro nombre para el ateísmo más desaforado, coincide con el fundamentalismo religioso del tiempo nihilista propio del sistema tecnocapitalista y de su tendencia a esa divinización del mundo que es coesencial a su mercadización integral. Por este motivo, siguiendo un clásico exemplum de la batalla falsamente emancipadora que el orden dominante promueve como único y total panorama, cuantos luchan en nombre del laicismo contra el Crucifijo y contra todos los demás símbolos de la religión, lideran una batalla que coincide con la emprendida con éxito por el nihilismo de la civilización de consumo y por su homogeneización del espacio bajo el signo de la forma mercancía.
Según la interpretación de Ratzinger, “el laicismo es una ideología” de complemento de la civilización tecnonihilista: más explícitamente, “el laicismo no es aquel elemento de neutralidad, que abre espacios de libertad para todos. Comienza a transformarse en una ideología que se impone a través de la política y no concede espacio público a la visión católica y cristiana”, pretendiendo el vaciamiento relativista de todo espacio público. Por esto, nuevamente con las palabras de Ratzinger, “podemos aceptar la laicidad, bien entendida. Pero somos contrarios a un laicismo ideológico que amenaza con encerrar a la Iglesia en un gueto de subjetividad” y con imponer un vaciado del sentido de lo sagrado y de la ética únicamente funcional al absolutismo fundamentalista de la mercancía y de su relativismo. “La laicidad justa – escribe Ratzinger – es la libertad de religión”, por consiguiente una cosa totalmente distinta respecto al fundamentalismo laicista que aspira a aniquilar toda religión. En nombre del dogmatismo laicista, “la fe es tolerada como opinión privada, pero de tal modo que no sea tolerada en última instancia en su esencia”. Por ello, a decir de Ratzinger, el cristianismo no puede aceptar el laicismo, porque eso equivaldría a aceptar la propia extinción: “la fe no busca el conflicto, busca un espacio de libertad y de tolerancia recíproca. Pero no puede tampoco aceptar formulaciones que se propongan estandarizarla y volverla compatible con la modernidad”.
Muleta de la nueva izquierda fucsia y arcoíris, reconvertida desde la causa del trabajo a la causa del capital y su orden planetarizado, la armada Brancaleone de los capita insanabilia (cabezas incurables) laicistas lucha hoy contra la religión de la trascendencia y, a la vez, nada tiene que objetar respecto al nuevo monoteísmo hiperinmanentista del mercado y respecto a la sociedad patológica sobre la que se funda: una sociedad en la que es exhibida hipertróficamente la esfera sexual y es escondida con vergüenza la religiosa; en la que los símbolos de lo sagrado son cancelados y se deja espacio solamente para los símbolos de la mercancía y de la moda. También en este sentido, el mito regresivo del Progreso se eleva a nueva religión del nuevo tiempo desacralizado: en la era del tecnocapitalismo el Progreso no significa otra cosa que el mero desarrollo técnico, la simple potenciación del aparato de la producción y de la eficiencia desemancipatoria de los mercados; o por decirlo con Pasolini, la “mecánica e irreversible destrucción de valores”. La expansión del fundamentalismo laicista indica, como ha señalado Ratzinger, que el ateísmo “empieza a ser el dogma público fundamental”.
Al cuestionar todos los Absolutos distintos del inmanente de la producción capitalista, que de hecho es jaleado y alabado como la fuente primaria de toda racionalidad política y social, la «armada Brancaleone» del laicismo integrista se presenta como el complemento ideológico ideal del fanatismo económico, en el que “The Economist” se convierte en “L´Osservatore Romano” de la globalización capitalista y las leyes inescrutables del Dios monoteísta devienen las inflexibles leyes del mercado cosmopolitizado. Se trata de la metamorfosis kafkiana de la Izquierda en Occidente, que la ha llevado desde el rojo de la revolución moderna al fucsia del capricho posmoderno, desde la hoz y el martillo del trabajo al arcoíris droit-de´l´hommiste e, incluso, desde la lucha contra el imperialismo hasta su abierta defensa, como ya hemos explicado por extenso en otras ocasiones. El cumplimiento de esta parábola metamórfica parece registrarse en el abandono de Marx, como punto de referencia de la revolución comunista, en favor de Darwin, asumido como el nuevo paladín del cientifismo ateo en el que la new left liberal y posmoderna se identifica, desempeñando también en este aspecto el papel de guardiana del nuevo orden global-capitalista. Darwin ha sido deformado por el orden del discurso de la nueva Izquierda de manera caricaturesca y, a ratos, esperpéntica, hasta convertirlo en la efigie de la legitimación científica del ateísmo como nueva figura central del progresismo liberal y de su lucha unívoca por el progreso del tecnocapital.
