La mirada en masculino: el mundo de Sam Peckinpah (I)

La mirada en masculino: el mundo de Sam Peckinpah (I). Adriano Erriguel

Para los que consideramos a la civilización norteamericana como un maelstrom de fealdad que se abate sobre el mundo – como una monstruosa verruga de la civilización occidental – observar las luces que también produce esa cultura es un ejercicio de compensación. Éstas tienen que ver, casi todas ellas, con la identidad enraizada de un país “normal”, ajeno al afán redentorista de uniformizar el mundo. O con una conciencia crítica que cuestiona los mitos fundacionales de los Estados Unidos. El “cine del oeste” – creación norteamericana por excelencia – es uno de esos ejemplos luminosos. No es nada casual que hoy no esté de moda.

El western es una bocanada del viejo mundo – que no debe confundirse con un mundo periclitado y caduco. Por eso, a medida que pasa el tiempo, el western clásico adquiere una pátina cada vez más subversiva. Ningún director de westerns – y no sólo de westerns– nos parece hoy más subversivo que Sam Peckinpah. Ninguno nos parece tampoco más norteamericano en el mejor sentido del término.

¿Qué es lo que hace a Peckinpah tan subversivo?

Peckinpah – el personaje y su obra – encarna como nadie esa figura tan norteamericana que es el misfit, el inadaptado, el personaje que no acaba de encontrar su lugar en el mundo. Pero, sobre todo – entramos en el meollo de la cuestión – Peckinpah vehicula, con eficacia sobresaliente, todo eso que podríamos llamar una mirada en masculino sobre el mundo. Nos referimos a una masculinidad prístina, natural, que no se propone como tal y no es consciente de sí misma. Pero esto es algo que en nuestros días está muy mal visto y choca con todas las normas de estilo ideológicas y pedagógicas. Nuestra época es anti-Peckinpah en el sentido de que, si no queríamos “masculinidad tóxica”, el director de “Grupo salvaje” nos ofrece diez tazas. Tal vez algún día – soñar es gratis – los talleres de “deconstrucción de masculinidad” sufragados por las instituciones progresistas serán sucedidos por talleres de reconstrucción de la masculinidad en los que el visionado de (al menos) un film de Peckinpah será parte ineludible de la terapia.

Las líneas que siguen no son un estudio sobre el cine de Peckinpah sino variaciones a vuelapluma sobre el universo específicamente masculino que se refleja en su obra. Un universo que está en las antípodas de ese ser aminorado y deconstruído que hoy se nos impone como el hombre del futuro.

El anti-Disney

Aunque sea tachado de machista, fascista, nihilista y apologeta de la violencia, nadie discute a Peckinpah su categoría de clásico. Aunque la mayoría de sus películas hoy probablemente no podrían rodarse (no al menos de la misma forma), la cultura de la cancelación se ve impotente ante su obra. ¿Qué tiene este cine de tan odiosos atributos para sobrevivir al Imperio del Bien y su furor puritano?

Decir que es el talento es quedarse corto. Otros creadores rebosantes de talento yacen enterrados en una montaña de oprobio. La respuesta estriba en lo mucho que Peckinpah – el gran maestro del western crepuscular – tiene de precursor posmoderno. Frente al romance tradicional del western y sus fronteras nítidas entre el bien y el mal, frente a la visión idealizada del inicio de los Estados Unidos (las películas épicas de John Ford son un ejemplo) los personajes de Peckinpah están en el filo de la navaja, entre épocas y culturas diferentes, en busca de una redención que se sitúa en un punto indefinido, más allá del bien y del mal. Esa ambigüedad moral responde al marco de relativismo e incertidumbre que es, precisamente, el marco de nuestra época, pero que nuestra época intenta ocultar con fárragos de moralismo. Peckinpah es el anti-Disney; nada hay más anti-moralista y más anti-maniqueo que su cine, y por eso es rabiosamente actual – mal que les pese a los guardianes de la moral posmodernista. Peckinpah es demasiado genuino, y de ahí brota una fascinación difícil de cancelar: la fascinación de lo denostado y de lo vilipendiado, de una brutal y testosterónica mirada en masculino.

