En 1999 se publicó en España la traducción de un largo artículo de Michael Medved sobre la promoción del homosexualismo en la televisión y el cine. Su análisis se fundamentaba en una comparativa de varias películas de los años 90 y, sobre todo, en una colaboración de la revista Christopher Street de 1984 firmada por Erastes Pill y Marshall Kirk. El nombre de esta revista hace referencia a la calle de Nueva York donde el activismo “gay” inició uno de sus principales recorridos y que, grosso modo, también dio origen a celebraciones públicas como el “Orgullo gay”. Sin entrar en los detalles específicos, sí que conviene tener en cuenta este nombre. En el cambio de los años 60 a los 70 del siglo XX se produce quizá el momento más determinante de la extensión del homosexualismo —o del “lgtbismo”—, que a su vez ha constituido el fenómeno crucial para la implantación de la ideología de género.
No retrocederemos a Freud, Wilhelm Reich, Marcuse o la corrupción de jovencitas a cargo de la pareja Beauvoir–Sartre. Ellos son los próceres intelectuales de esta manera de escindir sexualidad de biología; cuerpo sexuado de identidad y voluntad personales. En todo caso, lo que sucede en la Christopher Street de Nueva York a partir de 1969 va en paralelo a los cambios que muestra el cine justo entonces.
Uno de los cineastas que, antes de 1970, introduce de una u otra manera referencias a la homosexualidad es Billy Wilder. Pero no como promoción, precisamente, de ninguna “agenda gay”. En Con faldas y a lo loco (Some Like It Hot, 1959) el travestismo —“transformismo”, se decía entonces— entra en una clave cómica sin otras pretensiones. Y, de hecho, sirve para remarcar la imponente sexualidad natural y fascinante de Marilyn, ante cuyas caderas y piernas silba excitado incluso el tren. Cierto que la película juega con la ambigüedad, pero justo como trampantojo, como efecto, en especial el toque final del extravagante y rijoso ricachón que dice: “Nadie es perfecto”, para completo estupor de Jack Lemmon. En Primera plana (The Front Page, 1974) uno de los personajes secundarios es un “marica”; se trata de un periodista lechuguino, afectado, pedante, de cierta edad y que acaba con un jovencito. Es el clásico retrato del “mariquita”, no el de un personaje que merezca consideración. Además, la película incluye pasajes de absoluta ironía destructiva contra el pensamiento freudiano. Quizá más interesante es la referencia a la homosexualidad en La vida privada de Sherlock Holmes (The Private Life of Sherlock Holmes, 1970); el detective logra zafarse de una propuesta matrimonial sugiriendo que, en realidad, es un invertido que vive su sexualidad con su compañero Watson. Cuando Watson se entera, monta en cólera.
Otras producciones de estos años a veces cuentan con escenas de homosexualidad igual de tangenciales y más o menos negativas o cómicas. Conforme el cine abandone los códigos morales de la etapa anterior, las películas irán incluyendo violaciones, sexo explícito, perversiones, etc. y, en este sentido, entra la homosexualidad. En la película de espías El serpiente (Le serpent, 1973), protagonizada por Yul Brynnery Henry Fonda, aparece una escena lésbica, que supone un trauma, un baldón, un momento desagradable. Es interesante que, aún entonces, existe el concepto de “perversión sexual” en el cine, como en Psicosis (Psycho, 1960), de Alfred Hitchcock, o el claro trasfondo de trastorno sexual y mental en La soga (Rope, 1948), del mismo director. Aparte, el propio Hitchcock, en Crimen perfecto (Dial M For Murder, 1954), situó a un agente de policía con el bolso de Grace Kelly y a un inspector que le advierte: “no salga a la calle con el bolso cogido así, que lo detendrán”. El director británico fue exponiendo en sus películas la idea de un fondo turbio en el hombre que, a la postre, conduce a una conducta amoral, y, por tanto, implica una solución de ruptura con las normas establecidas, de ahí que la propia subjetividad sea la norma única, especialmente en materia sexual. En su inédita Kaleidoscope y en Frenesí (Frenzy, 1972) se muestra de forma descarnada la perversión, como algo desatado, y por tanto algo que atenaza a la sociedad. Kubrick (A Clockwork orange, 1971) se enfanga morbosamente con esta cuestión. Por tanto, la homosexualidad aparece, pero velada y como complejo o perversión irresoluble. Del motivo cómico de Wilder al trágico de Hitchcock. El cine español no se apartará de este modo de abordar la homosexualidad.
