La palabra izquierda nos sugiere, de entrada, dos cosas distintas: una actitud y una ideología o familia de ideologías. Como actitud es inconformismo, no aceptar lo dado al menos sin pasarlo por un tamiz crítico; pensar que los principios están por encima de los intereses, que las cosas y las situaciones pueden cambiarse, y que la voluntad heroica del ser humano es lo que realmente ha construido la historia. Como ideología o conjunto de ideologías remite a una serie de ítems: igualitarismo, una antropología que supone que la plena realización de lo humano pasa por la liberación anárquica de toda pulsión, que TODA idea de limite, jerarquía, disciplina o sacrificio es MALA per se, y una concepción lineal y progresista de la historia, que tiende a un final de plena realización de la humano.
En alguna ocasión me he referido a estas dos visiones de la izquierda como situacionista la primera y esencialista la segunda[1]. Lo cierto es que durante mucho tiempo la actitud y las ideologías de izquierdas fueron juntas, pero de un tiempo a esta parte podemos observar una escisión entre las mismas. Lo cierto es que el conjunto de ítems ideológicos que siempre habían caracterizado a la izquierda se han ido diluyendo en intensidad y han pasado a formar parte de una ideología común del conjunto de las sociedades occidentales. Hoy día casi todo el mundo es “progresista”, “tolerante”, “antiautoritario” y “buenista”, y el que no lo es corre serio peligro de exclusión social.
El pensamiento “políticamente correcto”, es decir, el conjunto de cosas que HAY que pensar, decir y creer si no queremos ser calificados de “fascistas”, “homófobos” o “machistas” está edificado sobre los ítems ideológicos tradicionales de la izquierda. Esto lo convierte en pensamiento conformista. Lo curioso es que el sistema económico en que vivimos, el capitalismo, caracterizado por la ideología de la acumulación del capital, el dominio de la economía financiera sobre la real, el poder político de los bancos y el estímulo de la competencia frente a la cooperación, no se siente en absoluto incómodo con estos ítems ideológicos, al contrario. Así vemos como la publicidad excita al consumo en nombre de los “derechos individuales”, la “libertad de elección” , “no renunciar a nada”, “atreverse a quererlo todo” y demás frases que parecen inspiradas en las consignas del mayo del 68. Las empresas se venden a sí misma como “revolucionarias”, “novedosas”, “defensoras de los derechos individuales”, “enemigas de la antiguo y lo caduco”.
Cuando un conjunto de ítems ideológicos se ha convertido en el principal sostén doctrinal de un Sistema político y económico difícilmente puede actuar de motor de cambio del mismo. Por eso se ha producido esa escisión entre las “ideas” de la izquierda y la actitud inconformista y revolucionaria. Por eso la izquierda, en cualquiera de sus versiones, parece incapaz de liderar una autentica revuelta contra el Sistema, y como mucho aspira a ser una especie de “mala conciencia” del mismo, de señalar lo que “todavía” no se ha conseguido, y en algunos casos, también, a convertirse en auténtica “guardia de la porra” del mismo. Todo el que sale de los cauces establecidos de la “políticamente correcto” es, automáticamente acusado de “fascista”, y ahí está la izquierda antifascista dispuesta a hacerlo entrar en razón (aunque para ello tenga que utilizar métodos fascistas).
¿Qué ha llevado a esta situación? ¿Qué ha producido esta escisión entre el inconformismo y las ideas “de izquierda”? ¿Qué ha provocado esta crisis y esta pérdida de identidad de la izquierda?
Para intentar responder a esta pregunta debemos remostarnos a un pasado próximo: el mayo del 68 y sus causas.
El año 2018 se cumplieron 50 años de los sucesos acontecidos en Francia, comúnmente conocidos como “Mayo del 68”. El medio siglo que nos separa nos permite hacer un análisis y un balance filosófico, histórico y político (o mejor, metapolítico) de su significado y su influencia real en la historia posterior del siglo XX y de los inicios del XXI.
