El problema no está en que se cometan tropelías o se justifiquen posiciones ideológicas sectarias, delirantes y totalitarias en nombre de la ciencia; la cuestión no se perjudica más de lo que ya está porque bajo el paraguas de la ciencia se cobijen y busquen coartada planteamientos políticos que buscan la consolidación del magma humano contemporáneo hasta convertirlo en inmenso escorial, una chatarrería planetaria en la que ninguna opinión ajena a la verdad oficial, autorizada por la ciencia, será digna de consideración sino, en todo caso, de censura.
No, ese no es el problema. En nombre de la ciencia —no de la charlatanería, no de la pseudociencia, no de la magufería: de la ciencia—, se han cometido cantidad de disparates, abusos, metidas de pata e incluso notorios crímenes contra la especia humana.
En nombre de la ciencia y con la autoridad de la ciencia se ha castrado a personas con deficiencias mentales, se ha lobotomizado a enfermos psiquiátricos, a “tarados genéticos” que no presentaban los rasgos raciales propios de determinadas civilizaciones supermodernas —no hablo del nazismo, quienes estén familiarizados con este asunto saben a qué gimnasia sueca me refiero—; con la ciencia por bandera se ha atiborrado de láudano, cocaína y otras drogas devastadoras a mujeres “histéricas”, inconformistas y demasiado incuriosas, y se las ha encerrado en instituciones tutelares junto a esquizofrénicos, dementes, marginados, alcohólicos, ninfómanas irredentas y otras gentes de mal vivir; con la ciencia como remedio se ha “curado” a homosexuales mediante terapia de electroshock e inhibidores del apetito sexual, se ha esterilizado a mujeres en estado de exclusión social y demasiado paridoras, también a mujeres jóvenes de buena familia que venían inclinándose hacia conductas “escandalosas”, a madres con más de un hijo en según qué países —no sólo China, África ha sido el gran laboratorio experimental para todo remedio en ciernes contra plagas, virus y pandemias, para todo proyecto de ingeniería demográfica—. Y hablando de China, en nombre de la ciencia y de un método “científico” de análisis de la realidad, tanto en lo que concierne a la naturaleza como a las sociedades humanas, se ha sometido a países inmensos que albergaban, más o menos, a la mitad de la población del planeta, millones y muchísimos millones de personas aplastadas bajo odiosos regímenes dictatoriales, no tan aborrecidos por lo criminales que fueron y son como por la miseria en la que mantuvieron y mantienen a sus desdichados súbditos. Aquello era ciencia, no se olvide. No era y no es sólo una teoría política, un método de análisis de las contradicciones y conflictos sociales: es ciencia. Eso, no lo olvidemos.
Hablando de ciencia, pregunten a los/las patriarcas y patriarcos cristianos, judíos, musulmanes, budistas, taoístas e hinduistas qué opinan sobre la interrupción voluntaria del embarazo —aborto provocado, a cada cosa su nombre— para mantener los niveles de población en cifras sostenibles, para apuntalar la libertad absoluta de las mujeres en lo que toca a decidir sobre su propio cuerpo, todo con su preceptivo garante científico. Yo en este asunto ni entro ni salgo, no soy quién para decir a las personas cómo deben conducir sus vidas, lo que está bien y lo que está mal, pero pregunten, pregunten… Científicamente —estadísticamente— hablando, con números a la vista, cristianos, judíos, musulmanes, budistas, taoístas e hinduistas concentran el 82% de la población mundial. 1’7 millones de interrupciones voluntarias en el mundo —2021—, no son poca cosa. Más de 30 millones en lo que llevamos de siglo —con auxilio de la ciencia médica, otra cosa es el improvisado—, parece, por lo menos, materia digna de estudio y debate. Y de tomar acuerdos razonables que no perjudiquen a nadie y de paso nos alejen de convertirnos en una civilización que, científicamente, se libra de sus embriones a demanda de la clientela.
Pero a lo que íbamos: lo malo de la invocación a la ciencia y la utilización de la ciencia para generar monstruos no es todo eso. Todo eso ya lo sabíamos. Lo malo de la ciencia —y para la ciencia— es convertirla en religión y que cualquier mostrenco con dos años de primaria y doce de sofá en casa del padre pueda utilizarla —a la ciencia me refiero— como argumento en favor de cualquier majadería. Lo malo de la ciencia … No lo malo, lo pésimo, es que cualquier político de cuatro pesetas, salido del pantanal de intereses privados que son los partidos políticos, puede valerse del recurso de la ciencia para imponernos su visión del mundo. Si yo fuese científico, nada más escuchar el nombre de la ciencia en boca y labios de un político de esos que se hacen fotografías ante la tierra quemada de los incendios veraniegos, me alarmaría mucho. Si yo fuese científico y mi convicción sobre el método y la radicalidad objetiva en busca de la verdad fuesen inamovibles, sentiría gran inquietud cada vez que el hombre del tiempo sale en televisión y promete un futuro apocalíptico de fuego y rechinar de dientes, porque lo dice la ciencia. Temblaría quizás de indignación cada vez que escuchase a un arrimado de aquellos, con la tesis doctoral comprada en internet, sentenciar con autoridad de premio Nobel: “Lo evidente no puede negarse, hay que salvar el planeta”.
Eso es lo malo que tiene la ciencia; o mejor dicho: lo malo que tiene hablar en nombre de la ciencia cuando son incapaces de hablar en nombre de la razón humana y, en realidad, predican en favor de otra verdad incontrovertible y tan evidente como el calor y los incendios forestales: la codicia universal y el ansia de hegemonía, igualmente tan humanas. Científicamente, que vayan a predicar a su abuela, la cual, científicamente, es la madre de su mamá. Seguro que les hace caso.