Cuando repasamos las imágenes y las crónicas de los jóvenes del 68 que salieron a las calles de París o se manifestaban en Washington contra la guerra de Vietnam, es difícil negar su tono “progresista” de izquierda y anticapitalista, cuya consecuencia histórica sería la hegemonía del “marxismo cultural”. Entonces fueron pocos (el cineasta Pasolini, entre ellos) los que advirtieron que la revolución cultural del 68 era un movimiento de “niños de papa”, con un carácter más individualista que colectivista, por mucho que empuñasen el libro rojo de Mao. Hoy cada vez más autores aceptan la radical importancia de aquellos acontecimientos para entender una sociedad occidental cada día más fragmentada, en la que las comunidades o la misma clase social han dejado de ser los sujetos políticos en favor de identidades múltiples, de género, de raza o de cualquiera otra minoría, hasta atomizar el mismo nervio de la conciencia de ciudadanía política.
El hecho de que los principales intelectuales de la Nueva Izquierda asociados a la Revolución del 68, Marcuse, Deleuze, Derrida, Foucault, Bloch… jamás abandonasen la “opulencia” de las sociedades capitalistas que criticaban, para encontrar refugio en alguno de los “paraísos” del socialismo real, nos debería hacer reflexionar sobre si lo que alumbró el 68, no fue en realidad una revolución cultural marxista, sino el consenso total entre capitalismo y socialdemocracia. Como han señalado Bell o Fukuyama, en la postmodernidad se desdibujan las ideologías clásicas, porque el legado ideológico del 68 es hoy transversal tanto a la derecha, que abraza la corrección política y la cultura del “progresismo”, como a la izquierda, que compra la democracia liberal y el sistema económico capitalista.
Todos aquellos intelectuales occidentales, criados en la órbita del marxismo, rechazaron el centralismo soviético en defensa de un proceso cultural destinado a presentar como revolucionario y transgresor la abolición de las categorías morales de las clases medias occidentales. Marcuse afirmaba que “los mandatos y prohibiciones morales ya no son relevantes”, porque el proyecto sesentayochista intentaba, más que construir un nuevo orden social, luchar contra toda jerarquía, contra todo principio de autoridad y contra toda tradición. En los Estados del bienestar occidentales, la revolución no trataba de implantar un nuevo modelo político, su proyecto consistía, sencillamente, en destruir los valores tradicionales de la civilización occidental para sustituirlos por un relativismo moral permisivo que en modo alguno ha favorecido otro socialismo que el del igualitarismo en el consumo hedonista, una visión que, por supuesto, a quien más ha favorecido ha sido a las élites económicas capitalistas.
En realidad, el subjetivismo, el materialismo utilitarista, la importancia concedida a la identidad minoritaria del diferente, la tendencia individualista, el rechazo a la jerarquía o el recelo ante la verdad, lo encontramos ya en los valores que se fraguan en los campus universitarios estadounidenses de los años 60. La familia, la religión, el patriotismo eran estructuras que se considera pertenecen a un pasado con el que era preciso romper; la disciplina, la lealtad o la responsabilidad eran valores burgueses caducos, que debían ser sustituidos por el valor que cada cual juzgase como más oportuno. Así proliferan las campañas por una amplia gama de cuestiones sociales como los derechos civiles y políticos, el feminismo, derechos de los homosexuales, derecho al aborto, roles de género y reformas de la política de drogas, anticolonialismo, ecologismo y pacifismo. Podría decirse, en este sentido, que Estados Unidos exportó su visión de lo que debería ser el debate social en el mundo capitalista avanzado.
