Seguramente cuando se publique este artículo en Posmodernia ya sabremos el resultado de las consultas de Felipe VI con los grupos parlamentarios del congreso de los diputados, con objeto de encargar —o no— la investidura a la presidencia del gobierno a Pedro Sánchez. No había otro camino. No quedaba otra esperanza que la corona para evitarnos el trago de que el político más tramposo y desfachatado de la historia democrática y no democrática de España quedase en puertas de La Moncloa, del lado de las visitas. Encargarle la investidura, por el contrario, supondría confirmar la futura presidencia y sin duda la reedición de tristes tiempos cuya cochambre no es necesario recordar a quienes tengan mediano sentido de la estética y la decencia intelectual.
No le den más vueltas porque no hay otra. Quienes confían en una repetición electoral por falta de acuerdo entre Sánchez y sus cómplices separatistas no valoran en su debida dimensión el agudo sentido de la oportunidad de estos últimos. Oportunidad histórica para ellos pues nunca se verán en condiciones más favorables a sus propósitos aunque, en principio y de boquilla, encuentren escollos para entenderse con el dueño de las siglas del PSOE. Desde luego que no van a exponer esas fabulosas condiciones y someterlas a la incertidumbre y el riesgo de unos nuevos comicios. Ni hablar. Votarán a favor o se abstendrán en la investidura —dependiendo de lo que hagan otros eximios oportunistas, los chachos de Coalición Canaria—, y quedarán a la espera de que el famoso Castejón, poco a poco, por decreto ley o por mayoría parlamentaria, les vaya concediendo en goteo todas sus pretensiones.
La única posibilidad de evitar ese panorama de ignominia es —tal vez era— que su majestad, que vive en palacio gracias a la concordia y el acatamiento a la ley de todos los españoles, haga valer el peso justamente de la ley y decida que “con los papeles” que le lleva Pedro Sánchez a consulta es imposible encargarle la investidura.
Se ha argumentado hasta el aburrimiento sobre la legalidad o ilegalidad de la hoja de ruta prevista por Sánchez para el naufragio español, así como la indignidad de algunas demostraciones de “buena predisposición” para convencer a sus compinchados —elección de la mesa del congreso, uso de lenguas autonómicas en el pleno—. Sin embargo Felipe VI no puede negarse a encargar la investidura por valoración de intenciones de futuro sino en concisa y rigurosa observancia de las condiciones procedimentales que atañen al presente. En tal sentido, continua en plena vigencia el argumento que expuso la casa real tras la anterior ronda de consultas, según el cual Felipe VI no podía encargar la investidura a Sánchez porque no tenía los votos suficientes y además el rey desconocía las intenciones de otros grupos que, teóricamente, apoyarían al candidato. Ni los separatistas de JxC y de ERC ni la camorra ahora subtitulada Bildu se van a tomar la molestia de visitar al monarca, lo que en el fondo supone un aviso de demolición de la ley y la convivencia entre los españoles porque, para ellos y así lo evidencian en clamor, la legalidad no depende de las formas y normas comunes sino de la voluntad de los políticos en hacer lo que mejor les parezca en orden a sus intereses. La ley, desde hace mucho, es el gran obstáculo para su proyecto de sociedad. Y a esa jungla estamos abocados si el rey —que vive en palacio porque la inmensa mayoría de los ciudadanos acatamos la ley, guardamos las formas y nos ajustamos a las normas— no cumple su parte y expone con claridad y valentía democrática lo que casi todo el mundo piensa: dentro de la ley y el respeto a la Constitución Pedro Sánchez no tiene ni de lejos los votos necesarios para ser otra vez presidente; y dentro de la ley no se sabe porque la jefatura del Estado desconoce oficialmente cuál es el plan y el compromiso de quienes, siempre en teoría, podrían apoyar al candidato exsocialista.
No soy ingenuo, sé perfectamente que las funciones de la corona permanecen absolutamente regladas por la Constitución y que todos y cada uno de los actos del monarca han de estar contemplados y previstos por la ley. Pero es que al día de hoy, bajo las circunstancias históricas en que nos encontramos, justamente debe prevalecer e imponerse la obligación hacia la ley. Por otra parte, no hace falta decirlo, resulta de cinismo en grado universal exigir al monarca que se ponga de perfil y se ajuste al estricto cinturón de la legalidad en versión sanchista —es decir, que haga como ni ve ni oye— para que el futuro de España puedan decidirlo quienes desde el principio han anunciado que se van a pasar la misma ley por el forro, los mismos que en dos días, en cuanto se pongan de acuerdo sobre el morado de la bandera, van a mandar a España al desguace y a la monarquía donde acaban los que por preferir el deshonor al conflicto acaban teniendo conflicto y deshonor.
Es la hora del rey y sólo hay dos caminos: o confirmamos que la corona sirve al pueblo español para algo más que dar discursos en nochebuena o, ya en plena decepción, cojan la cantimplora porque el desierto se presenta largo y sobre las dunas hay alacranes. Y alacranas.