In vino Veritas

In vino Veritas. Diego Chiaramoni

In vino Veritas.
La leyenda del santo bebedor

Joseph Roth tenía la mirada buena. Sus pupilas eran dos heraldos que anunciaban lluvias plagadas de dolores. Sus ojos, que se nublaban cuando el espejismo del alcohol aparecía en el desierto del camino, eran ojos de mendigo. La frente sudorosa, la piel de seda, el bigote corto y tupido cubriendo sus labios comprimidos, dos breves segmentos de carne tibia masticando un largo dolor de siglos.
Joseph Roth fue un escritor agónico, aquellos que aparecen como gozne en el cual parecen girar dos tiempos refractarios. El término “agonía”, proviene del griego ἀγών, que significa “lucha” y puede entenderse como aquella angostura existencial que se experimenta ante la muerte o aquella resistencia que se rebela ante el ocaso. Roth ha sido el cronista de un eclipse, ese lento oscurecimiento del imperio austro-húngaro. La tragedia personal de Roth es la metáfora de un mundo que agoniza. Quizás por esta razón, el autor vuelve una y otra vez, entre las brumas del recuerdo, a un pasado-refugio. La nostalgia, de nostos, retorno y algos, dolor; es siempre, de algún modo, un volver con dolor a aquellos lugares donde nos hemos sentido arropados. El dolor se asume al saber que el tiempo sido, por naturaleza, es irrecuperable.
Joseph Roth, con su pluma lúcida y austera, nos ha regalado un óleo literario de profunda humanidad. Basta sumergirse en las páginas de La rebelión (1924) o de su Marcha Radetzky (1932) entre otras obras, para captar la intimidad de un escritor notable. Nuestra breve meditación ha de enfocarse en una novela póstuma, publicada pocos meses después de la muerte del autor, que puede ser considerada como su testamento literario, más aun, como una parábola en carne viva de su propia existencia y de su propio final, nos referimos a La leyenda del santo bebedor (1939).
El argumento es sencillo: bajo los puentes del Sena, Andreas Kartak, un clochard, es decir, un vagabundo, se topa con un enigmático desconocido que le ofrece doscientos francos con una sola condición, que cuando pueda cancelar esa deuda, los restituya como ofrenda a Santa Teresita de Lisieux en la Iglesia Sainte Marie de Batignolles. Andreas es un hombre de honor, pero su vida está atravesada por un vicio: el alcohol. La promesa de esa devolución será taladrónica en aquellos días de la vida de Andreas, pero el cumplimiento de su palabra será puesto en jaque por una serie de vicisitudes que son a su vez, correlatos de la misma vida del autor. Kartak (como Roth) abomina su propio pecado:
“No era bueno contemplar con sus propios ojos la depravación de uno mismo; mientras uno no se vea obligado a contemplar su propio rostro, es como si simplemente no se tenga rostro, o que éste sea el antiguo, aquel de antes de caer en la depravación”.

Entre largas peregrinaciones de compañeros de ronda, antiguas amantes, almas enigmáticas y hasta niños que prefiguran ángeles; entre tabernas de mala muerte o restaurantes distinguidos, entre piezas de hotel y recodos del Sena, aquellos doscientos francos aparecen y desaparecen en la billetera de Andreas, como si la reedición de aquel milagro, jalonara sus horas y que, a fuerza de cotidianidad, quede eclipsado su misterio:
“Porque no hay nada a lo que más fácilmente se acostumbre una persona que a los milagros, cuando los ha conocido una, dos o tres veces”.
No existen quizás dos cosas más abismales que el amor a conciencia y una borrachera lúcida. Andreas es un peregrino que va pulseando con la esperanza y el ocaso. Ni siquiera el consuelo de un otro carnal latiendo a su lado, puede cerrar su herida metafísica. Aquella tristitia post coitum que dilucidó el genio latino, se manifiesta en Andreas y el autor la expone con cruda ironía:
“Ya no sabían que hacer el uno con el otro, después de haber malgastado frívolamente la vivencia esencial entre hombre y mujer. Así que se decidieron por la solución que les es dada a las gentes de nuestros días cuando no saber qué hacer: ir al cine”.
Andreas Kartak, hombre de honor, sabe que no podrá devolver jamás esa suma, pero el deber se hace patente en su conciencia. Sabe que lleva su tesoro en vasijas de barro y se hace eco en su corazón, aquella queja paulina, tan humana, que reza: “no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco”. (Rom. 7,15).
En una breve columna publicada en Democultura , Ignacio Pou afirma que no hay en todo el relato, una reprobación del autor a la liviandad del santo borracho; no es así y quedó ya evidenciado en nuestras citas. Sí es verdad, que su juicio no es nunca condenatorio y siempre despunta en él una latente promesa de rescate. La novela de Roth encarna una teología de la redención. Redimir significa “rescatar a un precio” y ese precio, no se mide en francos sino en los ángeles que en el camino, salen al encuentro de las almas desgraciadas. Luego de perderse en mil sitios, luego de apresar la suma de la promesa y que ésta vuelva a esfumársele como arena entre los dedos, en el final del relato, Andreas, abrumado entre los sueños delirantes de la absenta, se topa con una niña vestida de azul celeste, de un azul como de cielo en los días bendecidos:
– ¿Cómo te llamas? – preguntó Andreas.
– Teresa.
– ¡Ah! –exclamó Andreas-, ¿esto es realmente encantador! No creí que una santa tan pequeña y a la vez tan grande, una acreedora tan pequeña y tan grande me dispensara el honor de venir a buscarme, después de que durante tanto tiempo no hubiese acudido a ella.
– No sé de qué me está hablando –dijo la jovencita bastante confusa.
– En ello reside precisamente tu delicadeza – contestó Andreas. […] Hace tiempo que te adeudo doscientos francos, pero no me ha sido posible devolvértelos santa jovencita.
– Usted no me adeuda dinero alguno. Pero aquí en el bolsillo llevo un poco de dinero, tómelo y váyase, que mis padres llegarán de un momento a otro. Y al decirlo, le entregó un billete de cien francos.

Una vez más el milagro vuelve a reeditarse, pero ya no hay tiempo, o quizás se inaugura otro tiempo, el “no tiempo” de la eternidad. Andreas Kartak vuelve al bar junto a Woitech, su compañero de rondas etílicas y cae desplomado ante la mirada de todos, incluso de Teresa, que nunca dejó de mirarlo. El genio de Roth, se patenta en este punto del relato en todo su esplendor:
“Como quiera que allí cerca no había médico ni farmacia, lo llevaron a la capilla, concretamente a la sacristía, porque, al fin y al cabo, los curas entienden algo de los moribundos y de la muerte…”.
Esa es la clave del relato: el mal se resuelve en sede espiritual, pues hay otra sed, la sed de la que el Señor le habló a la mujer samaritana, la sed sobrenatural de la que son conscientes los hombres lúcidos o mejor aún, los iluminados por la gracia, y creemos que eso era Roth, incluso en el infierno de sus penas inconfesables. La voz de “Andreas-Joseph” se hace una con la de los desterrados de esta vida:
“Denos Dios a todos nosotros, bebedores, tan liviana y hermosa muerte”.
Joseph Roth murió en 1939. Se descompensó en un Café de París, al igual que el personaje de su novela. El Imperio austro-húngaro, aquel verdadero Katejon geopolítico, había sido reducido a cenizas algunos años antes y en Europa corrían rumores de una nueva guerra. Quizás Roth no murió, sino que se durmió livianamente en la promesa de la redención.

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