La isla y el tesoro

La isla y el tesoro. José Vicente Pascual

Antes yo vivía en una isla. Durante una década he guardado mis huesos y partes adheridas en un trozo de tierra muy pequeño, en medio de un océano muy grande, sabiendo que la idea de vivir en una isla y sentirse cercado por el agua y lejos de todas partes desasosiega a mucha gente. Reconozco que cuando mi mujer y yo nos trasladamos a aquel lugar no sabía si la experiencia iba a resultarme confortable o claustrofóbica. No fue ni una cosa ni la otra; sencillamente, me daba igual. Lo extraño e incómodo en la vida no está fuera, en el entorno, sino que habita en lo más próximo y al mismo tiempo más ajeno: nosotros mismos. Esto último no es una ocurrencia, lo dijo hace veintidós siglos Publio Terencio Afro: “Mi pariente más cercano soy yo mismo” —proximus sum egomet mihi—. De la claridad en las relaciones con ese pariente próximo depende por lo general el acomodo en lo cotidiano, la “calma en el estar” que decía Unamuno y que parece la única manera de vivir —ser— sin miedo ni angustia. La gente que teme a las islas se teme a sí misma y allá donde acuda, isla o desierto, cargará en el equipaje la razón de su zozobra.

“Sé siempre el hombre que lleva consigo su recompensa”, nos advierte el Apocalipsis. Si no se posee el tesoro es inútil buscarlo, por más travesías y aventuras que se emprendan no habrá éxito porque, seamos sinceros, no merecerá la pena alcanzarlo. Como decía el otro: “Lo mal ganado, mal gastado”. Hay una novela extraordinaria y muy poco conocida de Antonio Enrique —autor poliédrico y numinoso donde los hubiere—, titulada La luz de la sangre, en la que exploradores españoles recorren amplios territorios de la América por civilizar, en busca de un oro importante que les resulta necesario para sus afanes alquímicos; y después de circular por selvas y páramos y atravesar cordilleras y sufrir acoso de aborígenes hostiles, descubren que el maldito oro estaba guardado, oculto, bajo la cama del organizador de la expedición. Lo dicho: si no se vive en gracia es inútil intentar hacerse el gracioso.

Ahora ya no vivo en una isla sino en una esquina venteada de la península, donde no llueve casi nunca aunque agua no me falta porque mis pasos, como casi siempre, transcurren a la orilla del mar. El territorio me sigue resultando indiferente, lo mismo que el contenido, al que a veces se llama paisaje humano. Para asentarse con quietud en cualquier lugar son necesarias dos condiciones: llevarse bien con uno mismo y hacer burbuja selectiva con los demás. Sé que puede parecer algo altanero, pero cuando uno llega a casa extraña es conveniente llamar a la puerta y después observar a la concurrencia sin intervenir demasiado. Los lugares con subrayado de costumbres son especialmente delicados en este sentido. Igual que hice burbuja en la isla para no contagiarme de la melosidad impostada de muchos lugareños, repliego mis atenciones al espíritu del nuevo lugar e ignoro deliberadamente la naturalidad con que aquí, en esta esquina del mapa, algunos rasgos culturales se presentan obligatorios a quien quiera ser aceptado como uno más. Ya se me entiende.

Ya se deduce también que no tengo ningún interés en ser aceptado, en igualdad de condiciones, en ningún sitio. Prefiero el estatus de inquilino visitante al de indígena propietario de su cacho de tierra y su memoria anclada a esa misma tierra y su espíritu enyesado en la manía de la tierra. La burbuja sirve para aislarse, eso es evidente, pero sobre todo vale para reforzar la mirada hacia dentro. No es egolatría, lo juro. Mucho menos egoísmo, ni insolidaridad, ni falta de empatía, ni misantropía ni nada que se le parezca, vuelvo a jurarlo. Se trata de mera disposición a la supervivencia: buscar primero donde late el ser y más tarde, si procede, ir a la probatura de estar con las justas complicaciones, sin que ninguna se produzca por candidez o temeridad. En tal sentido la isla es mejor que el continente, no cabe duda. En lo que toca al contenido, bien me gustaría decir distinto, mas lo idóneo está dicho: burbuja. Tal como escribió el arriesgado Bukovski, lo digo: “La gente no me cae mal, pero estoy más tranquilo si los veo de lejos”; bravo resumen de la filosofía ilustrada de los empíricos ingleses en lo que respecta a la felicidad de cada uno: cuidar de lo propio y llevarse lo mejor posible con el vecino. Y Dios en la de todos, porque ya lo dice muy bien dicho el evangelista: “Donde esté tu tesoro, estará tu corazón”. Viceversa y en ningún otro sitio.

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