Adelantamos nuestra tesis: toda deconstrucción de la ideología de género bien podría partir de una película de Peckinpah. Sus films exploran los comportamientos masculinos, las relaciones de amistad, camaradería, lealtad y valentía ante situaciones límite, todo eso que los anglosajones designan como “male bonding”. Sus historias nos sitúan ante las predisposiciones innatas del “género hombre” en su dimensión más cruda de especie animal. Todo eso que para la ideología de género es un “constructo cultural”, Peckinpah nos lo retrata como parte de una realidad biológica y etológica que jamás podrá ser erradicada. ¿Constructos culturales? La “ideología de género” es un constructo cultural, y no la realidad binaria de la sexualidad humana.

Lo que Peckinpah no es

Convendría empezar por una aclaración sobre lo que el cine de Sam Peckinpah no es.

El cine de Peckinpah no es una defensa ideológica del orden patriarcal. Sus mejores películas no eluden la mirada sobre las mujeres confinadas al silencio, injustamente relegadas en un mundo de hombres. Lo que conlleva una condena implícita. Conviene advertir que el “fascista” Peckinpah se sitúa indefectiblemente del lado de los perdedores, como lo demuestra su proclividad recurrente hacia los indios y los mejicanos, dos pueblos machacados por el Imperio de las barras y estrellas en sendos combates desiguales (como todos los que emprende la “nación indispensable”). No hay chauvinismo yanqui en el cine de Peckinpah. Todo lo contrario, su mirada se posa sobre los cimientos de un “sueño americano” edificado sobre un cúmulo de corrupción y violencia extrema.

El cine de Peckinpah no es un despliegue de “machismo” entendido como provocación frente al feminismo. El exhibicionismo macho tan frecuente en cierto cine americano – hecho de justicieros con Magnum, miles gloriosus y Rambos de gimnasio – es ajeno al cine de Peckinpah. Conviene aquí destacar que el “machismo” es una actitud decadente, postiza, en cuanto suele ser la reacción primaria – las más de las veces impotente – de una masculinidad que se ve cuestionada y fragilizada. Pero Peckinpah es un “natural” y está muy lejos de ser frágil. Sus personajes son así porque no podrían ser de otro modo. Su mirada en masculino no es defensiva y no anida en ella el afán polémico de una “guerra de sexos”. Nada que ver con fenómenos como el “masculinismo” o la “manosfera”, dos formas actuales de conciencia infeliz muy propias del mundo anglosajón.

El cine de Peckinpah no es una descerebrada apología de la violencia. El director de “Grupo salvaje” conocía la violencia demasiado bien –la observó de cerca en su etapa de marine – como para permitirse una visión romantizada de la misma. Lo que sus películas contienen es una observación amoral: la violencia sucede como suceden la lluvia y el buen tiempo, y eso es algo que – si acaso – puede funcionar como advertencia, como ilustración del poder que la violencia ejerce sobre la psique masculina. Pero no hay en sus films ese exhibicionismo “gore” que, bajo el hipócrita manto de la “denuncia”, sólo encubre un morbo decadente.

Por último, el cine de Peckinpah no es un cine de minorías. El director de “La balada de Cable Hogue” carece de pretenciosidad Arthouse y tiene vocación popular, aunque – como ocurre con los auténticos maestros – admite múltiples niveles de lectura. El de la mirada en masculino es tan sólo uno de ellos.

Complot antidemocrático

¿Cuándo se puede decir que una obra de arte – una novela, una pintura, un film – tiene un carácter masculino? ¿Hasta qué punto los films de Peckinpah vehiculan un “esencialismo” (ese pecado contra la doxa posmoderna) de la masculinidad? ¿En qué consiste “lo masculino”?

Si seguimos al filósofo norteamericano Harvey C. Mansfield – que ha dedicado un libro al tema – “la masculinidad busca y da la bienvenida al drama, prefiere los tiempos de guerra, riesgo y conflicto, y provoca el cambio y restaura el orden en los momentos cruciales. Los hombres masculinos, en su asertividad, plantean cuestiones y las llevan al foro, transformándolas en públicas y políticas”.[1] Dicho de otra manera, la dimensión grupal y colectiva – lo que podríamos llamar “solidaridad clánica” – es un rasgo marcadamente masculino. En resumen: todo hombre necesita una “banda”.

