La monarquía y el poder judicial

La monarquía y el poder judicial. José Vicente Pascual

El artículo 56.1 de la Constitución española atribuye al rey —de España, no al rey de cualquier sitio— sus funciones propias como jefe del Estado, entre las que destacan por su importancia las de moderar y arbitrar el funcionamiento de las instituciones. De tal modo, cualquier persona con dos dedos de luces puede entender y habría entendido perfectamente que su majestad, en el discurso de nochebuena del extinto 2022, hubiese moderado y arbitrado y puesto las cosas en perspectiva, y el debate en su sitio, respecto al encontronazo entre los poderes judicial, legislativo y ejecutivo que se ha producido la última semana, todo ello a propósito del intento gubernamental de renovar el tribunal constitucional por el método de Juanita Baldomera: mis amigos dentro y los que no me gustan fuera.

Naturalmente, esto habría sido posible si el monarca, la corona y las demás instituciones del Estado funcionasen con normalidad, ajustándose rigurosamente a sus cometidos, sin injerencias ni presiones y sin dejarse intimidar por la oligarquía política que nos pastorea, el altavoz desmadrado de los medios parasitarios que desinforman según se les abastezca la cuenta de resultados, las cadenas públicas de radio y televisión gorroneados por una casta desvergonzada de funcionarios sindicales y, por supuesto, el aluvión zoológico de las redes sociales, habitadas por lo más pringoso del fanatismo pornoprogre en el que estamos condenados a sobrevivir. Aquí, el rey juega a ser neutral porque ni él ni quienes le aconsejan, ni quienes le mandan, se atreven no ya a enfrentarse sino, al menos, a levantar la voz e intentar poner un poco de razón y cordura en la vomitiva sarta de mentiras, estupideces y obscenas ideaciones que los famosos medios informativos —con perdón— han vertido contra el poder judicial y el tribunal constitucional en los últimos tiempos.

Uno, en su candidez, pensaba que el jefe del Estado, coronada testa donde las haya, tal como suele decirse “rompería una lanza” en favor del vilipendiado poder judicial, advirtiendo que el tribunal constitucional y cada uno de sus miembros actúan conforme a la legalidad y según el escrupuloso ejercicio democrático de las funciones que tienen encomendadas, pues ya saben: sin ley y sin imperio de la ley no hay democracia. Pero, claro está: uno, en su candidez, es un cándido.

En el discurso del rey no hubo alusión concreta al conflicto concreto. Nuestro querido Felipe, sexto de su nombre y segundo tras González, evitó clamorosamente referirse al alto tribunal. Con dos cojones, no lo mencionó. Ni una palabra. Con sumo tacto y sumísima miseria moral, en escandalosa dejación de sus atribuciones y con un desprecio insultante de su real obligación, se pasó por el borbónico forro la controversia de la que todo el mundo estaba pendiente, degradando su discurso hasta una sucesión bienhechora e inútil de lugares comunes sobre la “unidad”, la “responsabilidad” de los políticos y avemarías parecidas. Imaginen: la responsabilidad de los políticos… como la responsabilidad de nuestro presidente del gobierno, incendiario primero y raudo cual hooligan contra los jueces; como la responsabilidad del presidente del senado, atacando a constitucional tan ancho como lerdo, subidito de tono al estilo Forcadell. ¿Responsabilidad? ¿De qué responsabilidad habla el jefe del Estado que es incapaz de asumir su cabal responsabilidad en momentos que requieren, precisamente, absoluta responsabilidad? Total, para el monarca estas controversias son menos que nada. Total, cenizas, miedo y nada de nada: seguid a vuestro aire con el debate, arreglaos como podáis y a mí no me calentéis la cabeza que bastante trabajo tengo con cuidarme la barba. ¿Moderación? ¿Arbitraje? ¿Imperio de la ley? Por favor… no diga usted majaderías.

