Josep Pla y el mito cultural catalanista

Josep Pla y el mito cultural catalanista. José Vicente Pascual

Los mitos fundacionales son importantes tanto para las naciones como para las culturas, y esta frase es una obviedad, mal empezamos. Por decir obviedades: un niño nacido en un pesebre, hijo de una pareja de carrilanos sin techo, sirvió para levantar la religión decisiva en la historia de occidente; un príncipe que combatía a los sajones en la Gran Bretaña fue necesario para tramar la leyenda de Arturo pese a que los afanes del literaturizado monarca acabarían en frustración absoluta, no hay más que leer la lamentación de Chesterton sobre la conquista sajona de Inglaterra (Una historia corta de Inglaterra, 1917). Así sucesivamente. Entre Nibelungos, godos y ostrogodos, Eneas, el Dos de Mayo y Juana de Arco, la historia de occidente persiste en mitos y gestas legendarias que autoricen y den sentido a la realidad fáctica —no ficcionaria, no narrativa— de cada época. En España tampoco andamos faltos de imaginación, ni en lo que concierne a la episteme común —ahí están las andanzas del Cid, la grandeza de los Católicos Reyes o los milagros en la conquista de América—, como en lo relativo al ideario nacionalista en las periferias, con especial fruición en el País Vasco y Cataluña. Galicia es otro cantar, qué duda cabe. La tradición literaria galaico portuguesa y la prolijidad de sus culturas locales en asuntos mágico-religiosos hacen del noroeste español una excepción muy rica y llena de aliento lírico. De Valle Inclán a Cunqueiro y de Castelao a Rosalía hay recorrido suficiente para argumentar esto último, aunque no es el caso ni el motivo de este artículo. Llevo la lupa a otros lugares, uno del que apenas merece la pena hablar porque apenas hay legado escrito al respecto, y me estoy refiriendo al ancestralismo nacionalista vizcaíno y guipuzcoano; y otro en el que hay mucha más materia sobre la que fijarse: el historicismo nacional catalanista, todo un mundo.

En resumidas cuentas —tampoco es cuestión de enrollarse, tampoco el sufrido lector tiene tanta paciencia—, el relato cultural sería más o menos: después de un largo período de decadencia en el uso literario de la lengua catalana —sin duda por avasallamiento del rudo, inhóspito e invasor castellano— en el siglo XIX se produce un providencial renacimiento de este idioma, en sus formas poéticas más refinadas, siendo denominado el fenómeno “renaixença”. Sus autores fundamentales serían Maragall, Aribau y, sobre todo, Jacinto Verdaguer. La renaixença marca un hito pedagógico de primer orden porque habría supuesto no sólo el retorno a una expresión literaria de primer nivel en catalán sino porque cimenta la enorme potencialidad ideológica del catalanismo como arma política frente al centralismo castellano, el poder de la corona española en tierras tradicionalmente inclinadas al republicanismo, etcétera. Sin embargo hay que rebuscar en la verdad sobre las ideas más que en las verdades propuestas por ideas indemostrables. Unos cuantos párrafos sensatos, escritos por el autor catalán más airoso y penetrante del siglo XX, ponen en solfa todo el entramado. Josep Pla, hombre asentado en la sencillez del pensamiento práctico y en la fineza de la observación sin contaminar por la ideología, despacha la cuestión con esta elegancia:

De madrugada trato, una vez más, de leer a Verdaguer. No he podido, hasta ahora, terminar ni un solo canto de L’Atlántida o del Canigó. Me avergüenzo, incluso, de confesarlo… Hago otro esfuerzo. Hinco el diente. El asunto no funciona. Toda esta enorme geología, todas estas historias desorbitadas, no me producen el menor interés. Comprendo que estos escritos son una gran cosa y que las literaturas tienen que contener estos balumbos de la misma manera que en los grandes palacios tiene que haber enormes chimeneas que no calientan, meramente decorativas, y tapices colgados de las paredes. Comprendo, asimismo, que mi sensibilidad es muy incompleta. Pero no puedo evitarlo. La sensación de vacío, la escombrera de verbalismo, glorioso, efectista, pero totalmente desligado de la vida humana auténtica, la sonoridad grandiosa de las estrofas, me esteriliza toda posibilidad de atención o de curiosidad.

He oído suspirar alguna vez:

—¡La mística, la poesía mística de Verdaguer…!

Pero yo querría que alguien me explicase qué relación tiene este país, poblado por esta clase de payeses, por esta clase de palurdos de la industria y del comercio, con la mística. Querría que alguien me explicase qué intención tenía Verdaguer en tratar de ligarnos, a través de la mística, con una literatura tan intrínsecamente forastera.

En estas líneas se condensan las razones por las que Pla es denigrado en privado por el nacionalismo catalán e incluso, en público y siempre en los ámbitos de la puridad catalanista, detestado. El autor no hace sino señalar lo que nadie quiere ver —aquello del rey desnudo—, pero ya sabemos que al discurso nacionalista le viene mal, fatal, la realidad, la cual se tomará como ofensa irreparable en cuanto roce a alguno de sus dogmas capitales. No quiero ni pensar lo que habría escrito y cómo se habría explayado Pla si hubiese conocido el pleno y adornado delirio del mito 1714-Diada Nacional. En el fondo, la cuestión parece simple: los mitos funcionan cuando quedan integrados en el sistema de referencias ético-culturales de la masa popular; cuando se transfiguran en discursos políticos y las élites los instrumentalizan como argumentos contra sus adversarios, adquieren la dimensión terrible de lo grotesco. La Agustina de Aragón nacida en Barcelona y enterrada en Ceuta que luchó contra el francés invasor en Zaragoza, es una figura épica y venerable; la Agustina de Orduña y de los libros de texto imperiales da vergüenza ajena, por desaforada y lunática. La cultura y literatura catalanas son un vértice fundamental en la historia de la civilización de occidente, pero las fábulas catalanistas servidas en la merienda de los políticos son de dar mucha grima.

Decía Borges —tantas cosas dejó Borges dichas…— que la Odisea es la obra fundamental de la historia humana porque en ella queda todo dicho. No sé si exageraba el palermitano pero sí tengo claro que a partir de las inmensas construcciones épicas de la Iliada y la Odisea hay que tener mucho cuidado con los mitos que se van construyendo, por dos razones fundamentales: porque todo está ya propuesto desde mucho antes y porque en el arte, en el territorio de la imaginación, en el relato epopéyico y en los sinuosos pantanales de la moralidad literaria, entre lo sublime y lo ridículo hay un paso muy pequeño. Y si son los políticos e ideólogos de causa quienes manejan la intervención de aquellos elementos, no lo duden: tarde o temprano darán ese paso. Vendrán entonces los grandes discursos y la pompa y la proclama y con toda ese bambolla llegará, fatídica, la vergüenza. O mejor dicho: la desvergüenza.

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