Publicamos el trigésimo sexto trabajo perteneciente al II concurso de relatos “Una carta a un hijo” organizado por la escritora y farmacéutica, Esperanza Ruiz Adsuar, en colaboración con Posmodernia y las Bodegas Matsu perteneciente a la Denominación de Origen Toro. La participación en dicho concurso terminó el pasado 31 de octubre de 2020. Bases para la participación en el concurso
Título: Plegarias no atendidas
Pseudónimo: Margarita
Querido, queridísimo hijo, el más pequeño de los míos, mi chiquitín:
Ya sé que tus hermanos se ríen (y tú con ellos) porque siga llamándote así cuando has pasado los cuarenta años, pero para mí siempre vas a ser mi chiquitín, el último de mis hijos, que llegó cuando ya no lo esperábamos. Aunque por fuera soy una anciana venerable, en mi corazón el tiempo se detuvo cuando llegaste tú, y sólo la ausencia de tu padre impide que siga viéndome como una madre joven, rodeada de sus polluelos, lo que siempre había soñado ser y Dios, en su infinita bondad, me concedió.
Sin embargo sé que ya tengo una edad, hijo, y me he decidido a escribirte porque hay algo que no te he contado, y no deseo llevármelo conmigo cuando me vaya. Que dicho así suena muy solemne, hijo, y luego igual te va a parecer una tontería, porque casi todo lo mío te parece una tontería (y bendito seas por eso, que has heredado directamente de tu padre y que tanta paz me causa).
Pues verás: cuando supimos que estabas ya en camino, y después del primer susto porque yo era ya “muy mayor” según los estándares médicos de la época, cifré toda mi ilusión en que fueras una niña. A medida que tus hermanos mayores iban creciendo, yo echaba cada vez más de menos una hija, con la que compartir conversaciones y sentirme más comprendida, alguien como yo en una casa que iba siendo cada vez más masculina. Otra razón, además, me hacía desear intensamente una hija, y era la preocupación por nuestra ancianidad –de tu padre y mía. ¿Quién nos iba a cuidar cuando lo necesitáramos si sólo teníamos muchachos? En casa de mis padres se repetía mucho una frase, que luego yo había visto hecha vida en tantas personas a nuestro alrededor –y en nosotros mismos, si me apuras–: “los hijos llevan, las hijas traen”. Es así, cuando un chico se casa, forma su propia familia; en cambio nosotras nunca salimos del todo del hogar que nos ha visto crecer. Yo misma “llevé” a tu padre a casa desde el principio, y hasta que mis padres murieron, me sentí igual de responsable de cuidar su hogar que de alimentar aquel otro, nuevo, que había fundado con tu padre. En cambio él, tu padre, se debió siempre al hogar nuestro, al que habíamos creado juntos, y asumió sus obligaciones para con mis padres como parte del amor hacia mí, ya sabes bien tú, que lo has visto con tus ojos, que fue con ellos un verdadero hijo.
Lo había visto también con mi madre, que cuidó de sus padres hasta el final como no supieron –o no pudieron– hacer sus hermanos; e incluso con mi abuela, que me llevaba a misa de niña y me decía: “desde que no tengo la casa de mi padre, que era mi amparo, ¡no sabes qué consuelo tengo al ir a la Iglesia y saber que esta es ahora la casa de mi padre!” Y sin embargo fue siempre feliz con mi abuelo, y su hogar puerto seguro para muchos: pero ella nunca pudo desprenderse interiormente del anhelo por la casa de su padre, por su lugar de origen.
No había visto eso en ningún hombre, y después de tus cuatro hermanos mayores, aunque bromeaba diciendo que “no hay quinto malo”, secreteaba en mi corazón con la esperanza de que fueras una niña. Mi hija querida, el báculo de mi ancianidad. Tengo que confesarte incluso que cuando te vi por primera vez, tan bonito como eras, el más gordito y lucido de la saga, ¡lloré! Lloré de la decepción, hijo.
Claro que la decepción duró unos minutos, quizá menos. Enseguida olvidé mis plegarias no atendidas para mirarte bien, y ya desde entonces –como me ha pasado con tus hermanos– nunca he dejado de hacerlo. Como si Dios quisiera hacerme un guiño por no haber escuchado mi oración de tantos meses, fuiste el único rubio de la familia, con tus ojos claros y tus rasgos cuasi perfectos: un niño “de anuncio” como decían tus hermanos, y sobre todo con una sonrisa idéntica a la mía, que reconocían como tal todos los que nos veían juntos y a mí me llevaba a recordar el verso de Virgilio: “Incipe, parue puer, risu cognoscere matrem”.
Luego pasaron los años: creciste, en todos los sentidos, y tu padre y yo nos preparábamos para quedarnos definitivamente solos cuando nos diste la sorpresa enorme. Recuerdo casi cada día esa tarde, cuando nos lo dijiste. ¡Sacerdote! Recuerdo la alegría silenciosa de tu padre, al que ya le quedaba tan poco tiempo de vida, aunque entonces no lo supiéramos. ¡Sacerdote!
Y luego, todos estos últimos años, cuando he venido a vivir contigo, y aquí soy “la madre del cura” para todos, y voy de aquí para allá afanada entre lo que tus feligreses necesitan y lo que tú me pides para ellos, recuerdo muy a menudo esa frase de santa Teresa (que no sé si es suya, porque tú dices que les atribuyo a los santos lo que a mí me parece, y llevas razón, que ya no me acuerdo de lo que dijo nadie, pero en fin, la frase mía no es) sobre las lágrimas: “hay más lágrimas derramadas por las plegarias atendidas que por las no atendidas”, y pienso en mis lágrimas absurdas cuando naciste -las únicas que me has costado, hijo- por mis plegarias no atendidas. Y bendito sea Dios que no las atendió, hijo, que gracias a ti sigo viviendo para dar, que eso es ser madre, y tu padre que en gloria esté siempre me lo decía: “los padres son para los hijos, y no los hijos para los padres”. Y eso es lo que te quería decir hoy, porque no quiero llevármelo cuando me vaya a descansar con tu padre, y no lloréis tampoco ese día, hijo, que no habrá razón.
Tu madre que te quiere.