La mirada en masculino: el mundo de Sam Peckinpah (II)

La mirada en masculino: el mundo de Sam Peckinpah (II). Adriano Erriguel

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Sam Peckinpah no era un apologeta de la violencia, pero sí un poeta de la violencia. La diferencia es importante. El apologeta de la violencia suele ser un cobarde, un energúmeno de teclado y escritorio o, en los casos más sangrantes, un psicópata que invoca a la violencia desde su despacho, argumentando su cruel necesidad y justificándola en nombre de elevados ideales – de eximios e inconmensurables “valores” – mientras él la observa desde una pantalla. El Imperio de las barras y estrellas es pródigo en esta última especie; en la vida política su peor encarnación son los neocon: dinastías de fofos guerreros gafapasta dispuestos a incendiar el mundo si ello beneficia sus carreras y satisface sus megalomanías.

El poeta de la violencia es otra cosa. Un poeta de la violencia era Homero, como lo eran los autores anónimos de los cantares de gesta, como lo era también – mucho más recientemente – Ernst Jünger: un pensador y practicante de la violencia desde la primera línea. En la historia del cine tal vez no exista un poeta de la violencia como lo fue Sam Peckinpah. Pero ¿cómo es posible hacer poesía de la violencia?

El oficio de las armas

La violencia es tan natural como la lluvia y el mal tiempo, por eso las consternaciones morales son inútiles para eliminarla – mucho menos para entenderla. El instinto de agresión está en el código genético de la especie y tiene un carácter ambiguo: es destructor, pero es también indispensable para la supervivencia y está en la base de muchas actividades creadoras. En sus estudios sobre la agresividad, el biólogo y zoólogo Konrad Lorenz – fundador de la etología – subrayaba la importancia de los rituales como formas de encauzar la violencia. Los rituales – decía Lorenz – son “formas adaptativas que una cultura impone a sus miembros para permitirles canalizar o sublimar algunas de sus pulsiones, y para limitar sus efectos”.[1] Es por ahí donde empieza a colarse la poesía.

La violencia – o una forma canalizada o sublimada de la misma – es un rito de paso de la hombría, y eso es un dato antropológico demasiado general como para responder solo a constructos culturales. Un hombre desprovisto de todo potencial para la violencia raramente es percibido como un hombre entero, y eso suele ser así en casi todas las culturas. Por eso, se equivocan quienes elevan la no-violencia a valor positivo absoluto. Como también se equivocan quienes piensan – ya en el terreno político – que la única forma de forzar un cambio son las protestas con disc-jockey y las manifestaciones con familias y globitos. Es a través de un uso variable de la violencia – o de una amenaza de la misma en el horizonte– como indefectiblemente se consiguen cosas. En ese sentido, los intentos de la cultura neoliberal para desembarazarse de la “masculinidad tóxica” tienen una oculta finalidad política: la castración de todo instinto de rebeldía.

Evidentemente, Peckinpah sabía todo esto. Por eso la representación de la violencia en sus películas es amoral, en cuanto no elude la ambigüedad intrínseca a la misma. Algunos críticos – sin duda movidos por el afán de defender a Peckinpah – señalan que sus películas, con sus escenas de muerte y destrucción al ralentí, son en realidad denuncias pacifistas y soflamas antibélicas. Se equivocan. Peckinpah retrata el horror de la violencia, sí, pero sus imágenes transmiten esa fuerza embriagadora que envuelve al espectador y remite a los ecos de una memoria genética. Escribe el crítico Paul Seydor: “Peckinpah comparte con Homero, con el poeta anónimo de Beowulf, con el Shakespeare de Enrique V y Enrique IV y con el Kurosawa de Los siete samuráis y Yojimbo la habilidad de identificarse con el héroe, y a la vez la de permanecer ajeno al mismo. Así, es capaz de expresar los diversos estados de ánimo– la alegría salvaje, la excitación – de ese tipo de vida y, al mismo tiempo, de no engañarnos sobre lo que ésta significa: una pasión suicida por la gloria, una recreación casi psicópata en los baños de sangre. Como narradores de historias, ninguno de estos poetas es un predicador (…) ninguno está ni a favor ni en contra de la violencia, al menos no de manera que sus poemas puedan ser reducidos a una polémica que complazca a los moralistas políticamente correctos”.[2] El moralismo es la muerte del arte y el inicio del kitsch.

