La confusion totalitaria 2

 

Totalitarismo

No hay totalitarismos sin un líder totalitario, dice Arendt. Y es que el totalitarismo, tal y como lo analiza la filósofa, es un fenómeno complejísimo en el que tienen lugar muchos elementos: las masas, disolución de las clases existentes, atomización, dominio, terror, ideologías… Sin embargo «nada resulta más característico de los movimientos totalitarios en general y de la calidad de la fama de sus dirigentes en particular como la sorprendente celeridad con la que son olvidados y la sorprendente facilidad con que pueden ser reemplazados»[11]. El totalitarismo se concentra en el líder, de él depende todo, de él surge todo, pero al ser un movimiento, después de él debe continuar todo. Por eso aunque Hitler y Stalin dedicaron mucho esfuerzo en concentrar un culto a su persona, y lo consiguieron, tras su muerte sus adeptos no tuvieron especiales dificultades en olvidar su efigie, no hizo falta recurrir en exceso a una propaganda contraria.

Otra característica importante de los líderes totalitarios es su capacidad para fascinar a las masas[12], ayudados por las campañas mediáticas que se dedicaron a hacer de cualquier opinión de éstos norma, ley y verdad. El apoyo de las masas era fundamental para Hitler y para Stalin —siendo más destacado en el primero—; sin ellas no podrían haber gobernado como lo hicieron, porque el gobierno totalitario se basa en las masas. Y es que uno de los objetivos principales de los gobiernos totalitarios era y es el control y movilización de las masas, unas masas que hasta el surgimiento de estos regímenes habían tenido una presencia política bastante escasa. Otro efecto importante relacionado con las masas es el verdadero altruismo de los seguidores del totalitarismo, seguidores que son capaces de sacrificarse a sí mismos o a cualquiera de sus allegados por mor del movimiento. Una perfecta ejemplificación de la servidumbre voluntaria. Hay una identificación y conformismo tal con el movimiento que cualquier cosa que se presente como necesaria para el triunfo y el bien del movimiento justifica cualquier acción. Todo está justificado por un supuesto bien supremo. Teleología y axiología se dan la mano. Y es que «los movimientos totalitarios son organizaciones de masas de individuos atomizados y aislados»[13]. Son individuos alienados, y la alienación del mundo lleva al individuo masa, por la pérdida de mundo.

La lealtad incondicional sólo se le puede pedir a aquellos individuos aislados socialmente, pues ello lleva a la identificación total del individuo con el movimiento totalitario. El movimiento es aquello que da sentido a su lugar en el mundo, del que previamente han sido alienados. Es su fe, su vida. Por ello una de las características más resaltables del movimiento totalitario es su exigencia de lealtad total a los individuos a los que engloba, incluso antes de que se haya llegado al poder. Además, «la lealtad total es posible cuando la fidelidad se halla desprovista de todo contenido concreto»[14], esto es lo que permite a los movimientos aglutinar ciegamente a gran diversidad de gentes. Dada su ambigüedad[15], se presentan como la verdad única, y los cambios de rumbo en las opiniones o doctrinas según se desarrollen las circunstancias no supondrán un defecto para el adepto, que entenderá que todos estos cambios son necesarios, no producto de un error[16]. El totalitarismo, por su radicalidad y su cambio de rumbo constante, realiza un ataque más efectivo al statu quo que cualquier otro movimiento revolucionario anterior. Esto es algo que precede y explica la pretensión, una vez alcanzado el poder, a la organización total de la vida del país. Aunque sólo quede en pretensión. Por eso será tan importante que los totalitarismos vayan precedidos de movimientos totalitarios que preparen a los individuos ideológica y psicológicamente para el gobierno total. Si no hay estos elementos previos, eso se tiene que hacer desde cero una vez que se ha llegado al poder.

Es así como los movimientos totalitarios pretenden organizar a las masas, que se dejan organizar, y que piden ser organizadas, pues, como señala Arendt, «los movimientos totalitarios son posibles allí donde existen masas que, por una razón u otra, han adquirido el apetito de la organización política»[17]. Así, los ideólogos y líderes totalitarios, los demagogos, borran toda diferencia entre el dominador y el dominado. El líder totalitario no se presenta como un déspota con ansias de poder que los controla a todos, sino que se presenta como un funcionario que está guiando a las masas, pero siguiendo el guion que estas le han puesto. Así, al presentarse como un mero funcionario puede ser reemplazado en cualquier momento y tanto depende él de la «voluntad» de las masas a las que encarna como estas dependen de él. Dicho kantianamente, sin él las masas no son nada más que una fuerza amorfa, pero el líder sin las masas es algo vacío. Por tanto, las masas indiferentes, atomizadas, jugaron un papel esencial en el totalitarismo, pero el surgimiento de este no se explica sólo por estas masas. Los movimientos totalitarios son también claramente antiburgueses, porque la ruptura del sistema de clases existente significa la ruptura del sistema de partidos, ya que los partidos representan intereses de clase, y sin estas los partidos pierden su sentido —el fenómeno de los colectivos actualmente tiene ciertos paralelismos con esto—. El totalitarismo, a diferencia del fascismo o del autoritarismo, no se contenta con gobernar desde el Estado y desde la violencia, esto sería una forma de dominación externa. El totalitarismo, a través de su ideología y de los aparatos de coacción, domina desde dentro.