Por cierto, ya había advertido el Gramsci de los Cuadernos de la cárcel que, en el régimen del capitalismo avanzado, la Iglesia y, en general, la religión ya no serían más «potencia ideológica mundial», sino sólo «fuerza subalterna». Por su parte, Pasolini añadía que esa «subalternidad», en sentido gramsciano, había sido redefinida entretanto, con la epifanía de la civilización de consumo, como oposición y como inconciliabilidad entre capital y religión, entre trascendencia sagrada e inmanencia mercadoforme. Las actuales izquierda fucsias liberales, antigramscianas y antipasolinianas, al final han elegido apoyar plenamente y sin reservas las razones del fundamentalismo laico afín al nuevo espíritu del capitalismo. En el contexto del choque entre sacralidad y cosificación se han posicionado, de hecho, del lado de la segunda. Precisamente en esto, mediante un iluminismo al servicio del oscurantismo, el laicismo progresista de la Nueva Izquierda liberal revela su naturaleza de fundamentalismo ilustrado vaciado de su noble función emancipadora y reducido a simple función expresiva del bloque oligárquico neoliberal y de sus luchas ultracapitalistas contra toda divinidad no coincidente con el mercado.
La lucha contra la religión, que en la época del capitalismo dialéctico también podía expresar en parte una instancia progresista de crítica a la sociedad del Antiguo Régimen (religiosamente fundada como expresión del orden divino, dada la «estrechísima conexión entre devoción y orden social»), se reconfirma como figura quintaesencialmente adaptativa y orgánica al bloque dominante, en el marco del nuevo espíritu del capitalismo absoluto-totalitario y de sus prácticas de desacralización integral del mundo de la vida. La batalla que el laicismo libra hoy contra la religión no tiene como objetivo, en última instancia, producir la emancipación del hombre, sino más bien el progreso tecnocientífico, la marcha triunfal del nuevo orden mercadista. Para los corifeos del laicismo como nuevo fundamentalismo del capital, la sumisión a la superstición religiosa debe ser deconstruida, de modo que dominen incontestables la superstición y la sumisión sub specie oeconomica. No quieren entender o, en todo caso, no aciertan a comprender cómo hoy la mayor superstición y el máximo fanatismo son los ligados al mundo de la mercadización integral y al credo quia absurdum de la racionalidad absoluta de los mercados, de los que acaban siendo apologetas, queriéndolo o no, en el acto mismo con el que dirigen las «armas de la crítica» contra la religión de la trascendencia pero nunca contra el orden de la alienación planetaria.
Para la tan variada como pintoresca «armada Brancaleone» del fundamentalismo laicista y del progresismo neoliberal, en virtud de los cuales -como ha subrayado Ratzinger– «ya no se tolera que la Iglesia Católica pueda expresarse sobre su propia identidad y su propia fe», la obediencia debe quedar reservada únicamente para la economía, para los «desafíos de la globalización», para el inapelable juicio del mercado, para el vínculo de la deuda y para el despotismo de las agencias de rating. En esto reside el carácter del hoy triunfante «ateísmo religioso» de la armada Brancaleone del laicismo. Se trata de una forma de ateísmo intrínsecamente religiosa, ante todo porque transforma la inexistencia de Dios en artículo de una fe que a menudo adquiere carácter de integrismo y provoca que el laicismo, que aspiraba a ser la antítesis de la religión, se transforme dialécticamente en una nueva forma de fundamentalismo intolerante. El ateísmo hodierno es simple fe en el mundo de los mercados, por lo tanto fe en la nada y corolario inevitable del nihilismo.
Con la gramática de la Fenomenología del Espíritu, Ilustración (Aufklärung) y Fe -aparentemente opuestas- resultan en realidad secretamente complementarias: la una se invierte en la otra, ya que ambas tienen en común la fe en lo separado, en el Objeto pensado como presencia dada a la que el Sujeto está llamado a adaptarse, ya sea el Dios de los cielos o la raison como être suprême o, en el tiempo presente, el Mercado como objetividad sacralizada por sí misma. La única diferencia -explica Hegel– consiste en que la Ilustración existe principalmente como satisfecha de sí y sin «conciencia infeliz«, allí donde «la Fe es Ilustración insatisfecha” (unbefriedigte Aufklärung). La Ilustración rechaza la fe, y la fe rechaza la Ilustración: cada uno niega la altera pars y, por tanto, ignora la propia identidad con el rechazado.