Incidiendo en ese carácter político de la masculinidad, el escritor y provocador francés Alain Soral (maldito entre los malditos) afirmaba hace años que un mayor interés por lo colectivo es lo específico del hombre, mientras que un mayor interés por lo individual es lo específico de la mujer. Según esta idea, la tendencia a aprehender las relaciones humanas a través de lo psicológico-afectivo – por encima de lo político-social – sería un rasgo “femenino” que se manifiesta en una visión psicologizante de los problemas sociales, lo que tiene el corolario último de sustituir el combate de las ideas por una competición de pathos. Si aceptamos esta interpretación, se explica que el sistema neoliberal – un sistema basado en el individuo start-up y empresario de sí mismo – conmine a los hombres, bajo la presión social y la propaganda, a adoptar formas y comportamientos femeninos. Al fin y al cabo, el neoliberalismo se presenta a sí mismo como el único sistema que responde a la naturaleza humana (el sistema del “fin de la historia”) y no puede dejar espacio a visiones políticas, coherentes y globales que vengan a cuestionar sus fundamentos o a combatirlo frontalmente. En ese sentido Alain Soral denuncia a la “feminización” de la sociedad como un “complot antidemocrático”.[2]

¿En qué forma los films de Peckinpah plasman este puñado de ideas?

Männerbund

“Cuando estás al lado de un hombre, permaneces con él, y si no eres capaz de hacerlo eres sólo una especie de animal, ¡estás acabado! todos estamos acabados”

Pike Bishop, The Wild bunch

Los grandes films de Peckinpah – “Grupo salvaje” a la cabeza de todos – culminan en explosiones de violencia en las que los protagonistas se inmolan sin razón material y de forma prácticamente absurda. ¿Por qué se comportan así? ¿De qué manera esto puede responder a una “esencia” de lo masculino?

Conviene partir de algunas realidades básicas. Todo en la naturaleza tiende hacia la perpetuación de la especie, y por razones biológicas obvias – su papel en el ciclo de la reproducción – el vínculo de la mujer con la naturaleza es algo más fuerte que el del hombre. Con ello queremos decir que la mujer es más “conservadora” (entendido esto no en su acepción política vulgar) y menos propensa que el hombre a los sacrificios gratuitos y a los gestos inútiles. No en vano suele decirse – no sin razón – que “la mujer es más inteligente que el hombre”, en cuanto es más difícil que caiga en los planteamientos quiméricos y aparentemente absurdos en los que suelen caer los varones.

Lo que escribimos arriba es una generalización, sí, pero avalada por milenios de evolución biológica y de historia cultural en todas las latitudes. Además, sin generalizar – sin esencializar, en cierto modo – es imposible pensar sobre nada. Nuestra época está convencida de que puede redefinir, resignificar y remodelar a su antojo, no ya lo que es de hoy o de ayer, sino lo que procede de la naturaleza primaria de la especie. ¿Triunfarán los “talleres de nuevas masculinidades”? Veamos.

El film “Grupo Salvaje” (The Wild Bunch,1969) está considerado como la obra maestra de Peckinpah y la culminación (¿conclusión?) del cine del Oeste. El poder de “Grupo salvaje” – decía el director de cine Paul Schrader – es que, en este film, Peckinpah dice lo siguiente: “mira, sé que esto es un anacronismo, sé que es fascista, sé que es sexista, sé que es malvado y pasado de moda, pero ¡que Dios me ayude! cómo lo amo”.[3] No es necesario repasar el argumento, basta con referirnos a su final: un grupo de forajidos muy bregados – anacrónicos ya en un mundo en transformación – se ve en la imposibilidad de rescatar con oro al miembro más joven del grupo, que ha sido hecho prisionero por un señor de la guerra mejicano. El grupo se presentan entonces en la guarida de este último y se inmola en una descomunal matanza, la más famosa escena de ultraviolencia de la historia del cine (después incontables veces imitada). Lo que de “Grupo Salvaje” ejemplifica, de forma sublimada y extrema, es la mentalidad tribal que es un resultado de milenios de evolución y que, de forma indeleble, impregna los comportamientos masculinos.