Ese tipo de vida. En los grandes westerns de Peckinpah los hombres hacen de la violencia su oficio y de las armas su modo de vida. Es cierto que sus héroes suelen ser malhechores – no caballeros andantes, ni paladines – pero “los valores de Pike Bishop, como hombre que lucha, no son fundamentalmente diferentes de los de Aquiles o Beowulf”. Los personajes de Peckinpah tienen algo de otra época – son vikingos o berserks perdidos en el tiempo – pero pertenecen a un mundo ya moderno en el que el estatus del héroe es más ambiguo, y puede asumir los rasgos de un bandido o de un rebelde con tendencias criminales.[3] Esta ambigüedad está recogida – quizá mejor que en ningún otro de sus films – en su último gran western.

Malos tiempos para la épica

Patt Garrett: “Parece que los tiempos han cambiado

Billy the Kid: “Los tiempos puede, pero yo no

A Peckinpah le fascinaban los personajes anacrónicos y perdedores. Sus obras transmiten un sentimiento específicamente masculino: la nostalgia por una época más agreste hecha de hombres con los instintos alerta, solidarios con su tribu, agresivos y dispuestos a defenderse. El film “Pat Garrett y Billy the Kid” (Pat Garrett and Billy the Kid, 1973) nos sitúa en ese punto específico de confrontación: el de la pérdida de la épica y los tiempos míticos y el de la llegada de una vida tabulada y aséptica.

El film trata también los temas de la identidad y las relaciones de lealtad, de camaradería y traición. Pat Garrett (un magistral James Coburn) y Billy the Kid (Kris Kristofferson) son dos implacables pistoleros – antiguos amigos y compañeros de correrías – cuyas vidas se separan: Pat Garrett, más viejo que Billy, vende sus servicios a los hombres de negocios interesados en pacificar la zona y en expulsar a Billy y su banda del territorio. El veterano forajido Pat Garrett se convierte en sheriff para asegurarse un buen retiro en la vejez; en cierto modo vende su alma, mientras que a Billy le cuesta aceptar que su amigo le haya dado la espalda de esa forma. Finalmente, Pat Garrett mata a Billy y con ello, en el fondo, se mata a sí mismo. Esta sencilla historia funciona como una metáfora: Garrett es la seguridad y la civilización, Billy es mundo pre-civilizado en el que el conflicto es la regla. Lo que nos sitúa en el meollo de una cuestión filosófica que ha hecho correr ríos de tinta:

¿Están las civilizaciones abocadas al suicidio? ¿Son la seguridad y la comodidad las antesalas de la decadencia? Las ventajas de una vida ordenada y pacífica ¿sólo pueden conseguirse por la emasculación de la agresividad masculina, representada en el film por la muerte de Billy the Kid?

Billy the Kid es un Peter Pan, es un niño que no quiere crecer y no quiere que le arranquen de su Tierra de Nunca Jamás. Por lo demás, Peckinpah no termina de desarrollar al personaje, que es en gran parte un enigma. Tampoco lo idealiza. “En manos de Peckinpah – escribe Paul Seydor – Billy es algo parecido a un sociópata que mata a la gente con una sonrisa en el rostro y sin mitrar atrás. Es un sociópata atractivo, incluso encantador, lo que hace que todo lo que le rodea sea confuso”.[4] De los dos protagonistas, Pat Garrett es el de psicología más compleja.