El cambio se comienza a producir a finales de los 60. Primero, se asume un aspecto trágico o al menos dramático de la homosexualidad. Y luego, como solución, se plantea la ruptura del corsé social que, se aduce, es el verdadero origen del sufrimiento del homosexual. De manera embrionaria, esta tesis es la de El estrangulador de Boston (The Boston Strangler, 1968). En una primera parte de la película, los investigadores buscan en ambientes de perversión sexual, incluyendo bares de ambiente “invertido”. Entonces, se traba una conversación quizá fundamental en la historia del cine; aparece un homosexual digno y respetable que, de manera estoica, afea al policía sus prejuicios, demandándole sólo respeto. Como contrapunto a la trama, el verdadero monstruo pervertido es un padre de familia, marido modélico pero con graves trastornos mentales. Todo un esquizofrénico que no es culpable de sus actos.
El siguiente paso consistió en que la homosexualidad apareciera de manera más o menos principal en las películas. Hasta los años 90 las producciones que abordaban así la cuestión transmitían una idea de marginalidad; es decir, eran largometrajes que denunciaban la represión a que la “sociedad burguesa y falsa” sometía a los homosexuales. Por ejemplo, ¿Víctor o Victoria? (Victor Victoria, 1982), en la que ya aparece el término “gay” en su acepción actual. Hasta principios de los 70, la palabra gay significaba sólo “alegre” —recordemos La alegre divorciada (The Gay Divorcee, 1934)— y, en una acepción derivada, “pervertido”, como también en español se hablaba de “chicas de vida alegre”. En la española El periscopio(1979), aparecen Bárbara Rey y Laura Gemser como pareja lésbica que es el contrapunto amable y deseable al resto de personajes, en especial a los matrimonios católicos convencionales. Otro país (Another Country, 1984) versa sobre un espía soviético (Guy Bennett) educado en un elitista colegio inglés a principios de los años 30; de joven era el compañero “marica” de un marxista repleto de ideales que, por supuesto, muere años después en la Guerra Civil española, pues es un “héroe de los desvalidos”. Lo interesante es que Guy Bennett interpreta, de forma más o menos evidente, a Guy Burgess, que fue uno de los “cinco de Cambridge”, británicos que trabajaron como espías para la Unión Soviética. La película, al mostrar un ambiente caduco, hipócrita, cruel y deshonesto, acaba generando simpatía por el espía que trabaja para el enemigo. Aparte, en un momento dado, el joven homosexual discute con su compañero marxista, y lo acusa de tener los mismos prejuicios que los burgueses, pues no acepta su “manera de amar”.
En esta línea se puede incluir la producción española El diputado (Eloy de la Iglesia, 1978), protagonizada por José Sacristán. La trama constituye una apología del efebismo —o casi pederastia— con escenas evidentes de triángulo sexual entre un menor de edad, el protagonista y su esposa. Sacristán interpreta al personaje principal, candidato socialista y cuya mujer acaba aceptando su perversión. Él inicia una relación homoerótica con el menor de edad, de unos catorce o quince años, y de baja extracción social. Así es como se conforman una pareja o trío sexual. Sin embargo, los “ultras de la derecha” logran destruir esa relación y acaban asesinando al chico.
Como advertía Medved en el artículo aludido al comienzo de estas líneas, el cine comienza a abundar en temática homosexual. En España quizá el ejemplo más elocuente sea Almodóvar, por motivos fáciles de entender. Para no analizar toda su filmografía, nos puede bastar ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984), película con mucha miga. Junto con su propuesta habitual de “mamá + hijo mariquita = familia perfecta”, tenemos el “pudor” con que el director trata a la “adorable” prostituta (Forqué), así como la desfachatez en torno a la pedofilia, que se justifica sin ambages. Hay un plano en que Almodóvar evita con mucho cuidado que se vea un pecho de Verónica Forqué. Es algo que, en medio de la sordidez general de la historia y de su modo de hacer cine, parece un toque de cariño filial. Ella está en una de sus tareas como prostituta con un cliente que, como casi todos, es extravagante. Por supuesto, la “familia tradicional autoritaria” se critica sin matices, y se ve compensada por el dúo Maura–Forqué y el hijo homosexual, que es menor de edad y tiene contactos con hombres adultos.
Dentro de la etapa de victimismo a que aludía Medved, hay un caso que merece la pena considerar. Se refería a El silencio de los corderos (The Silence of the Lambs, 1991), de Jonathan Demme, basada en la novela homónima de Thomas Harris (1988), y que muestra a dos auténticos psicópatas de terrible crueldad (Lecter y Buffalo Bill): ambos son homosexuales. Según Medved, el “lobby gay” ya se había hecho lo suficientemente fuerte entonces, como para obligar al director a una “rectificación”, por semejante pecado de lesa homofobia. El resultado fue la propagandística Philadelphia (1993). Como nota curiosa, el asesino al que dan caza en The Silence of the Lambs emplea larvas de mariposa como símbolo de su deseo de transformación, de su ansia “tránsgenero”; no en vano, el nombre deChrysalis(“crisálida”) es el de la asociación que hace unos años realizó una campaña de promoción de transexualismo en menores con el lema: “hay niñas con pene y niños con vulva”.