¿Mentalidad tribal? Durante la mayor parte de la historia evolutiva, la supervivencia de las sociedades humanas estuvo vinculada a la organización de grupos jerarquizados y violentos, fundamentalmente integrados por hombres. Los miembros de estos grupos seleccionaban de forma natural a los más fuertes – física y mentalmente – para ejercer el liderazgo. Consecuentemente, los vínculos grupales de solidaridad, rivalidad y emulación están en la base de las cualidades que tradicionalmente se asocian a la psique masculina, y que pueden sintetizarse – según el escritor norteamericano John Donovan – en las ideas de fuerza, coraje, honor y maestría/habilidad. A lo largo de la historia, este patrón cultural ha adoptado en ocasiones formas extremas.[4] Por ejemplo, en la tradición indoeuropea las hermandades guerreras y religiosas – la Männerbund (“liga de hombres”) germánica – conforman universos mentales en los que la fidelidad al grupo, identificada con la idea de honor, tiene un valor preminente sobre los vínculos individuales. Se puede citar también la devotio ibérica, atestiguada por los historiadores romanos como ejemplo ancestral de honor y fidelidad hasta la muerte. Es el mundo mitológico de la “caza salvaje”. Desde sus orígenes pre-históricos, estas pautas culturales adquirieron formas institucionalizadas y están directamente vinculadas a la emergencia de los primeros Estados.[5] Sólo ante la llamada del grupo – la “familia”, el gang, la banda, la tribu, la patria – el hombre abandona lo que más quiere – la casa, la familia, la propia vida – sin razón material evidente y de forma prácticamente absurda.

¿Qué mueve a los hombres a actuar así? ¿Qué nos dice Sam Peckinpah en el mejor western de la historia?

El grupo liderado por el forajido Pike Bishop (el actor William Holden, en la mejor interpretación de su carrera) se inmola de forma aparentemente inexplicable. Seguramente no saben por qué actúan así… pero no pueden no hacerlo. No necesitan comunicarlo ni racionalizarlo; es el suyo un instinto nihilista, sí, pero de un nihilismo que se redime en la fusión póstuma con el grupo. Esta es la idea esencial del film: los componentes del grupo saben que no tienen oportunidades de salir con vida, pero también saben que sus vidas habían acabado hacía ya tiempo. Prefieren por tanto salir de ellas con una salvaje revancha que es un tributo a la camaradería. La Männerbund no extrae su fuerza de una promesa de recompensa material, ni de una “causa” o un ideal abstracto. Por mucho que la moralina oficial se empeñe, los hombres no defienden a su país porque les gusten sus “valores”. Tampoco lo hacen por motivos razonables (porque el país sea una democracia o una monarquía) ni sensuales (por sus paisajes o su gastronomía). Los hombres defienden a su patria porque es la suya: por lazos de lealtad a los vivos y a los muertos, por vínculos de fidelidad, amistad y compromiso. Como dice el evangelio de San Juan “nadie tiene mayor amor que éste, que uno dé su vida por sus amigos” (15.13).

Los títulos de crédito de “Grupo salvaje” se abren con una escena que sintetiza la visión de Peckinpah: unos niños se divierten con un escorpión siendo devorado por unas hormigas, hasta que los niños les prenden fuego. Hay aquí dos ideas esenciales. Primero: la violencia – una violencia a la hechura de un dios burlón – está en el centro de todas las cosas. Segundo: la violencia se despliega de forma muy especial en espacios acotados y opresivos. Estas dos ideas están expresadas con la eficacia de un ingenio mecánico en el film “Perros de paja” (Straw dogs, 1973).

La importancia del perímetro

“El Sabio no tiene sentimientos: trata a toda su gente como perros de paja”

Lao Tse, Tao Te Ching

La crítica feminista Pauline Kael saludó el estreno del film “Perros de Paja” (Straw dogs, 1973) de esta manera: “una fantasía masculina sobre la joven y caliente esposa de un profesor de matemáticas que quiere ser violada, pero es sodomizada (un plus sobre lo que tenía en mente), y sobre su matemático/cornudo esposo que se convierte en un hombre cuando aprende a luchar como un animal. Una obra de arte fascista”.[6] Pero frente a lo que pueda parecer, el tema principal de este film – basado en la novela “El asedio a la granja Trencher” (The Siege of Trencher´s Farm, Gordon M. Williams) – no es la competición masculina por la hembra, sino otro instinto básico en acción: la defensa del espacio vital.

