La guerra de Crimea

La guerra de Crimea. Daniel López Rodríguez

Entre octubre de 1853 y febrero de 1856 se disputó la guerra de Crimea. Esta guerra enfrentó al Imperio Británico, el Imperio Francés, el Reino de Cerdeña (Estado «jesuítico-militar») y el Imperio Otomano contra el Imperio Ruso. La guerra de Crimea abre un nuevo período de la política europea al tratarse de la primera guerra entre grandes potencias desde 1815, con la cual se rompió la Santa Alianza.

Fue también la primera guerra en la que se emplearon los barcos de vapor y los ferrocarriles, es decir, la primera gran guerra tras la Revolución Industrial, con fotografías y corresponsales de guerra para los periódicos incluidos. El balance de guerra tuvo unos 300.000 muertos (véase Matthew White, El libro negro de la humanidad, Traducción de Silvia Furió Castellvi y Rosa María Salleras, Crítica, Barcelona 2012, pág. 414).

Con unos aparentes motivos religiosos, la guerra de Crimea estuvo motivada por motivos geoestratégicos y económicos, y por ello más que el bienestar de los cristianos ortodoxos residentes en el Imperio Otomano y el de los cristianos de Jerusalén que padecían el dominio otomano, lo que el zar buscaba era una salida al Mediterráneo a través del control de los estrechos del Bósforo y de los Dardanelos. Y desde luego que esto no era del agrado de británicos y franceses, puesto que una salida de Rusia al Mediterráneo amenazaría los dominios coloniales de ambas potencias en África y Oriente Medio.

Napoleón III vio en la guerra de Crimea una oportunidad para acabar con el aislamiento de Francia y así unirse a Gran Bretaña para impedir que Rusia tomase Constantinopla y tuviese salida al Mediterráneo, cosa que la alianza anglofrancesa consiguió, pero al precio de implantar una diplomacia que cada vez se presentaba más frágil.

Como decía el intelectual paneslavista decimonónico Nikoali Danilevskii, «[Constantinopla ha sido] el objeto de las aspiraciones del pueblo ruso desde los albores de nuestro Estado, el ideal de nuestra iluminación,; la gloria, el esplendor y la grandeza de nuestros ancestros, el centro de la ortodoxia y el muro de contención entre Europa y nosotros. ¡Qué significado histórico tendría para nosotros Constantinopla si pudiéramos arrancársela a los turcos aunque le pese a Europa! ¡Qué deleite sentirían nuestros corazones al ver el brillo radiante de la cruz que alzaríamos en la punta de la catedral de santa Sofía! Sumemos a esto todas las otras ventajas de Constantinopla […], su importancia mundial, su importancia comercial, su ubicación exquisita y todos los encantos del sur» (citado por Henry Kissinger, Orden mundial, Traducción de Teresa Arijón, Debate, Barcelona 2016, pág. 384).

Prusia permaneció neutral, y Austria apoyó a las fuerzas anglofrancesas y aprovechó la ocasión para mejorar su posición en los Balcanes movilizando tropas hacia allí. Como decía el ministro de Asuntos Exteriores, el príncipe Schwarzenberg, «Asombraremos al mundo con la grandeza de nuestra ingratitud» (citado por Kissinger, Orden mundial, pág. 79).

El desarrollo industrial de Francia y Gran Bretaña se hizo notar en el conflicto. Y por ello el 9 de septiembre de 1855, tras once meses de asedio, las tropas anglofrancesas tomaron Sebastopol (sede de la flota rusa en el Mar Negro), lo que forzó a Rusia a pedir la paz.

El 30 de marzo de 1856 se firmó la paz en París. En el Congreso de París, presidido por Napoleón III, se le prohibió a Rusia que su armada continuase en el Mar Negro, con lo cual quedaba a merced de cualquier ataque británico. Además se le obligó a devolver al Imperio Otomano Besarabia y el territorio de Kars situado en la costa oriental del Mar Negro, el cual se declaró como zona neutral y se prohibió la navegación de los navíos de guerra. El principado de Moldavia y Valaquia recibió un gobierno conjunto y relativamente autónomo. Asimismo se le obligó al zar ser el protector de los cristianos ortodoxos dentro de las fronteras del Imperio Otomano, cuestión que vino a ser el casus belli del conflicto.

