Es un tema que está, como se suele decir, de rabiosa actualidad. Pero es de esos temas que, como tantos otros tan actuales, es antiquísimo. Se ha tratado desde hace milenios, al menos desde que Aristóteles le dio forma filosófica -como a la idea de Dios; llegando a identificar ambas ideas, pues al fin y al cabo la felicidad acabaría siendo el propio Dios, Acto Puro y pensamiento del pensamiento- y de miles de formas distintas. Sin embargo, dista mucho de estar agotado y debemos preguntarnos por qué …
Quizá no lo sepan, pero si lo dicen es porque pueden. Y pueden porque la felicidad, sea lo que sea, si es que alguien lo sabe, es uno de los valores cardinales (y económicos) de las sociedades democráticas capitalistas y opulentas de nuestro presente. Un valor que, como todos los valores, se contrapone a otros valores: la tristeza, la infelicidad, la insatisfacción.
¿Por qué ese valor recibe una caracterización meliorativa respecto a otros?, debemos preguntarnos. Esto no sucede porque sí, y si se mantiene en el tiempo e incluso incrementa su presencia es porque las sociedades en las que está presente lo admiten, incluso puede que lo fomenten y hasta lo necesiten. ¿Qué función cumple entonces la felicidad? ¿Cumple una o cumple varias? Si está tan presente en estas sociedades, ¿podríamos decir que la felicidad es la idea cardinal de la ideología de nuestro presente? Todo el mundo la busca e incluso hay quien afirma que la consigue. Son abundantísimos los casos en los que ante la pregunta qué buscas en la vida la respuesta es: ser feliz. Es el objetivo vital, el sentido de la vida. Si no eres feliz, ¿para qué vivir? Y si no consigues ser feliz no te preocupes, hay psicólogos y medicinas para todos.
Para responder a estas cuestiones deberíamos dedicar páginas y páginas, y ya Gustavo Bueno en su Mito de La Felicidad se encargó de esta poderosa idea mucho mejor de lo que nosotros podamos hacerlo aquí. Deberíamos determinar qué contenidos puede tener la felicidad, si es un tipo de idea análoga o equívoca, si tiene relación con la ignorancia o no, en qué circunstancias históricas aparece, o qué tiene que ver el cristianismo con nuestra concepción de la felicidad -la felicidad en la unión con Dios, la beatitud- y qué variaciones subjetivistas experimenta la felicidad tras la inversión teológica entre el siglo XVIII y XIX, qué papel tiene Kant en esta deriva subjetivista al separar virtud y felicidad, etc. Pero a pesar de que ahora no entremos en todos estos temas tan necesarios, debemos al menos plantearnos, nosotros y cualquier ciudadano, estas preguntas. Porque al hacerlo ya logramos levantar sospecha, ya conseguimos iniciar el camino a clarificar y distinguir una idea que en primera instancia semeja tan fácil. Parece que todo el mundo la entiende y todo el mundo tiene una respuesta, una opinión, pero es ese precisamente el problema.
A su vez debemos determinar en qué sociedades esa felicidad ha cobrado tanta relevancia; y no son otras que las sociedades democráticas capitalistas de mercado pletórico que disfrutan del llamado Estado de Bienestar. Un modelo de Estado surgido después de la Segunda Guerra Mundial como contrapartida a la URSS -a pesar de que, siendo estrictos, deberíamos decir que todo Estado es un Estado de bienestar ya que si no lo fuera caería destruido, no podría durar en un permanente estado de malestar; igual que todo Estado es un Estado de derecho ya que no hay Estado sin derecho ni derecho sin Estado- y que hoy no son pocas las voces que anuncian su declive. Pero hasta que eso suceda, si sucede, ahí está. Y para estar, como es lógico, necesita de una población que colabore así como de una constante producción y circulación de bienes y servicios que mantengan los gastos que este tipo de Estado genera y dé trabajo a la población que abarca.
¿Podríamos pensar entonces que a este tipo de Estado le interesa que su población esté feliz? Es más, ¿podríamos pensar que este tipo de Estado necesita que su población esté feliz? ¿No estaría el Estado de Bienestar obligado a procurar a su población lo que promete, una serie de instituciones que le garantice su satisfacción y comodidades en su vida, en definitiva, una buena calidad de vida?