Otra característica que Arendt resalta es la importancia de la adhesión de las élites de todo tipo a los movimientos totalitarios. Parece que sería comprensible que la masa inculta, ignorante, se adhiera incondicionalmente a estos movimientos. Pero resulta mucho más chocante y a la vez mucho más rechazable la misma actitud por parte de las élites intelectuales —aunque de todos es conocido el carácter mercenario de muchos intelectuales—. Y es que el activismo terrorista practicado por los movimientos totalitarios atrajo tanto a la élite intelectual como al populacho por las características del nuevo terrorismo ejercido por estos grupos. No era simplemente un tipo tradicional de terrorismo para eliminar ciertas personalidades con un cierto objetivo político, contra la opresión o alguna de estas justificaciones, no, este terrorismo del periodo de entreguerras era de algún modo «una clase de filosofía a través de la cual se podía expresar el resentimiento, la frustración y el odio ciego, en un tipo de expresionismo político que recurría a las bombas para manifestarse»[18].

Lo que atrajo en definitiva a las élites al totalitarismo fue el radicalismo como tal. Si bien «sólo el populacho y la élite pueden sentirse atraídos por el ímpetu mismo del totalitarismo; las masas tienen que ser ganadas por la propaganda»[19]. Pero la propaganda —tarea en la cual el gobierno nazi, a través de Goebbels, fue más hábil que el soviético— está determinada por el exterior, por las presiones de los regímenes contrarios; los movimientos totalitarios en realidad lo que hacen es adoctrinar, la propaganda es sólo una cuestión de lucha contra el enemigo exterior. Los regímenes totalitarios gobiernan por el terror sobre masas de población ya sometidas y partidarias del régimen, y la propaganda es una cuestión de guerra psicológica. Su verdadero método para el adoctrinamiento es el terror, incluso es habitual que se prohíba la propaganda. Todo ello porque «la propaganda […] es un instrumento, y posiblemente el más importante, del totalitarismo en sus relaciones con el mundo no totalitario; el terror, al contrario, constituye la verdadera esencia de su forma de Gobierno»[20]. Las masas modernas no creen en su propia experiencia, no piensan en algo consistente, real, algo que puedan alcanzar, siquiera en invenciones o ilusiones. Lo que convence a las masas, señala Arendt, es la consistencia del sistema en el que están insertos. Y este convencimiento de la consistencia interna del sistema les viene de la continua repetición doctrinaria, a base de repetir las mismas consignas estas se hacen evidentes y coherentes entre sí.

Esta rebelión de las masas contra el realismo, el sentido común y las cosas plausibles es producto, dice Arendt, de su atomización, de la pérdida de un estatus social como producto de la disolución de las clases. Porque en esta situación, «la característica principal del hombre-masa no es la brutalidad y el atraso, sino su aislamiento y su falta de relaciones sociales normales»[21]. Con la disolución de la Nación-Estado y la sociedad de clases tras el imperialismo, se perdió el marco de las relaciones sociales en el que se establece el sentido común. De modo que la adhesión incondicional a los movimientos fue lo único que estas masas atomizadas, este populacho, encontraron para dar cierto sentido a su propia existencia. La propaganda y la doctrina totalitaria crearon un mundo ordenado y lógico paralelo al real, que es siempre más contradictorio y complicado que el que vende la doctrina totalitaria, tendente a la simplificación. Por ello, por esta perfecta coherencia que encubre una irrealidad, su adhesión es más fácil para las masas.

Estas consideraciones son las que llevan a Hannah Arendt a señala que es un error considerar a Hitler o a Stalin como líderes totalitarios (sólo) bajo la noción weberiana de líder carismático. Esto sería un error interpretativo, afirma la filósofa alemana, porque tanto Hitler como Stalin, aunque eran carismáticos y buenos oradores, no basaron su poder (únicamente) en esto, sino que la disciplina y el adoctrinamiento junto con el terror fueron sus principales instrumentos de dominio de las masas. En lo que respecta a la adhesión de los más allegados a los líderes, la forma en que Hitler y Stalin se aseguraron la lealtad de sus subalternos fue el asegurarse que sus puestos se debían enteramente a ellos. Era gracias a Hitler o a Stalin que ellos estaban donde estaban, e igual que los había puesto ahí los podía quitar o liquidar[22]. A esto se añade el truco psicológico de hacerles pensar que sin él todo se perdería. La lealtad al jefe es lo que asegura la victoria del movimiento y que representa la verdad, la palabra misma, todo lo que él asegura es la pura realidad. El mundo se reduce a lo que el jefe diga de él y él depende del jefe.