Ya no queda ninguna duda. Este rey, el sexto de su nombre, no es un pitopadentro como su abuelo Alfonso, ni un metepatas fullero y simpático como su padre Juan Carlos. Este rey es de otra pasta, de otros tiempos y con otra visión de los asuntos que importan: un rey neutral-neutral que jugará a la neutralidad decorativa hasta el fin de su reinado, el cual no auguro tan largo como el de su tía-abuela Isabel de la Gran Bretaña. Y lo malo del negocio en el que está metido —en el que nos tiene metidos a los españoles de rebote— no es que su cobarde languidez esté dando pista de despegue a los enemigos declarados de la constitución, la legalidad y la soberanía nacional, sino que esa barata ductilidad sobre los principios y ese acomodo ante lo peor de la tormenta auguran un futuro infecto para la institución coronada y para España: una monarquía líquida, útil para ilustrar los sellos de correos, en una sociedad canibalizada por los políticos de peor pelaje y entraña que ha conocido nuestra desdichada nación desde los tiempos de don Alejandro Lerroux, Lluís Companys y otras eminencias del progresismo patrio. A esa bazofia estamos abocados. Con esa bazofia se conforma nuestra monarquía, dispuesta a digerirla del primer al último bocado con tal de perpetuarse en el cargo y en el rango.

Para esa sopa de inmundicia, mejor un buen potaje republicano y que sea lo que Dios quiera.

PS./ No he podido evitar la tentación, ya ven ustedes que el asunto me tiene un poco soliviantado:

NO.- Lo democrático y lo legal NO es que la composición del tribunal constitucional, el supremo y el consejo general del poder judicial responda proporcionalmente a las mayorías y minorías presentes en el congreso de los diputados. Precisamente para evitar una jurisprudencia y una justicia coyuntural, a la moda o al dictado de un gobierno concreto —en el presente y según sopla, un gobierno bolivariano/castrista—, y mantener la imparcialidad, objetividad e independencia del poder judicial, los redactores de la Constitución previeron que la renovación de miembros del tribunal constitucional elegibles por el legislativo contase con la mayoría de los 3/5 de la cámara, no con la mayoría simple; así como que su mandato se extendiera por 9 años, bastante más allá de los 4 que dura una legislatura.

NO.- No hay DOS miembros “conservadores” del tribunal constitucional con el mandato “caducado” tal como se han cansado de proclamar los medios de desinformación. Hay CUATRO miembros con el mandato PRORROGADO, no caducado: dos de ellos reputados como “progresistas” y otros dos a los que se considera “conservadores”. De los “progresistas” caducados no se ha oído una palabra en TVE ni medios afines, por cierto.

Otra cosa es la estupidez manifiesta de pensar que el tribunal constitucional debería funcionar como un miniparlamento judicial, con su jueces del PP, sus juezas del PSOE, sus “magistrades” podemitas y sus cadíes independentistas. Ese es otro debate que hoy no me apetece.

NO.- El tribunal constitucional NO ha impedido votar al senado de la nación porque no estuviera de acuerdo con un decreto ley. El tribunal constitucional ha admitido a trámite un recurso de amparo presentado por diputados de la oposición que consideraban vulnerados sus derechos parlamentarios. Que la admisión conlleve la suspensión cautelar de una parte de ese decreto es de una lógica jurídica aplastante: si no se suspende el trámite parlamentario, no hay defensión posible de los derechos supuestamente vulnerados. O sea que menos rasgarse las vestiduras y más atender a las explicaciones que algunos magistrados y algunas magistradas han ofrecido al respecto.

SÍ.- Es la PRIMERA VEZ en 45 años de democracia que la decisión de un tribunal conlleva la suspensión parcial de un trámite parlamentario. Algo también muy lógico porque es la PRIMERA VEZ en 45 años que tenemos un gobierno integrado por radicales y chavistas, encima sostenido por separatistas y filoetarras, empeñado en apropiarse del poder judicial, legislar a base de ladrillazos ideológicos —como la célebre ley del Sí es sí— y convertir a nuestra nación en un puzle de microestados gobernados por ayatolláhs autonómicos. Resulta muy normal y desde luego inevitable que se produzca ese conflicto entre instituciones, un lío importante en el que nuestro rey no ha entrado ni se ha manchado la suela de los zapatos, no porque no pudiera sino porque justamente, inmaculadamente, no ha querido.

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