Tras las etapas iniciales, Michael Medved pronosticaba el triunfo de la “causa gay” en un plazo relativamente rápido. De hecho, el año 2015 fue quizá el de la “gran normalización gay”, con las leyes aprobadas en países como Irlanda o Estados Unidos. Después de Philadelphia, las series de televisión incluyeron, con plena “normalización”, protagonistas homosexuales desde el principio, como Will&Grace (su primera etapa es de finales de los años 90), Aquí no hay quien viva o Modern family. Aunque estas series continúan con las reivindicaciones de “agenda gay” y, según el caso, con algún toque victimista, en general pueden definirse por su toque de “normalidad”, aunque sea a base de forzar los tópicos y el amaneramiento de los personajes y del estilo de vida “gay”. Por otra parte, en otras muchas series no aparecen personajes homosexuales, pero, por los motivos que sean, se van incluyendo conforme avanzan las temporadas, como en Bones—Angela Montenegro (Michaela Conlin) se vuelve lesbiana poco después de echarse atrás, cuando iba a convivir con otro personaje de la serie— o en Cómo conocí a vuestra madre (How I Met Your Mother) —hay varias referencias tremendamente positivas a parejas lésbicas o “familias gay”, sobre todo según la serie va alcanzando su etapa final. Incluso en Dos hombres y medio (Two and a Half Men), que es toda una oda a la promiscuidad del protagonista, el padre de Chelsea(Jennifer Taylor) —el hombre más opuesto a la “pluma” que pueda haber— “sale del armario” y comienza nueva vida con otro varón fortachón y maduro. Durante una época, la ex mujer de Alan(Jon Cryer) se hace lesbiana. En el primer capítulo de Sherlock Holmes, el perspicaz y flemático detective, interpretado por Benedict Cumberbatch, asegura a Watson que sabe que la homosexualidad “está bien”. De hecho, en esta versión, la hermana de Watson es lesbiana.
Llegados a este punto, resultaría prolijo enumerar las películas que, desde los años 90, dan protagonismo a la homosexualidad (Una jaula de grillos, In&Out,Gracias por todo Julia Newmar, Priscilla reina del desierto), o bien le conceden pretensión de “naturalidad”, ya sea en dramas o en comedias —como las españolas Fuga de cerebros (la 1, de 2009, ó la 2, de 2011), o Boat trip (2002), protagonizada por Cuba Gooding Jr.y que recrea una confusión de dos “heteros” en un “crucero gay”. Resulta muy elocuente cómo la “agenda gay” ha entrado dentro de las producciones de Disney; hasta tal punto, que, en la última entrega de Star Wars, la conocida como Episode IX: The Rise of Skywalker (J. J. Abrams, 2019), no sólo se completa una revisión de la trama desde una perspectiva feminista y “de género”, sino que se incluye de pasada, dentro de una celebración general de alegría, un beso entre dos mujeres.
Primero se trataba de “victimización”; luego de mera saturación, a fin de conseguir la “normalización”. Dicha “normalización” pasaba, primero, por el indiferentismo generalizado de la sociedad, y luego por la simpatía generalizada y “mainstream”. Ahí los políticos de Ciudadanos intentando encaramarse cada año a las cabalgatas de los Orgullos. Todo ello lograba desarmar a los oponentes, a base de arrinconarlos. De esta forma, los “gay” dejaban la marginalidad, para condenar a la nueva marginalidad a quienes sigan pensando que la homosexualidad es una tara, no algo neutro o positivo. El siguiente paso ya lo estamos viendo: las catacumbas de, por ejemplo, la doctrina de la Iglesia. La doctrina tradicional de la Iglesia, se entiende; porque ahora hay bastantes obispos y numerosos sacerdotes—muchos con cargos en El Vaticano— que hacen campaña “lgtb” y que afirman que la homosexualidad es un don de Dios y otra forma de amar, tan válida como las demás.