Una contradicción a la que se tienen que enfrentar los movimientos totalitarios cuando alcanzan el poder es cómo mantener ese ímpetu del movimiento continuo, de la revolución continua de la que hablaba Trotsky, y de la conquista mundial, con la estabilidad interna necesaria para gobernar. Esto lleva a los totalitarios a perder su impulso revolucionario una vez que llegan al poder, porque los movimientos totalitarios, una vez en el poder, usan toda la estructura estatal preexistente para sus propios fines —y es que las revoluciones son tan destructoras como conservadoras—. Como dicen Virginia Aguirre y Mijail Malishev, los «regímenes totalitarios quieren conquistar y controlar la maquinaria del Estado, tanto como la transformación radical de la sociedad y de toda la humanidad, por medio de un movimiento que debe ser constante, lo que implica dominar de manera permanente todas las esferas de la vida de cada individuo»[23]. De modo que «el totalitarismo en el poder utiliza al Estado como su fachada exterior, para representar al país en el mundo no totalitario. Como tal, el Estado totalitario es el heredero lógico del movimiento totalitario, del que obtiene su estructura organizativa»[24].

Y el nuevo Estado totalitario no sólo utiliza al Estado preexistente, sino que lo amplía, deforma y reforma de modo que se convierte en el instrumento de control total y en realización del movimiento, que termina superando estas estructuras. Y es que «el «Estado totalitario» es un Estado sólo en apariencia y el movimiento ya no se identifica verdaderamente ni siquiera con las necesidades del pueblo. El movimiento, para entonces, se halla sobre el Estado y sobre el pueblo, dispuesto a sacrificar a ambos en aras de su ideología»[25].

Por último, el terror. Esta será la esencia del totalitarismo, que se reflejará en los campos de concentración —que también serán de exterminio—. Los campos de concentración, aunque existían ya bastante antes de los regímenes totalitarios, muestra a las claras los métodos de dominación de estos regímenes. Porque en ellos se encerraba a aquellos cuyos delitos no podían ser probados y tampoco podían ser condenados tras procesos legales ordinarios. Aquí se entra en el principio nihilista de que «todo está permitido o todo es posible». Porque, se plantea Arendt: ¿qué sentido tiene por ejemplo el concepto de asesinato cuando nos enfrentamos a la producción en masa de cadáveres? Ese horror parece necesario, esencial, para entender el totalitarismo. Porque el totalitarismo, y esto es importantísimo para poder diferenciar entre gobiernos totalitarios y gobiernos autoritarios, es un sistema en el que no sólo se pretende la dominación total y despótica de los hombres, sino que lo que se pretende es un sistema en el que dichos hombres sean superfluos, no significan nada para el sistema. Porque el sistema está por encima de todos sus componentes, incluso del líder. Así el individuo desaparece, su espontaneidad se borra, tan sólo es una marioneta ideologizada y anulada. La individualidad, el carácter propio, la capacidad de acción, es algo intolerable dentro de un régimen totalitario. La mejor forma de realizar esto, dice la filósofa alemana, es mediante los campos de concentración, que llegarán a suponer de algún modo un cambio en la propia naturaleza humana. Dicho de otra forma, «si el hombre es, por naturaleza, creativo, fuente de nuevos inicios y de acciones imprevistas, entonces se comprende perfectamente que «lo que tratan de lograr las ideologías totalitarias no es la transformación del mundo exterior o la transmutación revolucionaria de la sociedad, sino la transformación de la naturaleza humana. Los campos de concentración son los laboratorios donde se prueban los cambios en la naturaleza humana»»[26].

Para Arendt los campos de exterminio son de tal radicalidad y novedad que «no tenemos nada en qué basarnos para comprender un fenómeno que, sin embargo, nos enfrenta con su abrumadora realidad y destruye todas las normas que conocemos»[27]. Este mal radical es de tal magnitud que no tenemos experiencias históricas que puedan ayudarnos a comprender el fenómeno, porque, como señala Arendt, hasta el momento, ni siquiera en Kant que es quien acuña el término, se había pensado en la posibilidad de un mal de tal calibre. Lo único que podemos decir sobre esto, afirma, es que este mal radical ha surgido en relación con un sistema político en el que todos los hombres han sido considerados superfluos, menos que nada[28]. El nuevo acontecimiento de los totalitarismos muestra para la alemana que las categorías tradicionales de la política, el derecho, la ética o la historia son por completo insuficientes para explicar la esencia del totalitarismo. Porque la naturaleza del totalitarismo no se puede explicar sólo como una manifestación del poder, de la legalidad o del nihilismo de ciertos gobernantes. Es necesario recurrir a categorías nuevas para acontecimientos nuevos, a pesar de que, como muestra la genealogía que hace del totalitarismo, éste no es algo que surge ex nihilo, sino que surge de sucesos sociales y políticos previos que terminarían cristalizando en un nuevo acontecimiento radicalmente nuevo. Pero siempre teniendo en cuenta que los orígenes que Arendt encuentra en el totalitarismo no son hechos históricos que determinasen «con la necesidad del bronce» ese nuevo acontecimiento, es decir, que el surgimiento del totalitarismo a partir del antisemitismo, el imperialismo y demás elementos que señala la pensadora alemana no tenían por qué llevar a lo que finalmente ocurrió. No hay un determinismo o una teleología histórica. Es una vez ocurrido, insistimos, como el acontecimiento puede arrojar luz sobre sus orígenes, pero el acontecimiento en sí mismo no puede deducirse lógicamente de ellos. La historia humana es contingencia, una lucha de fuerzas continua.