La interpretación más común, y superficial, de estos acontecimientos es que significaron la irrupción de un nuevo grupo social, “los estudiantes”, como supuesto sujeto revolucionario, y la aparición de la llamada “nueva izquierda”, que en realidad de nueva no tenía nada, sino que fue en realidad la revitalización de grupos marginales, como los situacionistas (anarquistas), trotsquistas y maoístas.
Con la perspectiva de medio siglo podemos observar fenómenos curiosos, como el hecho de que algunas de las famosas “consignas” que adornaban las paredes de Nanterre o de la Sorbona sean actualmente utilizadas por la publicidad, o que uno de los principales líderes estudiantiles, Daniel Cohn Bendit, convertido en respetable diputado socialdemócrata, aplaudiera en su día los bombardeos estadounidenses contra Serbia, como parte de una política de “defensa de los derechos humanos” (¿¿¿).
La tesis que vamos a defender es que los sucesos de “Mayo del 68”, especialmente en su “fase estudiantil”, tienen muy poco de revolucionarios, y que forman parte del proceso de destrucción de las ideas socialistas, en cuanto abandonan la idea de “clase” como sujeto de la teoría política, y que convergen con la eclosión del neoliberalismo de los 80 en la construcción del post-individuo de la globalización mundialista.
Como ha ocurrido siempre en todos los movimientos sociales y políticos, el “Mayo del 68” vino precedido por una serie de autores (filósofos, politólogos) que iniciaron una revisión del marxismo occidental y que impugnaron el papel de la clase obrera como “clase revolucionaria”. Nos referimos concretamente a la llamada Escuela de Frankfurt, y especialmente a uno de sus miembros más destacados: Herbert Marcuse.
LA ESCUELA DE FRANKFURT
Los orígenes de la Escuela de Frankfurt se remontan al año 1922, en plena República de Weimar, cuando Félix Weil, hijo de un acaudalado comerciante de granos (es asombrosa la cantidad de hijos de millonarios que hay entre los intelectuales de izquierdas), financió un encuentro entre intelectuales marxistas (Lukács, Kosch, Pollok, Wittfogel), que se celebró en Ilmenau[2] (Turingia).
El éxito del encuentro llevo a concebir el proyecto de un Centro de Estudios estable, que fue financiado por Hermann Weil, padre de Felix, que sería reconocido por el Ministerio de Cultura y asociado a la Universidad de Frankfurt. Fue bautizado oficialmente como “Instituto para la Investigación Social” e inaugurado oficialmente el 3 de febrero de 1923.
El primer dirigente del Instituto fue el economista Kurt Albert Gerlach, y a su muerte, en octubre de 1922, le sucedió el historiador Karl Grünberg. Al dimitir este en 1929 por motivos de salud, la dirección fue asumida, de forma provisional por F. Pollok, y el 24 de enero de 1931 la asumió Max Horkheimer, uno de los teóricos más importantes de esta escuela.
En 1933, ante el ascenso del nazismo, la mayoría de los miembros del instituto emigraron a Estados Unidos (debido a su doble condición de marxistas y, la mayoría, de origen judío), donde continuaron su actividad. Al acabar la II Guerra Mundial muchos permanecieron en EEUU (Marcuse, Fromm, Wittfogel, Neumann, Löwenthal), mientras que otros (Horkheimer, Adorno, Pollok) regresaron a Alemania, donde tuvieron un papel destacado como ideólogos de la “desnazificación”.
En general los autores de esta escuela se caracterizan por sus intentos de síntesis entre el marxismo y el psicoanálisis, un rechazo al estalinismo soviético al que consideran una dictadura burocrática y un capitalismo de estado, una crítica muy dura contra la sociedad occidental y su supuesto “totalitarismo” y un cierto pesimismo sobre las posibilidades revolucionarias de la clase obrera. Sus figuras más destacables son, sin duda, Horkheimer, Adorno y Marcuse. No podemos detenernos en el análisis de los tres autores, pero nos centraremos en Marcuse, que fue sin duda el más influyente sobre la Nueva Izquierda en general, y sobre el Mayo del 68 en partículas.