Recordemos el argumento. El intelectual y urbanita David Summer (un Dustin Hoffman más enclenque que nunca) y su explosiva y allumeuse esposa (el término francés es más fino que el castellano) se instalan en una pequeña localidad de la Escocia profunda – lugar de procedencia de la esposa – habitada por cejijuntos primates bien cargados de testosterona. ¿Qué podía salir mal? Tras la brutal violación de su esposa, el profesor transforma su casa en una inexpugnable fortaleza en la que va masacrando – de forma tan ingeniosa como implacable – a la banda de bestias que pretendían asaltarla. Lo que esta película retrata es el imperativo territorial que está en el sustrato de la naturaleza animal del hombre. No en vano – y como reconocía el propio Peckinpah – la película está vagamente influida por las ideas del antropólogo norteamericano Robert Ardrey (muy de moda aquellos años) en cuyo libro sobre el imperativo territorial se leen cosas como éstas:

“Como norma de conducta general, en las especies territoriales la competición entre machos que antes se pensaba era por la posesión de la hembra es, en verdad, una competición por la propiedad”; “Si defendemos los títulos sobre nuestra tierra o la soberanía de nuestro país, lo hacemos por razones que no son diferentes – no menos innatas, no menos difíciles de erradicar – que la de los animales inferiores”; “Puede parecernos el más extraño de los pensamientos que el vínculo del hombre con el suelo sobre el que camina sea más poderoso que su vínculo con la mujer con la que se acuesta. Pero, aun así, de forma brutal y preliminar, podemos poner a prueba esta suposición con una simple cuestión: a lo largo de tu vida, ¿de cuántos hombres muertos por su país has tenido conocimiento? ¿Y de cuántos que hayan muerto por una mujer?”.[7]

Lo que “Perros de Paja” pone de manifiesto es la importancia del perímetro como espacio de separación, de seguridad y de supervivencia. No en vano “el primer trabajo del hombre en tiempos difíciles – escribe Jack Donovan – siempre ha sido el de establecer y asegurar “el perímetro””.[8] La defensa del perímetro – del “espacio vital” – ha recaído casi siempre sobre el hombre, y esto ha sido así en virtud de una división espontánea del trabajo. Y eso es algo que está en la base de la identidad masculina.

Pero hay más en “Perros de Paja”.

La redención del progre

El protagonista del film – el matemático David Sumer – es un progre de la época que se traslada a Escocia para eludir la guerra del Vietnam. Como tantos otros miembros de la clase liberal progresista, David vive en una puritana represión de su instinto masculino que, en su caso, sublima en forma de superioridad moral (ideales pacifistas) y complacencia en sus logros académicos.[9] Entre David y su esposa Amy hay una tensión sexual no resuelta que se manifiesta en las pullas de Amy sobre el déficit de energía – de “hombría”– de David: un cuestionamiento de su identidad masculina al que se unen los palurdos locales, disconformes con la gentrificación de su territorio que representan los Sumer. Hasta que estalla la tormenta

“Perros de paja” ejemplifica qué tipo de hombre vehicula mejor el lado más oscuro de la especie: no los tipos sanguíneos y físicamente más brutales, sino los tipos fríos y cerebrales que saben disciplinar sus impulsos. La transformación de David Sumer comienza justo al iniciarse el asalto de la casa (“vete a la cama, yo me ocupo de esto” le dice a su esposa). “Durante la batalla final – escribe el crítico Antonio José Navarro – David demuestra que los instintos combinados con el refinamiento de la civilización, pueden ser aún más letales que la simple animalidad. El ideal ilustrado de que la cultura acabaría con la barbarie es pulverizado por Sam Peckinpah: el arma que ha convertido al hombre en el ser vivo más dañino de la naturaleza es su mente. Las gafas rotas de David – motivo visual utilizado en la publicidad del film – ilustran esa idea”.[10] Trasgredidos los frágiles límites de la equidistancia se revela, brutal, el auténtico trasfondo de la naturaleza humana. El protagonista del “Perros de paja” descubre que sabe jugar a ese juego, que es un digno cofrade de la caza salvaje. “Esta es casa. Y yo soy yo. No toleraré violencia contra esta casa”, dice David ante las conminaciones histéricas de su esposa para que se rinda. Hay aquí una fusión de ideas: la identidad y el perímetro. La identidad – nos viene a decir el film – se sostiene y se enraíza en el control de un territorio, por muy pequeño que éste sea.