Por tanto, ¿qué es el totalitarismo, cuál es su diferencia fundamental respecto a otras formas de gobierno? La diferencia fundamental del totalitarismo, además de su novedad histórica, respecto a otras formas de gobierno como el despotismo, el absolutismo, la tiranía o la dictadura está en que los gobiernos totalitarios desarrollaron nuevas instituciones políticas y, a la vez, destruyeron las tradiciones que sostenían a las antiguas. Transformaron las clases en masas —atomizando previamente a los individuos que componían dichas masas—, rompieron el sistema democrático de partidos e instauraron no sólo un partido único, un sistema unipartidista, sino un movimiento de masas. Además, estos gobiernos desplazaron el centro del poder desde el ejército a la policía, y respecto a la política exterior establecieron su fin en la dominación mundial. Todo esto acompañado con un cambio de valores, un transvaloración de los valores que diría Nietzsche, en lo que respecta a las categorías legales, morales e incluso utilitarias.

Y es que en el totalitarismo todas las leyes son leyes del movimiento, leyes que se hundían en el inmoralismo y en el nihilismo. Por eso aunque se apelase a la naturaleza en el nazismo o a la historia en el caso soviético, estos no actuaban como elementos estabilizadores, ya que naturaleza e historia son movimientos en sí mismos. Y si es ley de la naturaleza (darwinismo) o de la historia (materialismo histórico) que determinadas razas/clases/individuos tengan que desaparecer, la ley se convierte en la «ley de matar, por la que los movimiento totalitarios se apoderan y ejercen el poder»[29]. Una ley que seguiría siendo ley del movimiento aunque se consiguiese someter a toda la humanidad[30]. Así, el terror, declara Arendt, es la esencia del totalitarismo, de la dominación totalitaria. «El terror es la realización de la ley del movimiento: su objetivo principal es hacer posible que la fuerza de la Naturaleza o la Historia corra libremente a través de la Humanidad sin tropezar con ninguna acción espontánea»[31].

Cualquier acción espontánea, toda acción libre, es decir, contraria al movimiento que todo lo unifica y homogeniza, es considerada como un enemigo objetivo y su eliminación está plenamente justificada. Desde el totalitarismo cualquier oposición a la supuesta ley natural o histórica convierte al contrario inmediatamente en culpable y justifica su eliminación. Por eso el terror comienza con el aislamiento, con la atomización. En un gobierno totalitario todos los hombres se han convertido en Un Hombre, no hay oposición posible. Como señala Arendt, «la dominación total es la única forma de gobierno con la que no es posible la coexistencia»[32]. El terror se revela así como el instrumento principal y más eficaz para el cumplimiento de las leyes del movimiento, su fin es ayudar a la naturaleza o a la historia a conseguir su cumplimiento en toda la humanidad. Toda oposición a ello es una traición a la humanidad y al movimiento y debe ser eliminado, el terror actúa aquí como un elemento purificador y está completamente justificado. Estas formas de pensar no es algo que resulten extrañas hoy día.

Contrariamente a esto, para Hannah Arendt el poder reside en la capacidad de acción conjunta, cuando los hombres actúan juntos pueden ejercer y demostrar su poder, sin embargo «los hombres aislados carecen de poder»[33]. De ahí que el aislamiento y la impotencia, esto es, la anulación de la capacidad de actuación, son principio y característica del totalitarismo. Un aislamiento que no sólo destruye la capacidad de acción conjunta, sino que además anula la esfera privada de cada sujeto atomizado, el terror «no deja espacio para semejante vida privada» porque «la autocoacción de la lógica totalitaria destruye la capacidad del hombre para la experiencia y el pensamiento tan seguramente como su capacidad para la acción»[34]. Así, el aislamiento se traduce en soledad, el terreno propio del terror, cuando el sujeto pierde toda importancia, se encuentra desarraigado, y sólo es considerado un animal laborans, sólo es un engranaje de la maquinaria productiva y totalitaria[35]. Porque los totalitarismos, como las tiranías, no pueden existir sin destruir las capacidades políticas de los hombres, quedando todo sometido al movimiento. De este modo cada hombre pierde la confianza en sí mismo, y toda capacidad de experimentar el mundo y toda capacidad de pensamiento. Sin capacidad de acción política todo lo humano se desvanece en el aire. «De aquí que Arendt refute el esquema que ofrece la idea «tradicional» de la naturaleza humana, que concebiría al hombre como una sustancia en la que se basarían como modos accidentales las características políticas. Según esa concepción «tradicional», cabría pensar que la sustancia permanece aunque se destruyan los modos accidentales. Arendt piensa, por el contrario, que el hombre, privado de su condición política, carece de lo que le hace propiamente humano. La pérdida de su condición política priva al hombre de lo que podríamos llamar un derecho esencial suyo: el derecho a la acción. En línea con lo que se nos irá perfilando como el pensamiento político de Arendt, podríamos incluso identificar la «naturaleza humana» como el conjunto de las condiciones últimas de la acción humana»[36]. La privación de la significatividad de la acción es la privación de lo fundamental para el hombre, de su libertad.