Pat Garrett comprende perfectamente a Billy porque se ve reflejado en él. Billy es la imagen de su propia juventud, pero Garrett sabe que no hay más salida que la de amoldarse a los tiempos. Garrett es un progresista a su pesar, mientras que Billy ni siquiera es anti-progresista porque el “progreso” no entra en sus esquemas. Pero Billy es el personaje al que todos quieren y al que todos admiran, está rodeado de un aura mítica. En una de las escenas más comentadas de la película, Billy se entrega prisionero a Garrett y alza los brazos en cruz, componiendo una imagen crística. Billy ha de ser sacrificado para que el nuevo mundo pueda advenir.

Hay otro componente psicológico en Garrett muy a tener en cuenta. Al igual que Billy, Pat Garrett es un hombre del viejo mundo. El nuevo mundo – la tecnoestructura estatal encarnada en los negociantes que le contratan – ha de apoyarse en mercenarios de valores arcaicos, como Garrett, para asegurar la pacificación general de la humanidad. El nuevo mundo se apoya en ellos y los utiliza, vaciándoles el alma a cambio de dinero. Bajo la apariencia de una sociedad transparente, pacífica y racional, el nuevo orden es fundamentalmente represivo y está asegurado por los Garrett de este mundo. La violencia nunca podrá ser completamente erradicada. El alegre forajido Billy the Kid perece a manos de Pat Garrett, el hombre de negro al que nadie quiere y al que todos temen.

Domesticación del parque humano

Los temas centrales del cine de Peckinpah son la violencia y los códigos de conducta masculinos. Si forzamos el análisis, las disyuntivas que su visión del hombre y de la violencia nos suscitan – por ejemplo, en “Perros de Paja” o en “Pat Garret y Billy the Kid” – nos sitúan ante un debate acuciante a estas alturas de siglo:

¿Es posible suprimir el instinto de agresión que está inscrito en el patrimonio genético? ¿Puede ser definitivamente erradicada la “masculinidad tóxica”? ¿Puede la alteridad sexual ser difuminada y, en último término, eliminada? La pregunta definitiva es: ¿Puede el hombre ser reprogramado y ajustado según los parámetros culturales del momento?[5]

Hoy más que nunca se amplía la perspectiva de lo que el filósofo Peter Sloterdijk llamó – en una provocativa conferencia en 1999 – “domesticación del parque humano”: la humanidad entendida como parque zoológico, la educación y la cultura entendidas como un vasto programa de ingeniería social.

La cultura neoliberal supone – entre otras cosas – una apuesta por la domesticación del parque humano. El transhumanismo y el transespecismo se aplican a la tarea. No en vano lo “trans” se ha convertido en nuestro horizonte insoslayable, en la pseudoreligión de nuestra época. Decía Sloterdijk que el hombre es un animal, sí, pero un “animal de lujo que ya no es capaz de seguir recluido en el mero territorio de la animalidad”.[6] Según esa idea, somos seres condenados a la fuga hacia adelante, a una producción y auto-producción por la educación y la biotecnología. El transhumanismo es la matriz más visionaria del capitalismo contemporáneo: el de las grandes fortunas de la economía numérica y Silicon Valley. Y lo es en una doble vertiente: en la visión del “hombre/especie animal” como ser obsoleto llamado a ser “mejorado” por la tecno-medicina, las nano-bío-tecnologías y la Inteligencia Artificial; y en la visión del “hombre/sexo masculino” como constructo cultural llamado a ser reemplazado por un individuo de género variable, tuneable, al albur del catálogo asegurado por el orden liberal.