Herbert Marcuse
Marcuse fue, sin duda alguna uno de los teóricos más importantes en la formulación de la llamada Nueva Izquierda. Es un autor esencialmente “negativo”, en el sentido de que realiza críticas, a veces muy acertadas, al capitalismo y a la sociedad de consumo, pero que las alternativas que propone son vagas, nebulosos y utópicas. No se le puede negar una rigurosa formación filosófica, aunque a veces su estilo es algo oscuro y hermético. Entre sus aportaciones más importantes hay que destacar:
- Su recuperación de Hegel
- El intento de síntesis entre el marxismo y algunos elementos del psicoanálisis
- La crítica a la sociedad de consumo y al “hombre unidimensional”
- La búsqueda de nuevos sujetos revolucionarios.
Marcuse sale en defensa de Hegel, atacado como “filósofo del fascismo” por su teoría del Estado, y porque su discípulo italiano, Giovanni Gentile, había sido uno de los intelectuales orgánicos del fascismo mussoliniano. Marcuse se concentra sobretodo en la noción hegeliana de la razón, dotada, a su parecer, de un carácter claramente crítico y polémico. No es casualidad de que el propio Marx procediera de la llamada “izquierda hegeliana”.
La reivindicación hegeliana de Marcuse tiene su lógica: Descartes, Kant y Hegel son, sin duda, las tres figuras fundamentales de la Modernidad, y toda filosofía del “fin de la historia” es deudora de Hegel en mayor o menor grado. Ramiro de Maeztu[3], en una de las críticas más radicales que se ha escrito contra la Modernidad, La crisis del humanismo, califica a Hegel de “heresiarca máximo”.
Pero si Marcuse está muy acertado en su reivindicación de Hegel (uno de los padres de la modernidad) también hay parte de verdad en los que atribuyen a Hegel influencias en el fascismo. Lo cual nos lleva a la tesis de Alexander Dugin[4], según la cual tanto el fascismo como el marxismo eran alternativas al liberalismo, pero no alternativas a la Modernidad, y que en realidad participaban, en mayor o menor grado, del espíritu de la Modernidad.
Otro aspecto interesante de la obra de Marcuse, y que tuvo gran influencia en los planteamientos de la Nueva Izquierda, fue la introducción en su discurso de elementos procedentes del psicoanálisis, aunque dando un giro a los planteamientos freudianos, que son esencialmente conservadores, e incluso reaccionarios. Este giro se realiza especialmente en el libro de Marcuse[5] Eros y Civilización.
Según Freud (el Freud “filósofo” y no el “terapeuta”) la civilización se habría desarrollado gracias a la represión de los instintos, en particular del “principio del placer”, que representa en núcleo fundamental del individuo. Este principio había sido sacrificado al “principio de realidad” para poder aumentar la productividad y mantener el orden. La neurosis, el malestar de la cultura, era el precio que la humanidad tenía que pagar por la civilización. Marcuse da la vuelta al argumento de Freud al considerar que no es la civilización en cuanto a tal la que exige la represión del “principio del placer”, sino únicamente la sociedad autoritaria y “de clase” que conocemos.
Para Marcuse el “principio de realidad” se ha convertido en un represor “adicional”, que va más allá de las necesidades de supervivencia del grupo humano, y que conduce a una utilización y manipulación de las energías “psicofísicas” del individuo hacia la productividad y la disciplina social, en contra de toda demanda subjetividad de felicidad y placer.
El giro “psicoanalista” de Marcuse tiene, a nuestro modo de ver, importantes implicaciones ideológicas, que van a tener una notable influencia en la Nueva Izquierda en general, y en el Mayo del 68 en particular. Sus antecedentes habría que buscarlos en el psiquiatra Wilhelm Reich, autor de La Psicología de masas del fascismo.