Todo ello, esa destrucción de la esencia humana, a su vez queda justificado y sostenido a través de las ideologías totalitarias, a la lógica impuesta por las ideologías, porque «la única capacidad de la mente humana que no precisa ni del yo ni del otro ni del mundo para funcionar con seguridad y que es independiente de la experiencia como lo es del pensamiento es la capacidad de razonamiento lógico cuya premisa es lo evidente por sí mismo»[37]. Para establecer un régimen totalitario es necesario que el terror se presente como el instrumento de realización de una ideología —ideología que debe haberse ganado la adhesión de muchos seguidores, de las masas, incluso antes de que el terror se normalice—, puesto que la ideología no tiene poder por sí misma de obligación, requiere del terror. Es decir, «la idea en sí misma, y esto es lo que supone en definitiva la crítica a la metafísica y concretamente a la lógica dialéctica hegeliana, es impotente para producir en sí misma la realidad. Por ejemplo, la ideología del nazismo es impotente para producir por sí misma el totalitarismo nazi. Este trabajo de producir el fenómeno político del totalitarismo, señalado por la ideología, es realizado por el terror. El terror realiza lo que la idea señala que tiene que ser la realidad. El terror es la forma suprema de control sobre la realidad. En los Estados totalitarios este control tenía como finalidad mantener, sin distorsión alguna, el movimiento de deducción del acontecimiento a partir de la idea. Por ello, era un control de la vida a través de lo único que puede impedir la libre manifestación de la vida más allá de cualquier control: la muerte»[38]. Es con los totalitarismos de Hitler y Stalin cuando las ideologías demostraron su gran potencia política, combinando el «enfoque científico» con elementos filosóficos, pretendiendo así ser una filosofía científica. Mediante la ideología —un ismo capaz de reducir y explicar para sus adeptos, gracias a su simplificación y coherencia, toda la realidad a partir de una o unas pocas premisas— la dominación totalitaria guía el comportamiento de sus súbditos de tal forma que les permite adoptar tanto el papel de ejecutores como el de víctimas.

Pero a pesar de todo, es en estos elementos del totalitarismo donde Arendt encuentra su debilidad, ya que la dominación totalitaria, igual que la tiranía, o igual que la burguesía para Marx, incluye los propios gérmenes de su propia destrucción. Porque la soledad y la deducción lógico-ideológica de lo peor que procede de ambas «representa una situación antisocial y alberga un principio destructivo para toda vida humana en común», pero es que «la soledad organizada es considerablemente más peligrosa que la impotencia organizada»[39]. El totalitarismo tendrá que caer por su propio peso, nos dice la filósofa alemana.

 

Conclusión

Pues bien, como hemos señalado, los dos principales totalitarismos del siglo XX fueron el nazi y el soviético. Es tras la Gran Guerra cuando los totalitarismos surgieron, debido al agotamiento de los sistemas de partidos y a la quiebra social de las clases existentes por el creciente número de las masas desarraigadas. Los partidos burgueses fueron incapaces de seguir funcionando como representantes de intereses de clase y se convirtieron en simples defensores del status quo. Tras la Gran Guerra, como señala Arendt, las democracias liberales tenían un débil poder, y los movimientos extremistas tanto de izquierdas como de derechas abominaban y atacaban el liberalismo y el parlamentarismo. En el caso nazi esto se agravaba debido a la situación económica catastrófica que Alemania sufría y por la humillación sufrida tras la derrota de la guerra y las duras imposiciones y castigos de las potencias vencedoras. La nación alemana pedía a gritos un líder fuerte que levantase de nuevo al país y que lo sacase de su postración. Es con estas promesas que Adolfo Hitler, con su Partido Obrero Nacional Socialista Alemán, consiguió ganar las elecciones de 1933. En ese momento suspendió, nunca la eliminó, la Constitución de Weimar e instauró el Estado de excepción, haciéndose con todo el poder. Es aquí donde comienza el rápido ascenso de totalitarismo nazi que se revelaría en su mayor crudeza durante la Segunda Guerra Mundial a partir de 1939.

El totalitarismo nazi, como acabamos de señalar, fue un totalitarismo en toda regla. Pero creemos que el totalitarismo soviético requiere y merece un tratamiento especial, diferenciado. Y esto, para empezar, por dos razones: primero porque tuvo una mayor duración que el totalitarismo nazi y pudo dejar sentir su influencia durante más tiempo que éste, con lo que pudo desarrollar en mayor medida las características del gobierno totalitario; y en segundo lugar porque, como señala Arendt, el totalitarismo soviético fue algo que tuvo que «construirse desde cero», es decir, no contó con unas condiciones históricas parejas a las alemanas. En el caso alemán ya se habían dado las condiciones históricas que propiciaban el surgimiento del gobierno nazi, la nación alemana clamaba por un cambio de la situación de postración y empobrecimiento, pero, como señala en varias ocasiones la filósofa alemana, el totalitarismo soviético parte de la revolución comunista ya realizada, esto es, en Rusia ya se había producido una revolución en la que se había instaurado el gobierno comunista, el cual trabajaba ya por establecer una situación igualitaria, estable, justa y prometedora para toda Rusia. O dicho de otra forma, el totalitarismo de Stalin no era necesario para el desarrollo del comunismo en Rusia, de modo que fue «Stalin, quien empezó a construir la base de su régimen totalitario desmontando precisamente los principios básicos de la NEP de Lenin, para reinstaurar el autoritarismo económico»[40]. Así pues, el totalitarismo soviético tiene para Arendt un origen y un fin bien definidos: José Stalin[41]. Cuando Lenin murió, los diferentes desarrollos del socialismo no totalitario eran posibles, pero fue Stalin el que realizó ese paso al poder totalitario a través del control absoluto del partido y en general de todos los órganos de poder soviéticos.