No hay que ser un lince para ver que, en ese contexto, el enemigo a abatir es el hombre-animal sexuado – hoy calificado de tóxico y anacrónico – que es exaltado en toda su poesía y brutalidad por los films de Peckinpah. Hablamos aquí de un tipo humano que es la (¿última?) línea de defensa en la lucha del hombre frente a la máquina, de la conciencia humana frente al sujeto-autómata, de la vida concreta frente a su sustituto desnaturalizado, desmaterializado, des-subjetivizado.[7] La pervivencia de ese hombre es el obstáculo principal ante el advenimiento de la nueva religión, de una religión neoliberal que – como oscura parodia de la antigua religión – se remite a otra forma de transfiguración: la operada por la fluidificación y la reasignación de las identidades sexuales. Pero mientras exista el hombre anterior, bajo las cenizas del hombre deconstruído y fragilizado perdurará el fuego de la revuelta.

¿Qué es lo que ha comprendido el sistema? Que no puede depender únicamente del aparato represivo (policía y ejército) ni de los Pat Garrett de turno. Es mucho más seguro – escribe el filósofo Dany-Robert Dufour – “remitirse a los psico-poderes que se aplican no sobre el cuerpo sino sobre los espíritus, para cambiar estos últimos. Esa fue la gran apuesta estratégica del Amo: encaminar a los jóvenes izquierdistas y libertarios a desinvertir en lo social y lo político y a sobreinvertir en lo singular e individual”.[8] Para lo cual hay que renunciar a la visión “binaria” (hombre/mujer) de la especie humana. Para lo cual hay que “liberar” a los individuos de ese hombre “masculino”, opresivo, tóxico, criminal…

Cuando en el pasado siglo Sam Peckinpah rodó sus películas no podía prevenir lo que vendría después. Pero hoy sus películas nos hablan más – o de otra forma– de lo que lo hacían a sus contemporáneos. En gran medida, éstos sólo vieron en ellas westerns crepusculares e historias de acción. Pero la representación de los tipos humanos en los films de Peckinpah – tan desinhibidos en su animalidad masculina – adquiere hoy un carácter escandaloso que no tenían en su época. ¿Qué nos dicen los films de Peckinpah en la era del hombre embarazado y la mujer barbuda?

Los límites del diálogo

Hay en las películas de Peckinpah un mensaje especial para moderados y hombres de soja: el diálogo tiene sus límites. Los personajes de las viejas películas del Oeste eran parcos en palabras, todos sabían que las palabras eran respaldadas por los actos. De ahí nace el respeto que asegura la paz. El diálogo no se puede estirar ad infinitum, especialmente en casos de conflicto que son juegos de suma cero. La tolerancia y la moderación son actitudes, no ideologías sustantivas ni corpus de creencias. La tolerancia es un continente, no un contenido. Por eso un hombre de tolerancia infinita y de inagotable entusiasmo por el diálogo no es percibido – no al menos por sujetos ayunos de sofisticación posmoderna – como un hombre auténtico. Basta con asomarse a los problemas de convivencia multicultural en la vieja Europa para extraer conclusiones. Lo cual nos lleva a otra reflexión.

La domesticación es imprescindible para la civilización, pero un exceso de domesticación la fragiliza y la destruye (es el conocido ciclo barbarie- civilización – decadencia). El protagonista de “Perros de Paja” debe des-domesticarse para sobrevivir. El ideal es por tanto una sociedad en la que los Pat Garrett no erradiquen por completo el espíritu de Billy The Kid. Para ello, en vez de estigmatizar a la agresividad como algo patológico (“masculinidad tóxica”) las sociedades tradicionales la canalizaban en “ritos de paso”, la integraban en formas productoras de lo social. Conviene tener presente que lo social – como nos enseña la etología – se funda sobre la oposición polémica de grupo a grupo, con las relaciones de rivalidad y amistad que se derivan. Baste un ejemplo histórico: hoy sabemos que la gran liberación de fuerzas que se produjo en Europa a partir de los siglos XVI y XVII tenía su base en una población habituada a niveles altos de violencia. Esta violencia se canalizó, en último término, en la construcción del Estado moderno y la expansión de los Imperios. Pero si la dimensión comunitaria se elimina por completo – en beneficio de una visión individualista del hecho social – el espíritu tribal se manifiesta de forma anárquica y salvajemente violenta (bandas callejeras, comunitarismo étnico). De igual manera, la no-violencia como valor obligatorio – con la imposición de una ideología ultra-maternal, protectora y pacifista – genera una esquizofrenia que se termina manifestando a nivel individual, de forma subrepticia, porosa y auténticamente patológica.