En primer lugar representa una heterodoxia importante respecto al marxismo, en cuanto sitúa el foco del interés en elementos “superestructurales”, a los que considera tan importantes (o más) que los elementos estructurales (las condiciones de producción). Para un marxista ortodoxo estos elementos “superestructurales” carecen de importancia, y, en modo alguno, pueden retro actuar sobre los elementos estructurales. Para Marcuse y la Nueva Izquierda estos elementos son fundamentales, lo cual encaja con otra tesis que veremos más adelante: el fin del papel revolucionario del proletariado, que será substituido por las “minorías marginales”: homosexuales, inmigrantes, mujeres, estudiantes, etc.
Pero sobretodo este giro psicoanalista significa un refuerzo de la metafísica de la subjetividad, iniciada en Descartes. La gran diferencia es que el individuo cartesiano se fundamente en el pensamiento, mientras que esta nueva versión del individuo se fundamenta en pulsiones y deseos. Si el individuo cartesiano corresponde a una primera fase del capitalismo, y se caracteriza por la autodisciplina impuesta por la “razón”, el postindividuo corresponde al capitalismo global, dispuesto a satisfacer todas sus pulsiones y deseos (siempre que pueda pagarlas).
Marcuse opone a la figura de Prometeo, el héroe cultural símbolo de la ingeniosidad productiva, las figuras de Orfeo y Narciso. Orfeo, “voz que no manda, pero canta” significa un orden sin represión. Mucho más sintomática es la figura de Narciso, que contempla embelesado su propio cuerpo y se enamora de sí mismo. El narcisismo de la cultura posmoderna es ya reivindicado por Marcuse.
Otro aspecto muy interesante del pensamiento de Marcuse es su crítica a la sociedad industrial, desarrollada en su libro[6] El Hombre unidimensional. Estudios sobre la ideología de la Sociedad Industrial Avanzada. En este libro hay interesantes elementos de crítica a la sociedad de consumo, al vacío existencial de los seres humanos, a la manipulación de las mentes por la publicidad, y a la farsa de la democracia liberal.
En paralelo Marcuse critica toda autoridad, jerarquía y tradición. No se da cuenta que al triturar todas estas instituciones está abriendo el camino al capitalismo globalizado, que quiere individuos desarraigados, narcisistas, preocupados únicamente por sus deseos y pulsiones, que el propio capitalismo se encarga de satisfacer.
Las instituciones jerárquicas y tradicionales (la familia, la autoridad del padre o del maestro, etc.) son anteriores al surgimiento del capitalismo. Pueden haber sido manipuladas por el capitalismo en las fases iniciales de su existencia (la etapa de la acumulación de capital), pero para el capitalismo globalizado son un obstáculo, pues limitan la capacidad de consumo. Algo parecido ocurre con el Estado Nacional: producto del desarrollo de la burguesía, que cumple su función como unificador del mercado en el interior del territorio nacional, pero se convierte en un obstáculo cuando el capitalismo pasa a su fase globalizada.
Finalmente consideraremos el aspecto más importante del pensamiento marcusiano: su rechazo al proletariado como clase revolucionaria y la búsqueda de nuevos “sujetos revolucionarios”. Este rechazo es consecuencia de todo lo dicho hasta ahora. En la sociedad industrial avanzada la represión no se produce básicamente por la fuerza física, sino por la alienación y manipulación de las conciencias. La clase trabajadora es particularmente sensible a estos procesos de alienación y manipulación, lo que la invalida para ser un sujeto revolucionario. Las propias organizaciones de trabajadores, los sindicatos, hace ya tiempo que han olvidado sus pretensiones revolucionarias, y se limitan a una acción reivindicativa en el terreno puramente económico y a la defensa exclusiva de los intereses de sus afiliados.