Aunque la pensadora alemana a lo largo de sus Orígenes del Totalitarismo va a hablar del totalitarismo como un fenómeno común tanto en Alemania como en Rusia, insistiendo en la importancia de atender a los elementos comunes, no puede dejar de señalar las diferencias —nosotros en nuestra misma exposición ya hemos ido indicando algunas—. Saltan constantemente. Y esto es lo que más nos interesa señalar porque aún hoy día, y es raro quien no cita aquí a Arendt, es muy común encontrar continuas equiparaciones entre un caso y otro, es casi un dogma en ocasiones. Sin embargo, como afirma la propia autora, los totalitarismos de ambos países no podían dejar de ser diferentes puesto que los acontecimientos históricos que llevaron a uno y otro, aunque hay puntos semejantes que hemos descrito, fueron muy diferentes. También en sus desarrollos. Son estas diferencias que Arendt señala las que nos llevan a nosotros a defender que en modo alguno se puede hablar de totalitarismo en general —aceptando que el totalitarismo pueda existir realmente, pues consideramos que ningún régimen político tiene la capacidad de absorber y controlar toda la realidad histórica, política y social (ya de una nación, ya de varias) tanto presente como futura—.

El terror, por ejemplo, va a jugar un papel fundamental a la hora de analizar el totalitarismo soviético —también aquí hay que diferenciarlo del sistema nazi—, pues el sistema soviético, a diferencia del nazi, nunca admitió teóricamente que se pudiese aplicar el terror contra personas inocentes, aunque en la práctica sí se realizase. De hecho para Arendt, esta es una diferencia importante. Otra diferencia es que la práctica del terror en Rusia no tenía limitaciones raciales, como en el terror nazi, sino que podía ser aplicado a cualquiera. Nadie estaba libre de caer en el terror. Ni siquiera los propios ejecutores podían estar libres de la persecución. Y esto es así porque, a diferencia del caso alemán, Stalin tuvo que partir de unas condiciones históricas diferentes. Para cuando Stalin consiguió hacerse con el poder la Revolución rusa ya estaba en marcha, y no se vivía en una situación de crisis política, social y económica tan desestabilizadora y fuerte como en Alemania. Por otra parte tampoco era la nación rusa una nación que se sintiese humillada por la pérdida de la Primera Guerra Mundial, como en Alemania, sino más bien lo contrario, se sentían orgullosos de haber realizado la Revolución comunista. Por ello «para trocar la dictadura revolucionaria de Lenin en una dominación completamente totalitaria, Stalin tuvo primero que crear artificialmente esa sociedad atomizada que había sido preparada para los nazis en Alemania gracias a circunstancias históricas»[42].

Para producir esa masa atomizada Stalin tuvo que destruir el poder de los Soviets, que eran la representación nacional e impedían la dominación absoluta por parte del partido. Por eso minó los Soviets introduciendo grupos bolcheviques bajo su mando en ellos. Y para 1930 la antigua organización soviética leninista había desaparecido y había dado paso a una burocracia de partido, muy centralizada y con unas tendencias no considerablemente diferentes a la Rusia zarista, excepto por el hecho de que los nuevos burócratas ya no temían la alfabetización. Es así como el gobierno bolchevique instaurado por Stalin destruyó a las anteriores clases rusas, empezando por las clases poseedoras de las ciudades y a los grandes agricultores del campo —como los kulaks—, que habían sido los más poderosos de la Unión Soviética hasta el momento. Después destruyó la clase obrera. Lo importante era disolver cualquier sentimiento de clase, pues en la sociedad comunista no hay clases.

La disolución de la sociedad de clases enseñó que el poder dependía exclusivamente del Gobierno. A esto hay que añadir el sistema de Stajanov, que rompió la solidaridad y la conciencia de clase de los proletarios, pues este sistema establecía que el trabajador tenía una relación directa con el Estado —sobre todo desde la publicación del Código del Trabajo en 1938—, no con la clase de trabajadores. Ahora eran trabajadores forzados «al servicio de la revolución», trabajaban donde se les mandaba y cuando se les mandaba, porque así lo exigía una sociedad comunista. Después se pasó a depurar a la burocracia del anterior sistema y al Partido. Stalin comenzó todo a partir de sus partidarios incondicionales, liquidando y deportando a todo aquél que fuese o pudiera ser opositor.

Entonces, ¿cómo pudo Stalin mutar la dictadura unipartidista rusa en un régimen totalitario y a los partidos comunistas de todo el mundo en movimientos totalitarios? La respuesta para Arendt es clara: mediante «la liquidación de facciones, la abolición de la democracia interna del partido y la transformación de los partidos comunistas nacionales en ramas de la Komintern dirigidas desde Moscú»[43]. Todo el mando estaba dirigido y centralizado por el mismo aparato. Mientras que el totalitarismo nazi comenzó con una organización de masas que sería gradualmente dominada por formaciones de élites, el totalitarismo soviético fue al contrario. Siguiendo en esto a Lenin, primero formó a las élites y después, a partir de estas, dominó a las masas. Como afirma Pablo Brum, «el principal componente del leninismo es la identificación de una vanguardia partidaria que se encargaría de hacer la revolución, y que a la vez debía estar armada y preparada para tomar el poder»[44].