No hay que ser especialmente perspicaz para encontrar en los ODS de la Agenda 2030 la continuidad de aquellos rasgos relativistas e individualistas, bien a través de la ideológia de género, la flexibilidad o sostenibilidad, el ecologismo, la maleabilidad de las identidades o la reivindicación de las minorías étnicas. El rechazo a la tradición y a la herencia civilizacional de Occidente que se dejaban ver especialmente en el anticolonialismo del 68, hoy son también rasgos que nítidamente encontramos en la ideológia woke y en la doctrina de la cancelación. Bajo la disculpa de buscar dar a todos los habitantes del planeta medios para vivir de forma medianamente digna, la Agenda 2030 a cambio hace desaparecer la diversidad y la libertad. Se ejerce una coacción homogeneizadora tanto desde instancias supranacionales, gubernamentales, corporativas y mediáticas, que amenazan con erradicar todo aquello que se niega a amoldarse a su supuesto discurso emancipador. Con el empacho de su palabrería hueca, hemos puesto el foco de la felicidad donde unas élites sin escrúpulos desean que lo pongamos. Serás feliz y no tendrás nada, nos repiten desde el Foro de Davos, sin enterarnos que nos están cambiando “felicidad” por “sostenibilidad” de su cuenta de resultados. Estamos perdiendo el fondo y el sentido, porque el humanismo universalista que predica la Agenda 2030 se basa en un nuevo contrato social global que arrebata el protagonismo a la comunidad y pone como disculpa al planeta para trasladar el centro de las decisiones a unas élites, privando del sentido transcendente por el qué vivir a las personas, reducidas a individuos aislados dentro de la masa.
En el 68 se llamaba a una liberación en favor del individuo, una emancipación de las relaciones interpersonales. En la Agenda 2030, en nombre de la independencia en el desarrollo individual, se cortan los lazos del hombre con sus raíces morales, comunitarias e incluso biológicas, continuando la exaltación freudiana de la satisfacción del instinto. Se trata de un individualismo que pretende esquivar nuestros deberes colectivos en nombre de una felicitad material y superficial. Sin embargo, necesitamos de una dimensión adicional y de ahí que únicamente en lo que trasciende lo cotidiano encontremos una razón para andar el camino de la vida.
Mi familia soy yo
La reciente Ley de familias pergeñada por Podemos contiene hasta 16 clases de familia, homomarentales, reconstituidas, interculturales, transnacional, retornada… y de personas solas. En definitiva, familia es lo que a cada cual le venga en gana considerar. Por supuesto la intención es acabar con la familia monógama y patriarcal, vieja aspiración del comunismo, que considera que la única autoridad moral es el partido y el único responsable de la educación de la prole es el Estado. Sin embargo, llama la atención que se considere familia a una persona sola. No se trata pues del colectivismo marxista-leninista, se añade una intencionalidad fragmentadora, una invocación individualista que ya el manifiesto de 1972 de la social democracia nórdica, titulado “La familia del futuro”, contemplaba. Dicho texto en nombre de la libertad y la independencia del individuo propugnaba una emancipación de las relaciones interpersonales, especialmente las familiares. La Agenda 2030 refleja esta concepción negativa de la familia, cuando afirma que “los cuidados no pueden seguir realizándose en la soledad e invisibilidad de las estructuras familiares, especialmente las lideradas por mujeres. Generan un importante coste emocional en la salud de las mujeres y dificultan su acceso, en igualdad de condiciones, al mercado laboral y al desarrollo de su vida personal y de su carrera profesional”. Lo que se nos quiere decir es que los deberes familiares son negativos, un lastre del que debemos desembarazarnos. Los hombres, pero especialmente las mujeres, deben ocuparse de sí mismos. Los “cuidados” al otro son un freno que provoca brecha y discriminación, o si quieren en el lenguaje sesentayochista, represión del yo. La solución que nos han buscado en la Agenda 2030, es que sean las estructuras del Estado del bienestar las que nos ayuden para afrontar la vida cuando nuestro yo no pueda disfrutar del propio gusto que cada cual entiende de una manera peculiar.