Esta consecuencia pesimista del pensamiento de Marcuse viene compensada por una salida mucho más optimista: la dinámica de la sociedad industrial genera nuevos sujetos revolucionarios. En primer lugar aquellos que están marginados de los procesos de producción-consumo: marginales, parados, lumpen proletariado, inmigrantes sin papeles, etc. En segundo lugar sectores de la sociedad que por su forma de vida tienden a enfrentarse o a ser críticos con la sociedad y sus valores: homosexuales, mujeres, estudiantes. Este último sector (que no clase) recibe una particular atención. Alejados (temporalmente) de los procesos de producción-consumo los estudiantes, por su propia actividad, tienden a ser críticos con la sociedad que les rodea.
Este “gran rechazo” sitúa al pensamiento de Marcuse no solamente fuera de la tradición marxista, sino de cualquier pensamiento materialista. Los sectores sociales de los que habla Marcuse están absolutamente disociados de los procesos de producción, y no tienen nada que ver con las clases sociales (¿Qué tiene en común una mujer de la alta burguesía con otra de la clase obrera que trabaja diez horas al día? ¿Qué tiene que ver un estudiante de familia rica, con todo el tiempo del mundo para dedicarse a actividades “revolucionarias” con otro de familia pobre que debe trabajar para pagarse los estudios, o sacar buenas notas para obtener una beca?)
La idea de que elementos psicológicos o ideológicos pueden realmente actuar y producir cambios en las relaciones de producción sitúa a Marcuse en el marco del idealismo. Y de aquí podríamos volver al principio, a su reivindicación de Hegel y de la “razón en marcha”.
Los nuevos sujetos revolucionarios a los que se refiere Marcuse habían suscitado el desprecio absoluto por parte de Marx. Para el autor de El Capital y de El Manifiesto comunista el lumpen proletariado era el producto de la putrefacción de los estratos más bajos de la sociedad y era fácilmente manipulable por la reacción, mientras que los estudiantes no eran más que una excrecencia de la burguesía, que, pasados los años de supuesta “rebeldía” se reintegraban tranquilamente a la sociedad.
Los estudiantes fueron los grandes protagonistas del Mayo del 68, y esto parecía darle la razón a Marcuse. Si nos fijamos en los demás “sujetos revolucionarios” vemos que son objeto “de culto” de la izquierda posmoderna, tanto la socialdemócrata como de la “extrema izquierda”. Lucha contra la “exclusión”, la “discriminación” y la “desigualdad”. Derechos humanos, derechos de los homosexuales y transexuales, inmigrantes sin papeles, luchas feministas y “refugiados wellcome” son los vectores movilizadores de la izquierda posmoderna, que hace tiempo que ha olvidado cualquier referencia a la revolución y al proletariado (entre otras cosas porque el neoliberalismo ha convertido al proletariado en “precariado”).
GUSTAVO BUENO Y “EL MITO DE LA IZQUIERDA”
Debemos a Gustavo Bueno[7] un análisis profundo de la idea de la izquierda. Vamos a destacar tres elementos de gran interés: la asociación de la izquierda con el racionalismo, las seis generaciones de la izquierda y la idea de “izquierda indefinida”.
Izquierda y racionalidad
Para Bueno todas las manifestaciones políticas de la izquierda están ligadas, de un modo u otro, al despliegue de la racionalidad. El ejemplo más característico lo encontramos en la primera manifestación de la izquierda (o primera generación de la misma): los revolucionarios jacobinos franceses. Usando métodos inspirados en la Revolución Científica, los revolucionarios someten al Antiguo Régimen a un regressus, es decir, a la descomposición de todas sus estructuras y a la reducción a sus partes atómicas, los individuos. Posteriormente procederán a un progressus: estas partes atómicas o individuos serán usadas para construir las nuevas estructuras de la Nación Política Jacobina.