En esta característica se fundamenta Arendt para afirmar que en Rusia la Revolución era de algún modo totalitaria desde el principio, porque suponía no sólo una lucha políticosocial, sino que también era una filosofía y una religión que miraban al futuro, pero no para cambiar las condiciones políticosociales, sino para destruir todo tipo de credo, de valores y de instituciones existentes. Por ello según Arendt el caso soviético es una ilustración mejor que el nazi del carácter ficticio del totalitarismo, porque las conspiraciones ficticias globales contra las que se estableció la conspiración bolchevique no tenían una organización ideológicamente determinada. Fueron cambiando de enemigo, desde los trotskistas a las trescientas familias, luego a los imperialismos y poco después a los cosmopolitismos desarraigados. Es decir, que el bolchevismo no podía actuar si no era con una ficción que lo justificase.

Así pues, después de todo lo referido, creemos poder concluir que todas estas diferencias señaladas, que ya la propia Arendt percibe como distintivas, nos permiten afirmar que es una falacia, y además una falacia interesada, la con-fusión constante entre las formas de totalitarismo[45]. Y esto empezando por la misma Arendt hasta hoy. Efectivamente, ambos regímenes, nazi y soviético, comparten el dominio mediante el terror, la lucha contra la democracia, el imperativo y uso de la propaganda ideológica, y los campos de exterminio. Pero el totalitarismo —que, como decíamos, consideramos un imposible ontológico-político, pero que admitimos por mor de la argumentación— es un fenómeno histórico y como tal con sus orígenes, estructuras y desarrollos diferentes, en modo alguno homologables. No existe, en todo caso, EL totalitarismo, no es un fenómeno lisológico sino morfológico. Si bien seguramente interese, con funciones políticas y propagandísticas, igualar al régimen nazi y soviético. Así, condenando al nazismo junto al bolchevismo en el saco del totalitarismo se consigue una condena moral, política e histórica de ambos regímenes de un plumazo —y en multitud de ocasiones haciendo hincapié en el segundo—. Y es que ya decía Platón que es imposible que la multitud sea filósofa, pero, por otro lado, no estaría de más que los que nos dedicamos a esto afináramos un poco más.

[1]Pablo Brum, El impacto del totalitarismo den el siglo XX, Facultad de Administración y Ciencias Sociales, Universidad ORT Uruguay, Febrero de 2011, p. 8.

[2] Agustín Palomar Torralbo, «El totalitarismo en Hannah Arendt: contexto y estructura de Los orígenes del totalitarismo», en El Búho, Revista Electrónica de la Asociación Andaluza de Filosofía, D. L: CA-834/97. – ISSN 1138-3569, p. 4.

[3] En Deus Mortalis, nº 2, 2003, pp. 289-290.

[4] Hannah Arendt, Los Orígenes del Totalitarismo, Taurus, Madrid, 1974, p. 17.

[5] Si bien, aunque no entraremos en ello ahora, debemos decir que encontramos el análisis del imperialismo de Arendt un tanto impreciso.

[6] Por eso señala Arendt que la posterior estabilización de la URSS tras la muerte de Stalin llevó a que su fuerza material aumentase pero a que perdiese efectividad de control en los estados satélites y se destotalitarizase.

[7] Hannah Arendt, Op.cit., p. 41.

[8] Para Arendt lo propio del capitalismo es la expropiación de la propiedad privada y la acumulación de riqueza. Por ello para Arendt ni el imperialismo del siglo XIX ni la URSS eran algo diferente al capitalismo, porque el imperialismo colonial suponía la expropiación de territorios para su explotación, y la URSS significaba también la expropiación de la propiedad privada —aunque nosotros creemos que el imperialismo soviético no se puede igualar al colonial—.

[9] Hannah Arendt, Op.cit., p. 203.

[10] Hannah Arendt, Op.cit., p. 293.

[11] Hannah Arendt, Op.cit., p. 385.

[12] Aunque para Arendt el éxito del líder totalitario no está tan sólo en ser un líder carismático.

[13] Hannah Arendt, Op.cit., p. 405.

[14] Ibídem.

[15] Una ambigüedad permitida por la inexistencia de la necesidad de presentarse como un partido y por tanto de representar unos intereses concretos. Los programas políticos son innecesarios, cuando no mero papel mojado, para los movimientos totalitarios. Son un movimiento, no un partido, y los movimientos tienen unos fines u otros, pero todo es cambiante y todo está justificado en ese movimiento hacia y en el poder y el control total.

[16] Señala Arendt que los totalitarismos, como los panmovimientos, no tienen claro sus objetivos políticos, por eso cambian tanto sus líneas de actuación y, en el caso soviético, también de enemigo.

[17] Hannah Arendt, Op.cit., p. 392.

[18] Hannah Arendt, Op.cit., p. 414. El subrayado es nuestro.