El propio Sam Peckinpah expresaba estas ideas en una entrevista: “hay una gran veta de violencia en cada ser humano. Si no es canalizada y comprendida, estallará en forma de guerras y locura”. Es la “enfermedad de la paz” de la que hablaba el escritor francés Guillaume Faye, un vector de decadencia.[9]

Frente a la decadencia, la llamada “masculinidad tóxica” – el amor por el riesgo, el control de los sentimientos, un cierto instinto de agresividad – es un factor de equilibrio.

Los personajes de Peckinpah son conscientes de que hay un límite para el diálogo

Contra la personalidad fragmentada

Otra observación que nos sugieren los films de Peckinpah – extensible a casi todo el cine del Oeste – es que los protagonistas no tienen problemas de identidad. No son personajes “que se buscan a sí mismos”, todos saben quiénes son y lo tienen claro. Hablamos de un tipo humano que no corre como un pollo sin cabeza para estar a la última moda, no cambia al ritmo de los preceptores de tendencias, no se adapta a la corrección política del momento, no enarbola la banderita de turno (“Support the current Thing”), no se apresta a ser domesticado.[10] “Los tiempos puede que cambien, pero yo no”, dice Billy the Kid”.

Los personajes de Peckinpah son la antítesis del globo-homo del neoliberalismo, de ese ser de identidad fluida y personalidad fragmentada (la que mejor se puede dominar). No son “conservadores” ni “reaccionarios”, conviene aclarar, porque no son ideólogos. Son caracteres intemporales que practican un estoicismo espontáneo; la lluvia y el mal tiempo les resbalan por el rostro, en cierto modo también las alegrías. No buscan hacer lo bueno ni lo malo, sino lo correcto. Son hombres de grupo, de clan y de tribu, pero pagan – si es necesario– el precio de la soledad. Como lo hace el protagonista del western contemporáneo “Junior Bonner” interpretado por Steve McQueen (“un film sobre caducos cowboys de rodeos, crónica melancólica de un universo agónico”, escribe Jordi Bernal).[11] Los protagonistas de Peckinpah son del partido de la estrella polar, la que permanece en su sitio mientras las demás giran. ¿Qué buscan en realidad? ¿Qué les motiva?

Los héroes de Peckinpah están impulsados por los más peregrinos motivos: oro, venganza, intricadas obsesiones personales (como el Mayor Dundee interpretado por Charlton Heston). Pero sobre todo actúan así porque está en su naturaleza. No son utilitaristas, el utilitarismo es contemplado por Peckinpah con un desprecio infinito (se ve muy bien en “Junior Bonner”). No son susceptibles ni vanidosos. El vanidoso depende para su autoestima de la validación de los otros, y eso es algo inconcebible en los protagonistas de Peckinpah. Vemos entonces que no les mueve la ideología, ni la utilidad, ni la vanidad, pero sí ese sentimiento de camaradería masculina que los anglosajones llaman “male-bonding”. Todos estos elementos están reunidos en el film “La Cruz de Hierro” (The Iron Cross, 1977) ambientado en el frente ruso en la Segunda Guerra Mundial.