Posteriores manifestaciones políticas de la izquierda (sucesivas generaciones) abandonaran al individuo como parte atómica y tomarán a la clase social como referente (socialdemocracia, comunismo, comunismo asiático). Nunca se abandona la idea de racionalidad, pues la clase se define en relación a los procesos productivos, y la filosofía marxista, que está en la base de estas tres generaciones de la izquierda, se reivindica como una “ciencia”.
La izquierda posmoderna, tanto en su versión “socialdemócrata” (que en España estaría representada por el PSOE) como en su versión “radical” (Podemos y la CUP) ha abandonado la clase social como sujeto de la acción política, y, siguiendo la estela de Marcuse y de la escuela de Frankfurt, atribuye la facultad “revolucionaria” a las “minorías oprimidas” (mujeres, homosexuales, transexuales, inmigrantes). Aunque los sectores más radicales (CUP) hablan en ocasiones de “revolución anticapitalista”, su acción política se realiza en la lucha contra la “exclusión”, el “racismo”, el “machismo”, el “heteropatriarcado” y la “homofobia”.
En realidad el sujeto político de esta izquierda posmoderna es el individuo. Pero es un individuo distinto del de la izquierda radical jacobina. El regressus es mucho más radical, pues no solamente se quieren triturar las estructuras tradicionales, sino cualquier componente de identidad que limite la libertad de este individuo, incluida la propia racionalidad, que limita las posibilidades y enfrenta al individuo al “principio de realidad” opuesto al “principio del placer”.
“Liberado” de toda identidad y de la propia racionalidad, este individuo posmoderno se limita a “desear”. Toda oposición a los “deseos” del individuo soberano es “fascismo”, “racismo” y “machismo”. Hay que eliminar las fronteras, pues se oponen al deseo de algunos individuos de moverse libremente por el Planeta. Hay que eliminar los sexos, pues se oponen al deseo de algunos individuos de cambiar de sexo, o de inventar “sexos” nuevos. Hay que acabar con la maternidad, pues encadena al individuo-mujer a una fatalidad biológica, y discrimina al individuo-hombre que no puede acceder a la misma. En definitiva, hay que construir el cyborn, asexuado y potencialmente inmortal.
Pero, una izquierda que ha renunciado a la racionalidad ¿puede seguir llamándose izquierda?
Las seis generaciones de la izquierda
Bueno nos habla de seis generaciones de la izquierda “definida”, es decir, de aquella que se manifiesta en términos políticos por su relación con la idea de Estado.
La primera generación la constituyen los revolucionarios franceses jacobinos.
La segunda los liberales doceañistas.
La tercera los anarquistas o libertarios.
La cuarta los socialdemócratas (marxistas que propugnan la toma de poder de la clase obrera a través de un proceso pacífico y electoral)
La quinta las comunistas soviéticos (marxistas que propugnan la toma del poder de la clase obrera a través de un proceso revolucionario y la dictadura del proletariado)
La sexta los comunistas asiáticos (marxistas heterodoxos, que incluyen al campesinado como clase revolucionaria y propugnan una dictadura y una “revolución cultural” dentro de un marco cultural asiático, muy influido por el confucianismo).
Las tres primeras generaciones de la izquierda toman al individuo como sujeto. Las tres últimas toman a la clase social como sujeto. Pero la izquierda posmoderna no encaja con ninguna de estas definiciones: ha abandonado la clase social como sujeto político, y el individuo al que se refiere es esencialmente distinto del individuo de las primeras manifestaciones de la izquierda.
Para Bueno toda izquierda “definida” se caracteriza por su relación con lo político y, más concretamente, con el Estado (aunque sea para negarlo, como el caso de la izquierda libertaria). Todo lo demás entra en la categoría de “izquierda indefinida”.