[19] Hannah Arendt, Op.cit., p. 425.

[20] Hannah Arendt, Op.cit., p. 428.

[21] Hannah Arendt, Op.cit., p. 398.

[22] Esto también supone una identificación entre las acciones de los subalternos y el líder. Si los subalternos fallan en algo esto significará a su vez un fallo del líder, que sólo se podrá solucionar con la expulsión o la muerte del subalterno. Si bien, el líder siempre mantiene la distancia con sus subalternos. Así, la confusión total y la duplicación de las cadenas de mando es un mecanismo mediante el cual el líder totalitario se desliga de sus subalternos y además aísla toda decisión de su persona respecto del cuerpo político. De modo que los cambios de política no tienen por qué llevar aparejados justificación ninguna.

[23] Virginia Aguirre E. y Mijail Malishev, «Hannah Arendt: el totalitarismo y sus horrores (primera parte)», en La Colmena, nº 70, Abril-Junio 2011, p. 6.

[24] Hannah Arendt, Op.cit., p. 513.

[25] Hannah Arendt, Op.cit., p. 341.

[26] Josep M. Esquirol, Hannah Arendt y el Totalitarismo: Implicaciones Para una Teoría Política, edición desconocida, disponible en internet, p. 139.

[27] Arendt, Op.cit., p. 557.

[28] Según Virginia Aguirre y Mijail Malishev el trabajo de Arendt está encaminado a una comprensión de ese acontecimiento histórico. Porque «los problemas que plantea Hannah Arendt en su trabajo dedicado a las raíces del totalitarismo tienen que ver con la búsqueda de aquel sentido, el cual, según su opinión, no puede ser deducido a través de simples reconstrucciones de los hechos históricos. ¿Qué sucedió con Europa en el siglo XX? ¿Por qué y cómo llegó a ser posible este fenómeno siniestro, denominado totalitarismo, que por su crueldad supera cualquier fantasía de horror que pudiera aparecer en las pesadillas más improbables? ¿Con qué categorías se puede interpretar y explicar teóricamente su naturaleza? Al dar respuesta a estas y otras preguntas, Arendt aspira, por una parte, a evitar el enfoque abstracto (hasta donde esto es posible) y, por la otra, a no ceder a la tentación de disolver la integridad del fenómeno investigado en una enorme masa de hechos aparentemente heterogéneos, los cuales amenazaban con eclipsar su significación específica y tergiversar su sentido auténtico». Virginia Aguirre E. y Mijail Malishev, «Hannah Arendt: el totalitarismo y sus horrores (primera parte)», en La Colmena, nº 70, Abril-Junio 2011, p. 7.

[29] Hannah Arendt, Op.cit., p. 564.

[30] Por ello señala la pesadora alemana que en los totalitarismos el término ley no tiene un sentido regulativo de lo que sucede en la realidad, sino que tienen más bien un sentido propedéutico, esto es, que señalan lo que todavía no es, lo que debe surgir, como producto de la movilización de las masas que construyen su futuro conscientemente y apoyándose en la necesidad de hierro que impone o bien la naturaleza o bien la historia. Siempre guiadas por el jefe supremo y estimuladas por el terror, de ahí que sea el terror la esencia de los gobiernos totalitarios.

[31] Ibídem.

[32] Arendt, Op.cit., p. 32. El subrayado es nuestro.

[33] Arendt, Op.cit., p. 575.

[34] Ibídem.

[35] Aunque para Arendt no cabe confundir el aislamiento, esto es la anulación de la capacidad de actuación porque nadie más actúa conmigo, con la soledad, el abandono de toda compañía humana pero, paradójicamente, estando rodeado de los demás. Lo primero es una categoría política, lo segundo una categoría psicosocial.

[36] Josep M. Esquirol, Op.cit., p. 128.

[37] Arendt, Op.cit., p. 578.

[38] Agustín Palomar Torralbo, Op.cit., p. 16.

[39] Arendt, Op.cit., p. 579.

[40] Virginia Aguirre E. y Mijail Malishev, «Hannah Arendt: el totalitarismo y sus horrores (primera parte)», en La Colmena, nº 70, Abril-Junio 2011, p. 6.

[41] Arendt da como prueba de que el totalitarismo desapareció en la URSS tras la muerte de Stalin el hecho de que las artes y la literatura volvieron a recuperarse rápidamente en el país. El totalitarismo acabó en Rusia con la muerte de Stalin, igual que en Alemania con la muerte de Hitler, pero Arendt no descarta que pueda volver a surgir el totalitarismo soviético sin necesidad de que haya revueltas importantes.

[42] Arendt, Op.cit., p. 400.

[43] Arendt, Op.cit., p. 466.

[44] Pablo Brum, El impacto del totalitarismo den el siglo XX, Facultad de Administración y Ciencias Sociales, Universidad ORT Uruguay, Febrero de 2011, p. 9.

[45] Formas que no se reducen a estas dos. Pueden señalarse otros ejemplos de posible totalitarismo hasta en el archimentado Estado de Derecho, que también puede llegar a pretender convertirse en un totalitarismo jurídico. Para una explicación de esto leer: http://www.filosofia.org/filomat/df613.htm.

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