Imponiendo la posibilidad continua de estar en otro lugar y de conformarse con otra cosa, el tiempo de la transitoriedad universal encomia el cambio como forma de libertad y, al mismo tiempo, lo reduce a coerción hacia la inestabilidad, a perversión de lo múltiple obligado. De hecho, del cambio heracliteano no es posible hacer un proyecto, sobre todo si la transitoriedad impuesta coactivamente se traduce en la amenaza del eterno recomenzar desde cero la propia experiencia laboral y existencial.
La “vida ética” (sittliches Leben), en la acepción hegeliana, es negada en su posible constituirse, puesto que son aniquiladas sus mismas bases, es decir, la estabilidad de las formas y el vínculo solidario que no puede reconducirse enteramente a la lógica empresarial. El mundo de la vida resulta integralmente precarizado y vuelto flexible, desligado de cualquier arraigo y de cualquier estabilidad.
Fomentando la “corrosión del carácter”, ya destacada por Sennett, el sistema de las necesidades deseticizado y flexible priva a los individuos de su identidad y de la posibilidad de conectarse entre ellos en formas comunitarias distintas de las alienadas de los centros comerciales y sus derivados. La lógica del capital y de su sociedad construida en modo no-social se mantiene como la de la desintegración de las comunidades reales, desde la familia a las asociaciones solidarias, hasta llegar al Estado como realidad viviente de la idea ética. Las únicas conexiones permitidas y promovidas son aquellas a tiempo parcial, modeladas según la lógica mercantil.
Las comunidades solidarias son sustituidas por nuevos sistemas de la atomística compuestos por mónadas consumistas que disfrutan sin medida (discotecas, shopping centers, etc.), y por la desestructuración de la conexión auténtica, solidaria y real entre los individuos, reemplazada por las falsas comunidades digitales de las social networks -redes sociales-. Estas, desde Facebook a Twitter o X, crean la ilusión de estar conectado con el mundo entero cuando, en realidad, se está solo frente al propio terminal, confinado en celdas dispersas en el éter, según lo que puede ser considerado con toda razón como la culminación de la soledad del ciudadano global. A modo de teorema general se puede afirmar que cuanto más conectado está uno on line, tanto más desconectado se encuentra de lo real y de las relaciones sociales.
El homo digitalis asume cada vez más la semblanza de un súbdito del “imperio cibernético” en tecnificación integral, poblado por mareas oceánicas de soledades conectadas vía Internet, dedicadas al lenguaje poshumano de los “smiley faces” (emoticonos) de la sociedad de los likes. El socialismo, como forma política centrada sobre la diada libertad e igualdad, cae al rango de mera actividad individual en las redes sociales. Más precisamente, el socialismo real es desplazado por el “socialismo digital” de las redes sociales y las plataformas cibernéticas, nuevas prisiones Smart –inteligentes- que atrapan al sujeto en los mecanismos de la soledad conexionista y de la ininterrumpida valorización del valor.
El espacio digitalizado, liso y aparentemente libre, parece cada vez más similar a un inmenso campo de concentración smart, en el que los súbditos son controlados y rastreados, explotados y felices, engañados creyendo tener experiencias lúdicas y de entretenimiento mientras, en realidad, trabajan sin pausa –y sin intercambio de equivalentes– para el orden neoliberal.
Este no suprime la libertad, sino que la explota y la rentabiliza en todo momento, transformando cada uno de nuestros gestos virtuales en fuente de plusvalor. Se beneficia de nuestros datos y nos induce a vivir en la condición en la que, hegelianamente, Siervo y Señor coexisten en la misma persona: cada uno, como Señor, se exige a sí mismo la máxima productividad como Siervo, llevando la explotación capitalista a su nivel hiperbólico.
En la burbuja digital, donde la conexión suplanta al contacto y la soledad de las redes sociales sustituye a la sociabilidad, se está solo y vigilado, ya que casi cada gesto, además de generar beneficio para el capital, es panópticamente monitoreado y rastreado. Esto, además, sufraga la tesis expresada por la imagen platónica de la caverna: el esclavo ideal es aquel que, sin saber que lo es, defiende denodadamente su propia ilibertad como si fuera la única libertad posible. Los súbditos del Panóptico digital se registran voluntariamente y, literalmente, donan una cantidad de datos personales que probablemente ninguna dictadura del pasado hubiera podido sonsacarles, ni siquiera mediante el ejercicio de la violencia.
Triunfo del capitalisme de la séduction tematizado en su momento por Clouscard, el sistema del neoliberalismo digital seduce en lugar de reprimir: opera de todas las formas posibles para que sus súbditos hablen de sí mismos y se desnuden (en todos los aspectos), proporcionando todo tipo de datos e informaciones, y creyendo ser absolutamente libres al hacerlo.