La izquierda «posmoderna» como “izquierda indefinida”
Para Bueno forman parte de la “izquierda indefinida” aquellas corrientes sociales que se consideran y son consideradas “de izquierdas” sin que en su ideario y sus manifestaciones aparezca una definición de posiciones en función de “variables políticas”. Se identifican en función de variable tomadas del terreno artístico, literario, psicológico, social, filosófico o etnológico-folclórico. Ahí tenemos toda la trama de ONGs, grupos feministas, SOS-racismo, coordinadora de gays, lesbianas y transexuales, grupos nacionalistas, etc.
Dentro de la “izquierda indefinida” Bueno distingue tres corrientes: la extravagante, la divagante y la fundamentalista, pero en la realidad admite que están profundamente imbricadas. La extravagante se caracteriza por variable que no forman parte del campo político (generalmente corrientes artísticas). La divagante la formarían elementos procedentes de alguna de las familias de la izquierda “definida”, pero que tienden a desbordar los marcos políticos y elevarse hacia una izquierda “cultural” y “ética”, una izquierda profunda, como “conciencia de la Humanidad”. Finalmente la izquierda fundamentalista se caracteriza por criterios preferenciales o valores muy dispares, pero que se mantienen tenazmente asociados, y, sobretodo, por la exigencia de “educar en valores” (SUS valores) a la juventud y al pueblo en general.
Esta izquierda fundamentalista, a la vez extravagante y divagante, se caracteriza, al menos, por tres ejes de actuación.
- El eje circular, caracterizado por el “multiculturalismo” y la “sociedad abierta”. Tolerancia (pero tolerancia cero con los “intolerantes”), pacifismo, diálogo y rechazo a cualquier signo de nacionalismo canónico (la bandera), pero paradójicamente, apoyo a todos los nacionalismos fraccionarios.
- El eje radial, caracterizado por el “ecologismo” y el animalismo. El elemento “animalista” tiende a tener cada vez más importancia, vinculado a corrientes veganas, a la lucha contra la caza, las corridas de toros y, en general, a cualquier manifestación de “especismo”, al que se define como la dominación “fascista” de una especie (la humana) sobre las otras especies.
- El eje angular es el agnosticismo teológico, lo que no le impide simpatizar con las ideas más extrañas, desde el Feng Chui hasta la creencia en la vida intergaláctica.
A nuestro entender habría que añadir un cuarto eje (que podría estar incluido en el primero): la lucha contra el heteropatriarcado, donde se dan cita las reivindicaciones feministas, las de los homosexuales y de los transexuales.
Todo el aparato ideológico de la izquierda posmoderna, tanto en su versión moderada como radical, responde a este esquema. No hablan de la conformación del Estado, ni de relaciones de producción, ni de dinámica de clases (es decir, no hablan en términos propiamente políticos), sino de “progreso”, de “lucha contra la exclusión” y de “minorías oprimidas”.
Lejos de una doctrina revolucionaria, el mensaje que transmite la izquierda posmoderna es de un sermón moralistas, con ribetes de puritanismo.
[1] José Alsina Calvés (2011) “La generación del 98. Introducción” Nihil Obstat, revista de historia, metapolítica y filosofía, nº 16, pp. 35-40.
[2] Abbagnano, F. Y Fornero, G (1996) Historia de la Filosofia, vol. IV, Tomo I. Barcelona, Hora SA, p. 113.
[3] De Maeztu, R. (1919) La crisis del humanismo.Los principios de Autoridad, Libertad y Función a la luz de la Guerra. Barcelona, Ed. Minerva. Alsina Calvés, J. (2013) Ramiro de Maeztu. Del regeneracionismo a la contrarrevolución. Barcelona, Ediciones Nueva República.
[4] Dugin, A. (2013) La Cuarta Teoría Política. Barcelona, Ediciones Nueva República.
[5] Marcuse, H. (2010) Eros y Civilización. Barcelona, Ed. Ariel.
[6] Marcuse, H. (2016) El Hombre unidimensional. Barcelona, Ed. Planeta.
[7] Bueno, G. (2003) El mito de la izquierda. Las izquierdas y la derecha. Barcelona, Ediciones Grupo Z.