En este sentido, hay otro aspecto que también describió Medved dentro de la estrategia que Kirk planteaba en Christopher Streeten 1984 contra la “straight America” —y también en After the ball, libro que Kirk publicó en 1989 junto con Hunter Madsen. Nos referimos a la satanización del adversario. Es decir; denigrar, en un momento dado, a todas aquellas personas e instituciones que no comulguen con la “agenda gay”. Una de las maneras más sencillas consistía en identificar a estas personas con nazis —aunque el partido nazi, y en especial el ala paramilitar de las SA, se encontraba bien nutrido de homosexuales. Por ejemplo, en Un día de furia (Falling Down, 1993), película más o menos políticamente incorrecta, y que sirvió de inspiración a Tarantino para Pulp Fiction (1994) y otros de sus largometrajes, aparece un “homófobo” que, por supuesto, admira a los nazis. Colecciona parafernalia nazi, es racista, tiene una tienda de ropa tipo militar, y expulsa de su tienda a dos “adorables” homosexuales, que, por supuesto, son educados, guapos, pero no cobardes, sino con sentido cívico. Unos chicos ideales.
En American Beauty (1999), el “homófobo” es retratado con toda la dureza posible e interpretado por el actor más encasillado en papeles de agentes turbios y oscuros del FBI, CIA, NSA: Chris Cooper. No hay matices que valgan: es triste, agresivo, dominador, y perpetra el crimen contra el protagonista (Kevin Spacey), el cual, en cierto modo, viene a ser su contrapunto y el ejemplo moralista de la película —porque la película es, a su manera, profundamente moralista. Además, el crimen se comete por motivos de “homofobia”, dado que el hijo prefiere simular la homosexualidad que el tráfico de drogas, y así encorajinar más al padre, el cual, a su vez, vive un momento de confusión de identidad… que es lo que quizá conduce, definitivamente, al asesinato del protagonista. Hay un momento previo de declaración “homófoba”, remarcada por la aparición de una idílica pareja “gay”: discretos, correctos, educados, acogedores, buenos vecinos, sensibles, con buen gusto, elegantes, etc. Como broche para este retrato, el padre “homófobo” (ultraconservador, republicano, marine) tiene, como coleccionista, una pieza de una vajilla nazi; lleva la esvástica grabada.
En V de Vendetta (V for Vendetta, 2005), se llega al paroxismo, a la hora de ensalzar la homosexualidad femenina y masculina. De hecho, los mártires o protomártires —absolutamente idealizados— cuya sangre engendra la heroica y triunfal resistencia contra la tiranía son una pareja lésbica. Vale que V de Vendetta es la adaptación de un cómic, y por tanto funciona a base de brochazos gordos. Pero gran parte del cine y las series han optado por esta ausencia de matices y por maniqueísmos descarados. En el caso de este largometraje, la tiranía distópica se implanta en nombre del cristianismo y contra el islam —dime, políticamente correcto, de qué presumes, y te diré de qué careces—; y su simbología es casi la misma que la de la Francia de Vichy presidida por el mariscal Pétain.
Algo de esta interpretación de la sociedad y de la historia se aprecia en Descifrando Enigma (The Imitation Game, 2014). El rigor de la película resulta muy parco, al menos si comparamos su trama con la realidad de cuanto se llevó a cabo en las instalaciones de Bletchley Park, y de cómo se consiguió interceptar el código de la Wehrmacht y de otras fuentes de transmisión de mensajes cifrados del III Reich. Benedict Cumberbatch, otra vez, interpreta al protagonista, un homosexual que, forzado por las convenciones de la Inglaterra puritana y machista, debe ocultar su inclinación íntima y llevar una vida aparentemente heterosexual y respetable. Para realzar el aspecto “gay” —heroico y trágico—, la inspiración de este personaje es su primer amor, un chico del colegio donde estudió; un chaval mayor que él y encantador, y que probablemente jamás supo que ese incomprendido mozalbete era más que su amigo. Ya entonces debía esconder su verdad. Y aquí no acaba la cosa: al cabo de muchos años, ya lejana la guerra, este recóndito héroe británico —este salvador de la Humanidad contra los nazis— sufre la represión policial a causa de su vida privada de afición al trato carnal con varones. Él había salvado a la Civilización, pero la Civilización era aún demasiado bárbara.
Recorrer más películas y series resultaría un ejercicio de redundancia. Se ha llevado a cabo el itinerario antes descrito: se ha pasado del “marica” marginal al homosexual modelo para la entera humanidad. Sólo tenemos que mirar por la calle, fijarnos en la cantidad de muchachos abiertamente amanerados, cuando no cogidos de la mano. El número de adolescentes homosexuales ha alcanzado en Occidente una proporción jamás vista en toda la historia. Porque la presencia de la homosexualidad dentro del cine —y en los medios en general, la cultura, las instituciones—, en este tipo de términos, se caracteriza por haber logrado, a base de saturación e insistencia diaria, la ansiada “normalización”, como antes apuntábamos.