La “Cruz de Hierro” – único film bélico stricto sensu de Peckinpah – gira en torno a la oposición entre el Sargento Steiner (James Coburn), un formidable soldado de origen proletario, y el Capitán Stransky (Maximilian Schell), un aristócrata prusiano que tiene una obsesión: ser condecorado con la Cruz de Hierro y obtener así la validación de sus pares. Pero el auténtico líder es Steiner, un jefe nato, el tipo de hombre con el que se ganan las guerras. Steiner no cree en la victoria ni en el triunfo de una causa a la que abiertamente desprecia (”si supiera lo que odio este uniforme, y todo lo que representa”, le dice a su superior) y, por supuesto, la Cruz de Hierro le importa un bledo. Si combate como lo hace es por sus compañeros, por la unidad en la que sirve, y, sobre todo, porque es lo que está en su naturaleza. Más que de un soldado es un guerrero (un Kshatriya, en terminología tradicional) que para luchar no necesita creer en la victoria. En la escena final del film, Steiner se adentra con una risa salvaje “en el lugar en que crecen las cruces de hierro”. Es el combatiente perfecto para una época de nihilismo.

Un cineasta americano

En el ecosistema de Hollywood, pocos directores como Peckinpah hicieron tantos méritos para ser calificados como “antisistema”. Según el crítico Jordi Bernal, Peckinpah estaba poseído por “una predisposición fatalista y vehemente por la autoinmolación artística y vital”, por una furia autodestructiva a la hechura de su visión violenta y caótica de la naturaleza humana.[12] Peckinpah no llegó a los sesenta años y con su vida confirmó la intuición de Dostoyevski de que los hombres, en realidad, no quieren ser felices. ¿Qué quieren los hombres?

Peckinpah todo lo subordinó a su arte. Para él sus películas eran la realidad y la vida real era la ficción. El director de “Grupo Salvaje” fue un poeta de la violencia y su mirada era irreductiblemente masculina. Estos dos aspectos – la masculinidad y la violencia – cobran en él un tono inconfundiblemente norteamericano. Algo sobre lo que hay que decir algunas palabras.

Resulta chocante ver el carácter extremadamente negativo, amargo y violento – con una atracción mórbida por lo criminal y lo terrorífico – que, a lo largo de su corta historia, ha caracterizado a la cultura norteamericana. ¿De dónde viene esa fascinación por lo marginal y oscuro, casi rayana en lo patológico? ¿No resulta a priori algo extraño en el país del “sueño americano”, en el país de la prosperidad y la abundancia?

Algunos lo atribuyen a una reacción escapista frente a una vida centrada en el trabajo, el progreso y el dólar. Pero el escritor inglés D. H. Lawrence apuntaba a razones más profundas: el país empezó “viejo” – una extensión colonial de Gran Bretaña – y empezó a rejuvenecer tras desprenderse de su vieja conciencia europea. Conviene tener en cuenta que los primeros americanos – los descendientes de los colonos y los europeos que llegaron a continuación – eran en cierto modo europeos “arcaicos” que procedían de los estratos más populares del viejo continente. Así se forjó un pueblo joven – en cierto sentido “bárbaro” – en la conquista de las nuevas tierras vírgenes. La civilizada Europa pasó a ser contemplada no sólo como algo viejo y decadente, sino también como algo “femenino”. La rebelión sólo podía adquirir por tanto un carácter fuertemente “masculino”, y también violento. Escribe el crítico cinematográfico Paul Seydor:

“La revuelta artística en América siempre ha sido masculina en carácter, con su énfasis en la dureza, la claridad, la simplicidad, la audacia, la dificultad, la exploración la independencia y el espíritu de rebelión”.[13]

Es la masculinidad agresiva de los pioneros, de los cowboys, de los capitanes de industria, de los gangsters y de las generaciones que hicieron las dos guerras mundiales. Es la masculinidad ostentosa de Jack London, de Henry Miller, de Norman Mailer, de Ernest Hemingway, de John Ford, de John Huston, del propio Sam Peckinpah. Así fue más o menos hasta los años 1960 del pasado siglo. Entonces las cosas empezaron a cambiar…

¿Qué es lo que tenemos hoy?