Escribía Robert Ardrey: “la especie humana posee un feroz instinto territorial, y si defendemos nuestro hogar y nuestra patria es por razones biológicas; no porque decidamos hacerlo, sino porque debemos hacerlo”. Un feroz desmentido de la mitología contractualista, de la antropología rosseauniana y del patriotismo constitucional a la Habermas.

Concluida la matanza y tras dejar a su esposa en la casa (el abismo abierto entre la pareja parece irremediable) el David de las gafas rotas sonríe (los finales de Peckinpah son pródigos en risas masculinas) con un aire de placer inconfesable. David Sumer era un hombre “deconstruido” y se ha reconstruido. David Sumer ha descubierto que tal vez no sea un “hombre bueno”, pero sí que es bueno como hombre. Tras tocar el fondo de su naturaleza, el otrora liberal urbanita ha renacido. Ése es el fondo nihilista, impúdico y tremendamente sincero de “Perros de paja”.[11] Los grandes maestros son portadores de noticias inquietantes.

Cuando los hombres rezan de pie

De entre todos sus films, “La Balada de Cable Hogue” era el preferido de Peckinpah y el que más desmiente su imagen sanguinolenta. Es un film melancólico y tamizado por un sutil optimismo que, de hecho, puede verse como una parábola religiosa.

El viejo Cable Hogue es abandonado por sus socios en el desierto y abocado a morir de sed. A lo largo de una cruel caminata se dirige al Señor por tres veces, y le dice – le recuerda – que lleva tiempo sin beber y que tiene sed. Se lo dice de forma un tanto insolente, casi como si se dirigiera al cantinero de la esquina. Lo que no tiene nada que ver – ocioso es decirlo – con un orgullo fuera de lugar, sino con una fe rocosa en que Dios es el compañero de viaje en una tierra dura, y, después de todo, lo propio de un compañero es echar una mano. Tal vez también con la sospecha de que, si el hombre está hecho a imagen de Dios, tal vez a Dios no le complazca ver a su imagen gimoteando y humillándose (¿a quién le gusta tener un compañero así?).

Cable Hogue reza de pie y tras mucho caminar, cae desfallecido y se resigna a morir. Pero cae cerca de un pozo de agua. El film nos cuenta la historia de un hombre que encuentra agua y al final encuentra a Dios. Al final de la película, el viejo Hogue termina arrollado por un automóvil – símbolo del progreso – y muere entre risas, rodeado de sus amigos, sabedor de que ha tenido una vida completa. Entre medias, Hogue ha obtenido su venganza y ha encontrado el amor en la prostituta Hildy, con la que levanta un embrión de hogar entre arenas y alacranes, cerca del pozo que le salvó la vida. El amor de estos dos marginales permite decir algo más sobre visión de la masculinidad en los films de Peckinpah.