El laicismo es, pues, una forma de ateísmo religioso o, si se prefiere, de fundamentalismo ateo liberal-nihilista, también a causa del hecho de que opera ideológicamente en el sentido de una deslegitimación del Dios tradicional, lo que se revela funcional a la santificación del monoteísmo del mercado como única perspectiva teológica permitida. Por esta razón, la crítica de la teología económica debe hoy contener en su interior paralelamente una crítica del ateísmo religioso como su función expresiva fundamental. La religión del libre mercado y del sistema tecnocientífico se rige, por tanto, sobre una particular figura religiosa, que se reconoce en el fundamentalismo laicista.
El ateísmo materialista de algunos ilustrados franceses, como La Mettrie o d´Holbach, era intrínsecamente dialéctico, puesto que, por un lado, ya legitimaba el nuevo espíritu del capitalismo y de su reducción de los seres a materia desespiritualizada y calculable; y, por otro, al celebrar “el día en el que el último rey será estrangulado con las entrañas del último cura», deslegitimaba de forma emancipadora y progresista las pretensiones normativas de una ideología jerárquica tardofeudal y señorial, incardinada sobre la religión cristiana (tanto en la variante católica como en la protestante) y sobre la idea de un Dios «amo» al que someterse (así debe ser leído el lema anarquista ni Dieu ni maître). Según esta línea hermenéutica, simplificadora e incapaz de comprender la esencia de la religión, pero de indudable valor si se contextualiza en el momento de su ejercicio crítico, la religión sería un engaño de sacerdotes astutos en perjuicio de las masas revolucionarias o, alternativamente , una alucinación colectiva de mentes que no han alcanzado la madurez de quienes se sirven de la inteligencia propia y saben mantener una relación crítica tanto con el Cielo como con la tierra: la explosiva derivada liberadora sería la de un mundo sin amos ni dioses por encima de él, sino sólo kantianos cielos estrellados para sujetos autónomos. Por su parte, el ateísmo contemporáneo, en el contexto de la concreta relación de poder turbocapitalista, aparece desprovisto de esta ambivalencia dialéctica: es totalmente complementario al espíritu de la época por las razones ya mencionadas, desde la neutralización de lo sagrado hasta la individualización masiva, desde la deconstrucción de todo tabú a la homologación planetaria del mundo bajo el signo del inmanentismo desacralizado, desde la pérdida de interés por el problema de la verdad a la disolución de toda identidad que no resulte integralmente coherente con el mundo mercadizado.
El laicismo ateo siempre se caracteriza por estar orientado a negar la religión, que a su vez es presentada sic et simpliciter, en forma caricaturesca cuando no psicomaniaca, como apoteosis de la ignorancia y la superstición. Así podemos leerlo, entre otros muchos del mismo tenor, en libros como Por qué no podemos ser cristianos y menos aún católicos (2007) de Piergiorgio Odifreddi y Contro il sacro: perché le fedi ci rendono stupidi –Contra lo sagrado: por qué las fes nos vuelven estúpidos– (2016) de Edoardo Boncinelli. Ambos, aunque de diferente forma, sostienen que, en la época del esplendor de la ciencia, sólo los tontos pueden todavía creer en Dios. Ahora bien, si de verdad la ratio del ateísmo fuera la negación del fundamentalismo religioso y de la superstición humana, como aseguran sus abanderados, no se explicaría por qué, en sus principales figuras expresivas, no se posicionan contra el mayor fundamentalismo y contra la más grande superstición, es decir contra el tecnocapitalismo elevado a dios inmutable, eterno e inexorable y contra sus dogmas principales (centralidad robinsoniana del individualismo occidental, teología intervencionista de los derechos humanos y de los bombardeos éticos, fe ciega en los mecanismos anónimos de la economía desregulada).
Los fustigadores contemporáneos de la religión, tan ávidos de criticar al Cielo como poco dispuestos a criticar lo que sucede sobre la tierra, no han ido mucho más lejos que Nietzsche y su anatema: la religión como «aborto» producido por el rencor de una raza de fracasados que, a través de ella, imponen a los mejores una perversa ética de la igualdad y del amor, intoxicando de este modo la vida con un sentimiento de culpa. El juicio, en una muy distinta esfera de pensamiento, es corroborado por el Freud de La civilización y sus descontentos (también traducida como El malestar en la Cultura), que en el fenómeno de la religión identifica únicamente el perfil de la debilidad y del infantilismo, de la voluntad de ser siervo y de la más baja mediocridad. Ninguno de estos intérpretes, ni siquiera los más refinados como Freud y Nietzsche, han captado aquello que Hegel, más que ningún otro, ha tematizado; esto es, el carácter veritativo de la religión como representación de lo Absoluto que no colisiona con la razón, sino que la completa con una diferente forma expresiva.
(*) El término Godbusters podemos traducirlo como Cazadioses o como Cazadores de Dios