Estados Unidos es hoy el epicentro de la “ideología de género”, de la fluidificación de la identidad sexual, de la deconstrucción de la masculinidad y del fenómeno “trans”. Todos estos temas – desarrollados en los campus americanos– son parte del magma cultural del nuevo capitalismo. El filósofo francés Dany-Robert Dufour señala algunos elementos que confluyen aquí: el sustrato religioso neo-evangelista (la posibilidad de un nuevo nacimiento y una regeneración); la ideología del management (“empodera tu vida y tu carrera, ¡ahora!”) la idea de “autoconstrucción” individual (el “self made man”) y un foucaultismo de garrafa adaptado a las necesidades americanas (la “French Theory”).[14]

De los rudos cowboys a la papilla woke, todo ello en el espacio de cuatro décadas y dos o tres generaciones. Se confirma así la intuición de Oscar Wilde: “América es el país que ha pasado de la barbarie a la decadencia sin pasar por la civilización”.

La mirada en masculino

“Hay quien dice que era cruel, pero hay cosas peores, Señor, que acoger en tu seno a Cable Hogue, No era realmente un buen hombre, ni era un mal hombre, pero Señor, era un hombre”

LA BALADA DE CABLE HOGUE

Decía el antropólogo Robert Ardrey – y nos enseña también la etología – que el imperativo territorial, el instinto de agresión y la capacidad para la violencia están incardinadas en la memoria genética de la especie. Como hemos visto, esa carga genética ha sido encauzada y sublimada en el proceso de domesticación humana que conocemos como “civilización”. Pero, en contra de la visión progresista de la historia, hoy sabemos que no hay procesos irreversibles y que la historia puede retornar en ciclos, aunque nunca se repita y lo haga de diferentes maneras.

Se habla hoy en Europa – en Francia, en primer término – de un proceso de “ensalvajamiento” (ensauvagement) y de des-civilización que estaría afectando a nuestras sociedades. Se perfilan así las condiciones para que una serie de realidades etológicas y antropológicas básicas salgan claramente a la luz. ¿Estamos asistiendo a los prolegómenos de una des-domesticación a gran escala? Si esto se confirma, cabe preguntarse sobre el papel que jugará la tan denostada “masculinidad tóxica”. ¿Qué pasará, cuando sea demasiado evidente que ésta es esencial para la supervivencia de la manada?

Nos encontramos aquí con una cuestión peliaguda: ¿cómo definir la “masculinidad” sin caer en “esencialismo” (pecado contra la doxa posmoderna)? El asunto es resbaladizo y escapa a las definiciones cerradas.

Tal vez lo más seguro sea recurrir, aunque sea de forma preliminar, al universo de las formas. Desde esa perspectiva la “masculinidad” puede referirse a una cualidad que el escritor francés Dominique Venner llamaba “la tenue” – la primera de las cualidades según él – y que puede traducirse como “actitud” o “estilo”.

El estilo implica casi siempre una ética, una disposición del alma. El estilo es el hombre.   ¿En qué consiste “la actitud”, el “estilo” masculino? ¿Qué es eso tan deplorable que los talleres de deconstrucción de la masculinidad se empeñan en denigrar, suprimir, criminalizar?

El cine de Sam Peckinpah nos da algunas pistas. Basta con ver sus películas y, sobre todo, con observar a sus actores. Esa actitud y ese estilo están en una frase de William Holden, en una cabalgada de Charlton Heston, en un disparo de James Coburn, en un diálogo de Randolph Scott y Joel McCrea, en un silencio de Steve McQueen, en una risotada de Warren Oates, en un puñetazo de Ernst Borgnine, en un rezo de Jason Robards, en la caminata final del “grupo salvaje” cuando, a paso marcial, los cuatro forajidos se dirigen a rescatar a su amigo. Lo están también en la mirada del esmirriado y urbanita Dustin Hoffman, cuando, ante la intrusión de unas bestias en su casa, le dice a su esposa: “Este lugar es mi casa. Esto soy yo. No toleraré violencia contra esta casa”.