Tras el conflicto, el Imperio Otomano mantuvo artificialmente su eutaxia a través del apoyo de las grandes potencias europeas (sobre todo de Alemania tras la unificación), pero gradualmente iría perdiendo territorio, fundamentalmente en los Balcanes.

La guerra de Crimea fue el principio del fin de la Santa Alianza, de ahí que -como supo ver Bismarck- supusiese una revolución diplomática. El conflicto de Crimea supuso el fin de la paz del Congreso de Viena porque las potencias dejaron de ser solidarias para combatir el liberalismo y se concentraron en alcanzar sus ambiciones territoriales, es decir, se volcaron en sus intereses basales por los medios corticales de la dialéctica de Estados. En la guerra de Crimea Austria y Prusia abandonaron su alianza con el Imperio Ruso, y esto hizo que a la larga Prusia le declarase la guerra a Austria. Con la derrota en la guerra de Crimea Rusia perdió el papel de «gendarme de Europa».

Las consecuencias de la guerra de Crimea, a nivel de dialéctica de Estados, supusieron el fin del sistema de Metternich del congreso de 1814-1815 celebrado en Viena, y por ello hubo once años de conflictos: la guerra del Piamonte y Francia contra Austria en 1859, la guerra de Prusia y Austria contra Dinamarca por los ducados de Schleswig-Holstein de 1864, la citada guerra austro-prusiana de 1866 y la guerra franco-prusiana de 1870, que dio pie a la efímera Comuna de París en 1871.

A nivel de dialéctica de clases el gobierno ruso tuvo que reducir su autocratismo hasta el punto de abolir la servidumbre en 1861 (desde entonces las tendencias populistas, anarquistas y socialdemócratas irían avanzando sus posiciones en el país de los zares).

Dice el dicho que «la política hace extraños compañeros de cama», tan extraños que hasta en un momento dado los intereses revolucionarios puede converger con los del Imperio Británico, como así lo expone Engels en nombre de Marx en abril de 1853 a propósito de la guerra de Crimea: «en realidad no ha habido sino dos poderes en el continente: Rusia y el absolutismo, la revolución y la democracia […]. Pero si se permite que Rusia se apodere de Turquía, prácticamente doblará su fuerza y superará a todo el resto de Europa en su conjunto. Que esto sucediera representaría un desastre inenarrable para la causa revolucionaria. Salvaguardar el Imperio otomano y poner freno al plan ruso de anexión es absolutamente primordial. En este caso, los intereses de la democracia revolucionaria y los intereses de Inglaterra van de la mano» (citado por Jonathan Sperber, Karl Marx. Una vida decimonónica, Traducción de Laura Sales Gutiérrez, Galaxia Gutenberg, Barcelona 2013, pág. 298).

Ante la guerra de Crimea Marx tomaba como punto de partida para elaborar su concepción de la política europea la «esclavitud anglo-rusa». Marx no veía con malos ojos la guerra de Crimea porque ella agotaba un poco el peso de Rusia como baluarte de la contrarrevolución en Europa, que era algo que sostenía desde sus primeros escritos en la Gaceta Renana; de hecho -como hemos visto (https://posmodernia.com/la-gaceta-renana/)- fue el gran motivo por el que se cerró el periódico).

Para Marx la Rusia zarista no sólo era el baluarte de la reacción europea y una amenaza y peligro permanente, sino el enemigo principal que al entrometerse en la política de los países europeos perturbaba y obstruía la marcha de estas naciones y al conquistar posiciones geoestratégicas impedía la emancipación del proletariado europeo. No obstante, Marx discrepaba de los procedimientos aplicados por las potencias occidentales contra Rusia.