Las viejas tiranías, como es sabido, aspiraban a silenciar a sus súbditos, a aislarlos y reducirlos a la afasia: el nuevo régimen de control digital, por el contrario, los estimula a compartir y a participar, a exteriorizar ideas y visiones, opiniones y deseos, estados de ánimo y perspectivas. En resumen, los exhorta a hablar sin tregua de sí mismos y de su propia existencia, con el doble objetivo, por su parte, de rentabilizar esas actividades y controlarlas en todas sus determinaciones posibles.
Siguiendo cuanto ha evidenciado Han, el poder estabilizante ya no es represivo, sino seductor, y ya no es tan visible como bajo el régimen disciplinario. No se dirige contra los cuerpos, sino contra las almas, colonizándolas por completo y reduciéndolas a apéndices inertes del sistema de producción. Digitalización y supresión de la libertad hacen sistema, ya que el “totalitarismo” perfectamente completo no es aquel que reprime a los disidentes, cuyas mentes no están dispuestas a aceptar lo inaceptable: es, por el contrario, el que ha desvitalizado las fuentes mismas del posible disenso, induciendo a las almas a aceptar de buen grado lo intolerable.
En efecto, un régimen que aún conserva en su seno voces críticas y desalienadas, tal vez incluso dispuestas a desafiarlo, es sólo incompletamente totalitario: es, podríamos decir, un totalitarismo imperfecto, puesto que su obra de «totalización» no se ha completado enteramente. Y el hecho de que sea capaz de reprimir con éxito a los disidentes es un indicativo de su debilidad, ciertamente no de su fortaleza.
La fabula docet enseña que el verdadero totalitarismo, perfectamente realizado en sus premisas y en sus promesas, es aquel en el que el poder ya ni siquiera tiene que reprimir a los disidentes, simplemente porque ya no queda ninguno: también por esta razón el orden neoliberal mostrará siempre un gran empeño en condenar las atrocidades con las que los precedentes totalitarismos del Siglo XX reprimieron a los disidentes. Y, comparándose con estos regímenes, siempre podrá presentarse torticeramente como «reino de la tolerancia» y como «imperio de la libertad«, a condición de que invariablemente omita precisar que, en sus espacios blindados, las cadenas no han sido abolidas, sino directamente transferidas de los cuerpos a las almas de los inconscientes reclusos. Con las gramáticas de Deleuze, diremos que los antiguos totalitarismos eran «sociedades disciplinarias», mientras que el nuevo, bajo la forma de una infinita jaula digital, figura como una «sociedad de control», o si se quiere como un Panóptico virtual, en el que los súbditos no hace falta que sean reprimidos, ya que son a cada instante seducidos y controlados.
En el mundo digitalizado lo intolerable y los sujetos dispuestos a tolerarlo son producidos uno motu –por propia voluntad- y precisamente en esto reside el carácter intrínsecamente totalitario del nuevo modo de producir y de existir. La desrealización del mundo producida a la propia imagen y semejanza de los procesos de digitalización genera, en un solo parto, la cada vez más drástica reducción de las libertades, conduciendo al final al casi completo eclipse de la distinción entre público y privado y, más allá de ello, de la vida social y comunitaria. El homo digitalis aparece así como un sujeto vaciado de toda libertad y, al mismo tiempo, perpetuamente seducido y distraído por el sistema que lo ha convertido en Siervo inconsciente, ignorante de su propia esclavitud “confortable”: él, en el colmo de la alienación, no quiere escapar de su celda, sino que desea, por el contrario, ulteriores dosis de esa cómoda, seductora y suave ilibertad.
“La muchedumbre solitaria” descrita por David Riesman permite descifrar la esencia de las relaciones insociablemente sociables que se establecen en la red. A decir verdad, las redes sociales instauran una sociedad no-social, donde el single es el eje de todo y la interacción entre los sujetos es puramente virtual. El otro está permanentemente ausente. El individuo está siempre solo consigo mismo cuanto más cree estar en relación con el mundo entero. Se aísla y se encierra en la prisión smart y virtual de Internet, engañándose pensando que ésta garantiza mayores espacios de libertad y oportunidad, de entretenimiento y sociabilidad.
Dos de los principales presupuestos de la época posmoderna son la desrealización y la deshistorización, esto es la pérdida de la experiencia de lo real y la pérdida de la historicidad. La historicidad está hoy ausente, en el triunfo del Fin de la historia y de lo que, variando a Nietzsche, definimos como la “enfermedad antihistórica”: el homo neoliberalis no es capaz de pensar históricamente y, por tanto, de comprender lo real en su dinámica histórica. Piensa lo existente en términos de una presencia dada, natural-eterna (there is no alternative), que debe ser reflejada científicamente y en todo caso soportada (y apoyada) con espíritu de resiliencia.