El que tenga oídos para oír, que oiga.

Video: “Let´s go”- The last walk of the Wild Bunch

https://www.google.com/search?q=the+last+walf+of+the+wild+bunch&rlz=1C5CHFA_enES906ES910&oq=the+last+walf+of+the+wild+bunch&aqs=chrome..69i57j33i10i160.18424j0j15&sourceid=chrome&ie=UTF-8#fpstate=ive&vld=cid:f094194f,vid:CYP38A-nwLY,st:0


[1] Alain de Benoist, “Konrad Lorenz”, en Ce que penser veut dire. Éditions du Rocher 2017, pp. 183-185. La etología se define como el estudio experimental de las bases biológicas del comportamiento animal y humano.

[2] Paul Seydor, Peckinpah, The Western Films. A reconsideration. University of Illinois Press, 1997. Pp. 187-188.

Escribe el director español Gonzalo Suárez: “Grupo salvaje es algo más que un western violento. Es, ante todo, cine. Excediendo el género, que toma como papel pautado, nos remite a un ejercicio fílmico en el que la cámara no se limita a retratar una historia, sino que la interpreta emocionalmente. Su pulsión poemática desaforada, a través del montaje y de las actitudes actorales, nos trae reminiscencias épicas de canción de gesta. No importa demasiado quién persigue a quién, ni a dónde van ni de dónde vienen, la vivencia mítica es acontecer y cobrar intensidad en pantalla” (citado por Jordi Bernal en: “Sam Peckinpah: caída al abismo en ralentí”

https://www.jotdown.es/2012/08/sam-peckinpah-caida-al-abismo-en-ralenti/)

[3] Paul Seydor, Obra citada, p. 189.

[4] Paul Seydor, Obra citada, p. 289.

[5] Este es el tema también de la novela de Anthony Burgess “La Naranja Mecánica”, adaptada al cine por Stanley Kubrick (A Clockwork Orange, 1972).

[6] Adolfo Vásquez Rocca, “Sloterdijk “Normas para el Parque humano”; De la carta sobre el humanismo a las antropotecnias y el discurso del pos-humanismo”,

http://www.encuentros-multidisciplinares.org/revista-62/adolfo_vazquez_rocca.pdf

[7] Nicolas le Bault, Le Transhumanisme, stade terminal du capitalisme. Éditions de la Reine Rouge 2022.

[8] Dany-Robert Dufour, Le phénomène Trans. Le regard d´un philosophe. Le Cherche-Midi 2023, pp. 154-155.

[9] Guillaume Faye, L´Occident comme Declin, Le Labyrinthe 1984, p. 53.

[10] A propósito de la domesticación humana, escribe Guillaume Faye: “La persona domesticada nunca se rebela; es y piensa conforme le dicen; sufre y no se resiste, incluso si se hace la ilusión de estar emancipado y se presenta a sí mismo como “auténtico”. Por conformismo social y por miedo a desagradar, sigue ciegamente todas las nociones preconcebidas que se le inculcan (…) es un eterno sacrificado a la moda. Bajo ninguna circunstancia quiere ser diferente, porque eso significaría su exclusión (¡el gran horror de hoy!)”. Guillaume Faye, Wofür Wir kampfen, Thule-Polemos 2006, p. 98.

[11] Jordi Bernal, “Sam Peckinpah: caída al abismo en ralentí”

https://www.jotdown.es/2012/08/sam-peckinpah-caida-al-abismo-en-ralenti/

[12] Jordi Bernal, Obra citada

[13] Paul Seydor, Obra citada, pp. 322-323.

[14] Dany-Robert Dufour, Le Phénomène Trans. Le regard d´un philosophe. Le Cherche Midi, 2023, pp. 129-133.

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