Por su parte, Engels veía en la guerra de Crimea una comedia gigantesca de equivocaciones en la que se preguntaba quién era el engañado. Para ambos, tal y como Francia y sobre todo Inglaterra llevaban la guerra se trataba de una guerra de mentirijilla, a pesar de que fuese una guerra de trincheras y de intensos ataques frontales en la que morirían en total 300.000 personas, y costó millones de libras, de francos y de rublos. Marx y Engels criticaban la actitud de Napoleón III y de lord Palmerston, ministro de Asuntos de Exteriores de Inglaterra, porque éstos no aspiraban a tocar los cimientos del coloso ruso.

Al asegurarse que Austria frenaría la expansión de Rusia, desplazaron la guerra hacia Crimea y tras un año de asedio sólo se consiguió tomar la mitad de la fortaleza de Sebastopol y tras esto suplicaron al «vencido» que les permitiese embarcar a sus tropas para volver a casa.

Marx se puso a examinar los libros azules y las actas parlamentarias y toda una seria de informes diplomáticas depositadas en el British Museum para afirmar que desde los tiempos de Pedro el Grande hasta la guerra de Crimea los gobiernos de Inglaterra y Rusia habían colaborado secretamente, y sostenía que lord Palmerston no era otra cosa que un títere a sueldo del zar, lo que en absoluto era así y Marx parecía conspiranoico.

Marx también colaboraba con el periódico del diplomático escocés David Urquhart, el cual tenía el conocimiento de unos supuestos planes rusos para alcanzar la hegemonía mundial. Urquhart era un fanático rusofóbico y un fanático por la causa turca. A Marx se le señaló en muchas ocasiones, y sin razón, de «urquhartista». Pero tanto él como Engels señalaban más las exageraciones de Urquhart que sus méritos.

Que sepamos Engels lo menciona por primera vez en marzo de 1853 en los siguientes términos: «Tengo en mi casa al Urquhart ese, que presenta a Palmerston como a sueldo de Rusia. La cosa se explica fácilmente: se trata de un escocés celta, con la cultura propia de un escocés sajón, romántico por sus tendencias y por su formación librecambista. El buen hombre se plantó en Grecia como filohelénico, y después de rondar tres años entre turcos, se fue a Turquía, donde se le encendió el entusiasmo por esta nación. Está entusiasmado con el Islam y profesa el siguiente principio: si yo no fuera calvinista, no sería más que mahometano» (citado por Franz Mehring, Carlos Marx, Traducción de Wenceslao Roces, Ediciones Grijalbo, Barcelona 1967, pág. 254).

Marx y Urquhart compartieron una campaña contra Palmerston. Urquhart había leído un artículo que Marx escribió para el New York Tribune pero que se reprodujo en un periódico de Glasgow que pudo leer Urquhart. En febrero de 1854 ambos hombres se entrevistaron. Urquhart le dijo a Marx que sus artículos eran tan extraordinarios que parecían escritos por un turco, pero ante la respuesta de Marx, al decirle que era un revolucionario, Urquhart se desentusiasmó, pues creía que todos los revolucionarios europeos servían consciente o inconscientemente a los intereses del zar y creaban dificultades a los gobiernos de Europa. Urquhart oía en cada movimiento revolucionario el sonido del rublo. Al comentarle la entrevista a Engels por correspondencia, Marx afirmaba que no estaba de acuerdo con Urquhart en nada y que era un «verdadero monomaníaco» (citado por Mehring, Carlos Marx, pág. 254).

Sin embargo, Marx reconocía públicamente los méritos de Urquhart y si éste no lo convenció sí es verdad que de algún modo le influyó, de ahí que escribiese de vez en cuando para su periódico, la Free Press de Londres, donde también publicaba algunos artículos que escribía para el New York Tribune. Lo que Marx publicaba en el periódico de Urquhart eran panfletos contra Palmerston, de los que se hicieron varias tiradas entre 15.000 y 30.000 ejemplares, que produjeron gran sensación. Pero Marx sacó el mismo provecho de Urquhart que de Augustus Dana (véase https://posmodernia.com/el-new-york-daily-tribune/).

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