El crepúsculo de la historicidad trae consigo el ocaso del pensamiento dialéctico y de su prerrogativa de entender el ente en su devenir. La realidad deja de ser pensada hegelianamente como Wirklichkeit, como “realidad procesual”, como flujo en el que los entes están inmersos en su devenir: es decir, como espacio en el que los entes son el resultado de un proceso preñado de pasado y proyectado hacia el futuro. La realidad, en el tiempo del posmodernismo, viene entendida en cambio como Realitaet, como “muerta positividad” de las cosas, concebidas como presencias dadas e inmutables, que sólo deben ser confirmadas y aceptadas. Se trata, en términos fichteanos, del triunfo del dogmatismo realista, que entiende el ser como Objeto que fieri nequit –no puede ser hecho- y al cual el Sujeto está llamado a adaptarse con espíritu de resiliencia (o sea cambiándose a sí mismo para soportar mejor lo real, percibido como inmodificable).
Éste es el fundamentum inconcussum –fundamento inquebrantable- de la ontología neoliberal, con su imperativo categórico ne varietur –no modificable- y con su axioma primordial del “Fin de la historia”. El hombre posmoderno vive así en un paisaje de relaciones sociales, económicas y políticas fetichísticamente rigidizadas en la forma de “cosas en sí” que no tienen historia y que, por tanto, son naturaleza ya desde siempre dada, presentada como ni transformable ni criticable.
La llamada cultura de la cancelación, que con justeza podría considerarse “fase superior del posmodernismo”, debe interpretarse en este marco de sentido: en ella se expresa el espíritu de un tiempo sin espíritu que, después de haber aniquilado el espacio del futuro como horizonte de la proyectualidad orientada a ulterioridades ennoblecedoras, pasa a la deconstrucción del pasado como espacio de experiencia a cuya luz evaluar y eventualmente criticar la alienación del presente. Desterrados el pasado y el futuro, se evapora la idea de historicidad y sobrevive únicamente el orden de un presente deshistorizado, privado de origen y de ulterioridad, y en consecuencia reducido al estatus de naturaleza desde siempre dada, al que no hay más remedio que adaptarse cadavéricamente.
Por lo que concierne a la pérdida de la realidad (o desrealización, se podría decir), esta se manifiesta plenamente en la digitalización del mundo y en el fin de la experiencia: el mundo digitalizado es el mundo de las “no-cosas” (e-things) y de los datos, de los algoritmos y de la desobjetualización de lo real.
La digitalización desrealiza, desencarna el mundo, decía Han, puesto que lo informatiza y lo sustituye por pantallas: del fetichismo de los objetos, descrito por Marx, se pasa así al nuevo fetichismo de las informaciones y de los datos. La infosfera del reino de lo digital se presenta a todos los efectos como un Jano de dos caras: por un lado, parece derribar todas las fronteras y garantizarnos mayor libertad; por otro, nos expone a una vigilancia creciente (el “capitalismo de la vigilancia”), presentándose como una prisión smart o, si se prefiere, como un Panóptico virtual, una suerte de “aldea global” en la que los súbditos no hacen más que compartir informaciones, hablar de sí mismos y facilitar datos al orden dominante.
Pero, sobre todo, no tienen ninguna consciencia del alcance real de su modo ordinario de actuar: por una parte, condenan las formas de «espionaje» y de control imperfecto que caracterizaron a los totalitarismos anteriores y, al mismo tiempo, aceptan con estúpida alegría las nuevas formas de vigilancia que, infinitamente más avanzadas en el plano técnico, se proyectan sobre su existencia, experimentándolas simplemente como comodidad y como oportunidad. Resultaría, en efecto, bastante sencillo demostrar cómo el control de la “vida de los otros” –según el título de una exitosa película– en regímenes disciplinarios como el de la Alemania nazi o el de la RDA, era decididamente menos omnipresente y menos eficaz que el del actual sistema liberal-digital, incomparablemente más evolucionado a nivel técnico. Y, sin embargo, la mayoría de la gente seguirá aceptando despreocupadamente, cuando no con deplorable entusiasmo, su propio control digital cotidiano, convencidos de que, en el fondo, este es cualitativamente diferente de los anteriores, porque está únicamente orientado a su bienestar y a su prosperidad.
En la apoteosis de la red Internet, propia de la época de la “desaparición de las luciérnagas” de la que hablaba Pasolini, la comunicación hipertrófica sustituye a la relación, cada vez más clandestina y enrarecida. Aquellas diseminadas por el espacio cósmico de la red, de hecho, no son nunca verdaderas relaciones: figuran, en la mejor de las hipótesis, como promesas de relaciones que, para cumplirse, necesitan de la relación real entre los «rostros», siguiendo la tesis de Lévinas.
En otras palabras, favorecen los procesos de aislacionismo individualista y de privatización del imaginario colectivo de los «encantados por la red«, confirmando la tendencia general de una época conexionista que aspira a la multiplicación de las relaciones fluidas y, a su vez, trabaja para asegurar que nunca se concreten en formas estables. En el formato inédito de un monólogo de masas, los individuos no hacen otra cosa que “parlotear” de sí mismos y de todo, sin profundizar nunca en nada y repitiendo siempre y sólo el discurso único, que han interiorizado sin reservas. Todos pueden decir todo y, al mismo tiempo, ninguno tiene nada que decir.