La calidad de vida. Aquí de nuevo caemos en terreno pantanoso. Porque la calidad sólo se puede determinar en función de la cantidad. Por ejemplo, dada una determinada cantidad de coches producidos se puede determinar estadísticamente la calidad de su rendimiento, en función de las unidades que han funcionado mejor o peor en tal o cual elemento y en comparación con los demás modelos presentes en el mercado. Los estándares de calidad sólo se pueden determinar en función de las cantidades y paramétricamente, es decir, en función del parámetro de calidad de cada caso. No es lo mismo establecer calidades en vehículos que en aviones que hacerlo en las vidas de las personas. Así pues, dependiendo de qué aspectos estemos hablando, la calidad, y su estimación, podrá variar. Del mismo modo, cuando hablamos de la calidad de vida de las personas los parámetros son también muy variados, pues dependerá de las situaciones y proyectos vitales o personales. No se pueden medir todos los proyectos vitales con el mismo rasero. ¿Cómo igualar la calidad de vida de una persona cuya felicidad consista en vivir en un tríplex, degustar manjares y conducir el último modelo de Porsche con la calidad de vida de alguien cuya felicidad consista vivir con lo mínimo liberando animales de granjas y comiendo tofu? Y, ante esto, el Estado de Bienestar que debe garantizar esa calidad de vida, esa felicidad, tiene un problema. O muchos. ¿Cómo garantizar la tremenda variedad (desigual) de situaciones en las que sus ciudadanos pretenden conseguir la calidad de vida necesaria para sus proyectos personales? ¿Cómo satisfacer los constantes deseos de la población? Una población que, además, te votará o no en función de ello.
Para ello un Estado podrá procurar un nivel mínimo de salud en sus ciudadanos, por lo que desarrollará un sistema sanitario que permita dicha salud. También podrá ofrecer a esos ciudadanos un sistema público de educación con el que optar por unas profesiones u otras, pudiendo ascender en la escala social. Podrá también procurar un sistema de pensiones con el que mantener a la población que ya no esté en condiciones de trabajar, pero sí de votar. Podrá ofrecer también distintas ayudas y subsidios con los que paliar ciertas desigualdades o desventajas, así como asistencia a personas enfermas o accidentadas. También procurará que la felicidad de sus ciudadanos se vea lo menos desestabilizada por el crimen y la inseguridad, por lo que contará con instituciones encargadas de perseguir, detener y enjuiciar a aquellos que perturban la felicidad de otros. Podrá procurar todo eso y mucho más, pero ¿cómo lo procurará? Nada de lo dicho es gratis, ¿cómo conseguirlo? ¿Cómo conseguir estas calidades de vida, la felicidad de los ciudadanos, y además todas aquellas cosas que el propio Estado no puede ofrecer -pues el Estado no puede llegar a cubrir todas las necesidades y caprichos de todas las personas ni controlarlas, esto es, no es posible el Estado totalitario-? No queda otra que recurrir al mercado pletórico de bienes y servicios; un mercado que garantice la producción y consumo constante y creciente de bienes y servicios. Un mercado, pues, que presupondrá la desigualdad en la oferta de productos y servicios y la desigualdad en los consumidores de esos productos y servicios (un mercado con consumidores clónicos no podría ofrecer esa variedad requerida ya que todos consumirían los mismos productos en la misma cantidad); pero que requerirá de la libertad para comprar. Ese tipo de mercado sería capaz de satisfacer todas las necesidades de los consumidores -consumidores que, cuanto más felices sean, ya que su calidad de vida es mejor, más consumen-, y a su vez será capaz de actuar de principal sostén económico del Estado de Bienestar. Siendo así que los ciudadanos del Estado de Bienestar se considerarán felices, con una suficiente calidad de vida, cuando se puedan considerar consumidores satisfechos. Cuando la demanda de bienes y servicios esté suficientemente cubierta por el Estado y el mercado.
Eso a lo que comúnmente hoy se llama felicidad en nuestras sociedades, entonces, no es más que un estado psicológico de identificación subjetiva con unos determinados estándares de «calidad de vida», a saber, con unos niveles de satisfacción de consumo de bienes y servicios. Ser feliz es ser un consumidor satisfecho. Una satisfacción que interesa a los pastores de rebaños sin cuernos de los que hablara Platón, y a los productores de esos bienes y servicios a consumir. El bienestar, la felicidad, una vez eliminada cualquier dimensión filosófica que pueda asumir, queda reducida a algo vulgar, puramente psicológico, propio de plebeyos como decía Goethe. Y es, además, una felicidad repugnante, rechazable ética y moralmente si tenemos en cuenta que para que unos disfruten de esa «calidad» otros tienen que carecer de ella y soportarla. ¿O acaso no resulta repugnante que para que una persona disfrute de la comodidad de recibir su cena en casa otra tenga que cruzar a toda prisa la ciudad en bicicleta a cambio de una miseria de sueldo? ¿No sería esta felicidad canalla, basada en el goce y comodidad más subjetivista, una forma de felicidad degradada o al menos poco loable?
La «calidad de vida» o la felicidad funciona pues como una pauta ideológica, un objetivo a alcanzar y mantener por las subjetividades propias de una sociedad capitalista de consumo que necesita asegurar o aumentar la recursividad de su producción industrial, frente a otras. Es una droga que no estimula sino que atonta y entretiene a los sujetos en su búsqueda y disfrute, un opio para el pueblo, pero a la vez de una gran eficacia. Es una droga que garantiza el funcionamiento del sistema, la ideología de las democracias de mercado pletórico.
Toca, pues, ser felices.