A lo largo de la historia espiritual de los pueblos, especialmente los que surgen en torno a nuestra tradición judeocristiana, la iconoclastia ha sido una constante demasiado sospechosa como para no atender a su sentido. Y aunque parezca estrafalario afirmarlo, el trasfondo de esta actitud religiosa milenaria se percibe en la actual eclosión de odio hacia todo tipo de imágenes que puedan representar la civilización occidental, sea aquí en Europa, sea allí en América.
Los iconoclastas son los que odian las imágenes, especialmente las de la representación de lo divino. Afirman que toda representación antropomórfica de Dios es una idolatría y por tanto sus imágenes deben ser destruidas. El antecedente teológico más lejano y profundo posiblemente es la teología judía, según la cual de Dios nunca podemos decir lo que es, sino lo que no es: Dios no es finito, Dios no es temporal, … o sea no podemos conocer a Dios. Esta postura choca con la tradición católica del acceso por la razón natural a la existencia de Dios según las famosas cinco vías tomistas retomadas de Aristóteles. El Islam, especialmente, es radicalmente iconoclasta y no permite ni las representaciones antropomórficas de Dios, ni de Mahoma, y ni siquiera de cualquier ser humano en ámbito religioso. Véase sino el arte musulmán y su ausencia de formas humanas decorativas en las mezquitas. En el año 723 el califa Yazid ya había ordenado retirar las imágenes de los templos cristianos en las tierras sujetas a su dominio.
La secta mahometana, como siempre se la llamó, coincidía en esta aversión a muchas sectas cristianas anteriores y posteriores. En el trasfondo del odio a la representación de lo divino se esconde siempre el maniqueísmo gnóstico: el odio a la materia creada, la repugnancia a la creencia de que Dios se haya hecho hombre, carne y, por tanto, la posibilidad de nuestra redención Su por muerte y resurrección. La herejía de los paulicianosrechazaban las imágenes, los signos visibles sacramentales incluso la adoración de la cruz, pues afirmaban que Cristo no había muerto en ella. Las mismas tierras del norte de África que fueron conquistadas por el islam, previamente estaban salpicadas de herejías iconoclastas como los donatistas del siglo IV. Igualmente, mientras era amenazado el Imperio bizantino por el musulmán, en el siglo VIII, en su seno aparecieron terribles conflictos entre los partidarios de la Iconoclastia.
La iconoclastia volvió a surgir con fuerza, primero en los movimientos pre-protestantes, como los husitas, que arrasaron Europa y posteriormente por el luteranismo y el calvinismo y todas las sectas puritanas que se caracterizaron por destruir todas las imágenes cristianas que encontraban a su paso. Este odio -¿satánico?- a las imágenes de lo divino o de los santos, eran justificadas como piedad antiidolátrica. Pero, como hemos dicho, es el reflejo de la negación de la posibilidad de que Dios se haga carne y por tanto visible. Esta eterna gnosis, perpetuada bajo mil formas diferentes ha tenido unos efectos revolucionarios en la historia de los que cualquier especialista nos podría dar cuenta. En el fondo la icnonoclastia en un rechazo al Credo Apostólico, pero también a la historia de la salvación del hombre y, de rebote, a la historia en general.
Tras toda utopía, negadora de la historia, o todo determinismo histórico revolucionario, negador de la libertad humana, se sigue escondiendo la gnosis bajo sus seductoras pluriformas. La gnosis, por odiar la redención, odia al hombre y odia la historia. Por eso, toda forma de representación y recuerdo de la historia debe ser borrada. ¿Quién no recuerda cómo, sin el menor rubor, los talibanes afganos dinamitaron los Budas de Bāmiyān … y la comunidad internacional calló ruborizada? Alguien sabe acaso que Arabia Saudita tiene prohibida las excavaciones arqueológicas en La Meca, pues consideran que no se puede remover el pasado. Los mejores expertos aseguran que si se pidieran realizar excavaciones encontraríamos los restos de un asentamiento judío primigenio y anterior al Islam.
Los libros de historia que se enseñan en los países islámicos más radicales empiezan con Mahoma. Antes es como si nada hubiera existido. No tiene importancia, no es historia, y no tiene sentido para ellos, por eso no hay que estudiarlo. Así, asesinada la historia nadie podrá impugnar el Islam. En las revoluciones modernas, la iconoclastia volvió a surgir con el odio comunista y ateo hacia las imágenes religiosas, o bien la destrucción de casi milenarios monasterios y conventos que fueron arrasados o arruinados en el siglo XIX por el liberalismo. Todo recuerdo de la Cristiandad debía quedar borrado.
¿Nos extraña pues que en estas últimas semanas se haya manifestado un odio irracional hacia todas aquellas esculturas que bien en América, bien en Europa podía representar nuestra historia? Las turbas iconoclastas que hemos contemplando abriendo los telediarios, reflejan el auto-odio de una civilización que necesita borrar su memoria histórica para evitar enfrentarse a su identidad. Somos sabedores que las esculturas pueden representar lo bueno y lo malo, pero esa es nuestra historia y las imágenes nos la descubren para aprender de ella. ¿Por qué creen que tras la transición española se recurrió a una especie de disimulada iconoclastia histórica? El resultado es que la Ley de memoria histórica nos ha dejado sin referentes (sean nomenklators de calles, sean monumentos) para recordar la historia.
Paradójicamente, tras la caída de la URSS, en Rusia, los conatos de derribar imágenes comunistas se fueron conteniendo y aún hoy se conservan más de 6.000 gigantescas esculturas de Lenin. Se nos antoja que, al menos Rusia pretende preservar su pasado reciente aunque fuera horrible. Ver una estatua de Lenin permitirá a un padre explicarle a su hijo que un día su país pasó por la tragedia del comunismo. A nosotros simplemente nos han lobotomizado. Todo el mundo sabe quién es Belén Esteban pero en breve, nadie sabrá que este país sufrió una Guerra Civil en la que se jugó su ser. Y los más listos creerán para colmo que la ganaron los republicanos.