Precisamente el documental de 2015 de Erik Gandini, “La teoría sueca del amor”, refleja este desarrollo radical del ideal individualista que aspira a una sociedad sin relaciones sociales enraizadas. La independencia individual constituye el eje de una vida satisfactoria y plena. Los individuos se desvinculan para no estar condicionados, ni cargar con el peso ajeno, y por tanto los individuos viven cada uno su vida en solitario. Así la mitad de la población sueca vive sola, y son muchas las personas mueren en sus casas pasando meses o incluso años hasta que se descubre el cadáver, ya que nadie echa de menos tu existencia.
Para conquistar la independencia individual lo primero que se debe hacer es no amar. La felicidad del individuo solo se puede realizar en soledad, estado en el que su libertad no es coartada por atadura alguna. La ruptura de lazos emocionales intensos, que conduce a prescindir de las relaciones sociales sólidas comienza con prescindir del amor romántico y de la pareja. Pero no olvidemos que la familia tiene su origen en la pareja, que nos ayuda a sobrevivir, procrear, educar a las crías y formar un equipo colaborativo. La Teología emplea frecuentemente la palabra comunión para expresar un tipo de unión fuerte, una suerte de entrelazamiento vital, una especial sintonía, una particular identificación con alguien. Quien vive en comunión, ama, renuncia; no forja una relación superficial o limitada, sino una vida en común, con un bien común, una tarea común, una obra en común, en definitiva, una familia autentica, no una ridícula clasificación impostada desde el Estado.
En estos tiempos postmodernos no necesitamos el amor romántico en nuestras vidas, el amor debe empezar por uno mismo, y hacía los demás, debe tratarse de un amor que sólo puede ser genérico, el amor al prójimo, que ya Dostoievski denunciaba: “amo a la humanidad, pero, para mi gran sorpresa, cuanto más amo a la humanidad en general, menos amo a las personas en particular”. Para el humanismo antropocéntrico, emotivista y voluntarista del individualismo imperante el sentido de la vida y el secreto de la felicidad consiste en el hombre autosuficiente que se tiene a sí mismo y se basta a sí sólo sin el lastre de las emociones que producen infelicidad o desasosiego. Todo el abanico de sensaciones, sentimientos y experiencias desagradables que se dan en pareja o en familia han de desaparecer. De nuevo Zigmunt Bauman nos alerta de que “es falso que la felicidad signifique una vida sin problemas; la vida feliz significa superar los problemas, resolver las dificultades”. La perdida del sentido y trascendencia desarrollado en las sociedades occidentales actuales es consecuencia de este vaciamiento de la vida compartida que nos conduce a una vida de apariencias y autoengaño.
Consecuentemente, en el plano político, también desaparece la Koinonía (participación en lo común) cuando los lazos humanos que nos unen ya no los vivimos comunicando ideas, razones, y motivaciones en orden al bien de todos. Simplemente nos dotamos de un sistema de leyes y de una burocracia fría para soportar una vida en sociedad. Los hombres se tienen a ellos mismos y a los servicios sociales del Estado en un gigantesco mercado que no nos lleva más allá de nuestras limitaciones humanas ni al crecimiento personal.
La soledad del individuo como instrumento de dominación.
Aristóteles, al tratar sobre las características de la ciudadanía en su obra “Política”, señalaba como una de sus características principales la participación en los espacios públicos de discusión, es decir, no era capaz de concebir al individuo aislado de la comunidad. De esta forma el individualismo, al liberarnos de los vínculos entre humanos, rompe con el principio básico de la participación política, que debería girar en torno al deber comunitario para con los otros. Los hombres están en relación de mutua creación, de mutua dependencia. Sólo de la mano del otro somos capaces de avanzar y alcanzar proyectos trascendentes. La decadencia vital de Occidente tiene su raíz en ese individualismo que cree que la mínima realidad personal es la máxima realidad.