Ya sean héroes o villanos, hombres de ley o malhechores, los personajes de Peckinpah suelen ser hombres solos o de una sola mujer – no mujeriegos ni promiscuos–, y si recurren al amor de pago no es tanto por vocación como por paliativo. No hay en los personajes de Peckinpah, tan viriles, asomo de esa actitud predatoria que afirma la “virilidad” saltando de cama en cama. Esta filosofía al viagra poco tiene que ver con Peckinpah. Además, nada hay tan poco viril como la coquetería masculina. No hay guerra de sexos en Peckinpah; nunca podría haberla, porque lo masculino se fundamenta en una relación de complementariedad con lo femenino, lo que significa que una actitud anti-femenina o misógina es necesariamente anti-masculina. El cine de Peckinpah no es tanto una vindicación de la masculinidad como de la alteridad, del carácter binario de la sexualidad humana.[12] En sus films las mujeres contemplan a los hombres – tantas veces atrabiliarios y absurdos– con infinita indulgencia, como si ellas estuvieran en posesión de una sabiduría más antigua. El hombre necesita a la mujer – viene a decir Peckinpah – porque es la mujer la que lo ancla en la tierra, en la realidad, en la vida, y sin ellas los hombres – ¡tantos hombres solos, en sus películas! – están condenados a vagar y vagar en esa “región perdida” a la que se refiere la canción mejicana de “Grupo salvaje”. Cable Hogue encuentra agua y encuentra a la mujer – una prostituta –, de igual manera que lo hace el marginal protagonista de “Quiero la cabeza de Alfredo García” (Bring me the Head of Alfredo García, 1976), hasta que la pérdida de ésta le lleva a suicidarse en una venganza implacable. Los hombres solos suelen tener mal final en los films de Peckinpah. Aunque eso no parece para él lo más importante. ¿Qué es lo más importante?

Al hablar sobre la finalidad de su vida, el protagonista de “Duelo en la Alta Sierra” (The High Country, 1963) decía “quiero entrar en mi Casa justificado”. Eso es algo que para Peckinpah se declina en una madeja de temas – camaradería, honor, coraje, lealtad, venganza, responsabilidad, disciplina – que conforman el universo mental masculino.

Video: “La golondrina”, The Wild bunch

Continúa………..


[1] Harvey C. Mansfield, Manliness. Yale University Press 2006.

[2] Alain Soral, Vers la féminisation? Démontage d´un complot antidémocratique. Blanche 2007. Cansino es tener que señalar que la tesis de Soral no aspira a ser “científica” sino provocadora, y está por tanto más allá de cualquier forma de determinismo.

[3] Documental: “Sam Peckinpah´ s West: legacy of a Hollywood Renegade”

[4] Jack Donovan, The Way of Men. Dissonant Hum 2012.

[5] En relación a los orígenes “masculinos” del Estado, el arqueólogo francés Dominique García señala que éste está vinculado a la capacidad de determinados grupos para ejercer una violencia legítima y de encargarse del ejercicio de la guerra frente a otros grupos: “los datos arqueológicos permiten cernir todo o casi todo del fenómeno de la emergencia del Estado: aparición de las elites (principalmente masculinas y guerreras), asociación espacial de los polos políticos y religiosos, lugares dedicados al almacenamiento extra-familiar de los víveres, zonas dedicadas a las actividades artesanales….”.

Dominique García, “Origine et extensión des États centralisés”, en Une Histoire des civilisations, Comment l´archéologie bouleverse nos connaissances. La Découverte /Inrap 2018

[6] Michael Sragow, “From the Siege of Trencher Farm to Straw Dogs. The Narrative Brilliance of Sam Peckinpah”. En Peckinpah Today. New Essays on the Films of Sam Peckinpah. Edición Kindle.

[7] Robert Ardrey, The Territorial Imperative. A Personal Investigation into the Animal Origins of Property and Nations. Amazon Fulfillment, pp. 3-6.

[8] Jack Donovan, The Way of Men. Dissonant Hum 2012, p. 12

[9] Sobre el “pacifismo progresista”, conviene constatar una curiosa evolución en los últimos años. Si en la segunda mitad del pasado siglo la progresía era esencialmente pacifista, en el siglo XXI es ardorosamente belicista en la defensa de sus “valores”, en la medida en que dicha defensa está confiada a mercenarios (profesionalización de los ejércitos) y tiene lugar en guerras ajenas.

[10] Antonio José Navarro, “Perros de paja, 1971. Dos mundos opuestos”. Dirigido por nº 439, diciembre 2013. Pp. 53-55.

[11] Antonio José Navarro, Obra citada, p. 55.

[12] Paradójicamente, las formas más extremas de masculinidad son hoy celebradas si quien las exhibe es una mujer. Viceversa, las formas más extremas de feminidad serán motivo de orgullo si son los atributos de un hombre. Lo que se persigue es la fusión, la fluidificación, la hibridación de géneros.

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