El progreso ,tal y como se concibe en la postmodernidad, consiste en ocuparse en la defensa exclusiva de los intereses propios, de ahí que la religión, que predica la entrega y la negación de uno mismo, se compadezca tan poco con las prioridades del hombre del siglo XXI. Ya en “El suicidio” de Durkheim, “El extranjero” de Simmel, “La muchedumbre solitaria” de Riesman o “La soledad secuestrada” de Foucault, se ponía de manifiesto que las masas modernas, al desvincularse de las comunidades naturales, acababan gestando al hombre solitario, rodeado de muchos otros individuos, pero vacío existencialmente.
La revolución de internet y las nuevas tecnologías han puesto como nunca al alcance de la mano de todos nosotros infinitas fuentes de información y creado una nueva manera de relacionarnos, pero en la soledad de nuestros móviles y ordenadores. La gente ahora se encuentra frente a una manera distante de generar efecto y reacción emocional en los otros. La relación humana esta llena de memes, emoticonos, frases hechas, videos enlatados y gifs animados. Esta nueva manera de comunicarse no dispensa el sentimiento de plenitud de conocer profundamente a la persona de tú a tú. Desde la comodidad de la “máquina” que nos protege creemos que cumplimos con todos nuestros deberes sociales mandando o reenviando un mensaje a nuestros contactos. Como ha señalado Bauman: “La vida online está en gran medida libre de riesgos, de los riesgos de la vida… ¡Es tan fácil hacer amigos de Internet! Nunca estás sintiendo realmente tu soledad (…) Cuando no estás conectado lo que ves es realmente la diversidad de la raza humana (…) Tendrás que enfrentarte a la necesidad de dialogar (…) y cuando se inicia un diálogo nunca se sabe cómo va a terminar (…) Cuanto más independiente seas, menos eres capaz de detener tu independencia para reemplazarla por una agradable interdependencia. Así que al final de la independencia no está la felicidad. Al final de la independencia hay vacío de vida, una pérdida de sentido de la vida y un aburrimiento inimaginable”.
En 2018, Theresa May, decidió crear el Ministerio de la Soledad en Gran Bretaña con el fin de contribuir a paliar la soledad no deseada de toda la ciudadanía, especialmente de los mayores, de acuerdo con los objetivos de desarrollo sostenible de la Agenda 2030. Por supuesto que la Agenda 2030, el mundialismo, perseveran en este individualismo extremo, el Estado de bienestar sustituye a familia, pareja y amigos como red de protección, y las grandes corporaciones sustituyen a las Naciones como fuente de los proyectos políticos y culturales de la sociedad. Las élites globalistas no quieren comunidades, no quieren personas capaces de comprometerse responsablemente los unos con los otros, de unirse, para actuar ante la complejidad de un mundo abrumador. Se trata de una apuesta por una autosuficiencia entendida siempre de manera egoísta y nunca como parte de un proyecto compartido íntimamente con otra persona, una familia o una comunidad nacional. Se trata de crear una sociedad sostenible, biodegradable, que no contamina, que no sufre ni se complica la vida con sentimientos profundos ni deberes. Una sociedad atomizada, con individuos aislados, incapaces de dudar o pensar demasiado es más fácil de tutelar y dominar. Si la felicidad consiste en el placer superficial del consumo de cosas, de sensaciones o entretenimientos, el progreso sólo consiste en la abundancia material y la igualdad, en poder consumir como los demás. Si los valores dependen de la subjetividad del individuo, sin anclaje legitimador superior alguno, la libertad sólo consiste en satisfacer nuestros deseos privados. En cuanto a la solidaridad, basta con reciclar, ser inclusivo y colaborar con alguna ONG para sentirnos ciudadanos responsables.
¿Qué espacio queda para el zoon politikon de Aristóteles? En este modelo de individuos solos, sin raíces, sin lazos, no existe una verdadera capacidad de autoorganización. Pero como resulta que nadie puede autodeterminarse ni ser autosuficiente, desde las élites globalistas nos dan la solución, ellos se encargaran por nosotros de darnos esa independencia individual y de organizar la sociedad. Esta es nuestra clase dirigente, totalmente emancipada de los intereses de la comunidad.