La Organización de las Naciones Unidas

Instituciones internacionales o internacionalistas existieron desde la segunda mitad del siglo XIX; aunque ya en la primera mitad, tras las guerras napoleónicas, hubo una «Santa Alianza» internacional entre las potencias vencedoras en dichas guerras tras el Congreso de Viena de 1815 entre Prusia, Austria y Rusia, a la que se sumaría Gran Bretaña (la «Cuádruple Alianza»), y en 1818 lo haría la misma Francia, con lo cual ya era una quíntuple alianza. Se trataba de una alianza entre católicos, protestantes y ortodoxos contra el ateísmo en ascenso. Solidaridad contra los descreídos. 

Hablando de ateos, en 1864 se fundó en Londres la Primera Internacional, que tras su escisión fundamental entre marxistas y bakuninistas acabaría disolviéndose en Filadelfia en 1876. En 1865 se fundó la Unión Telegráfica Internacional. En 1874 se creó la Unión Postal Universal. A día de hoy la Unión Telegráfica Internacional y la Unión Postal Universal son organismos especializados de la ONU. 

En 1889 se fundó la Segunda Internacional, cuyos objetivos acabarían en «bancarrota», como dijo Lenin, tras el voto del Partido Socialdemócrata Alemán (el alma de esta organización) el 4 de agosto de 1914 a favor de los créditos de guerra. Los partidos socialdemócratas de los diferentes países enfrentados en la Gran Guerra optaron por apoyar a los partidos burgueses de sus respectivos países y dejaron de lado el internacionalismo de la lucha de clases que en las barricadas harían la revolución o, en su rama reformista, irían poco a poco evolucionando hacia una sociedad socialista, y en lugar de eso se pusieron de parte de la política nacionalista que estaba inmersa en la Realpolitik de la dialéctica de Estados y de Imperios que desde las trincheras dieron forma a la Primera Guerra Mundial.

En 1899 se celebró en La Haya la Conferencia Internacional de la Paz, a fin de prevenir la guerra y codificar sus normas. Unos planes que resultaron tan utópicos como los de la Segunda Internacional. Esta institución dio paso a la Corte Permanente de Arbitraje que se pondría en marcha en 1902. Pero -como vemos- la guerra estalló y el partido socialdemócrata más importante contribuyó a su puesta en marcha.   

A fin de que no explotase una nueva guerra en Europa, en 1919 se fundó en Versalles la Sociedad de Naciones (SDN), la cual sería propugnada por el presidente estadounidense, el kantiano Woodrow Wilson (cuya mano derecha era el «coronel» Edward Mandell House). En virtud del Tratado de Versalles también se creó la Organización Internacional del Trabajo, que era una agencia afiliada a la Sociedad de Naciones. El fin de la SDN consistía en «promover la cooperación internacional» y «lograr la paz y la seguridad» (https://www.un.org/es/sections/history/history-united-nations/). Ante los resultados dados en la política real, es obvio que tal sociedad fue un completo fracaso. A fin de cuentas, esta institución más que un bombero resultó ser un pirómano. De 1919 a 1939 la política mundial de desarme y seguridad colectiva que propugnaba la Sociedad de Naciones acabó en un rotundo fracaso. La SDN dejaría de existir oficialmente el 18 de abril de 1946, cediendo su lugar a la Organización de las Naciones Unidas. Como primer intento de un gobierno mundial, la Sociedad de Naciones fue un intento patético y chapucero. 

También en 1919, a principios de marzo, se fundó la Tercera Internacional (la Komintern), que estaba liderada por el Partido Comunista (bolchevique) de la Rusia soviética que emergió tras la Revolución de Octubre de 1917. La Komintern sería disuelta en 1943 (no logrando sus objetivos de «revolución mundial», porque -entre otras cosas- se interpuso una nueva guerra mundial, una segunda guerra imperialista). Pero el 21 de septiembre de 1947 se fundó la Kominform, que disolvería Nikita Jruschev el 17 de abril de 1956. También existe una Cuarta Internacional (que fundó Trotsky en 1938), pero ésta es irrelevante.

El 25 de abril de 1945 se fundó en San Francisco la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Esta organización ya se venía gestando en plena guerra (mientras la SDN se desmoronaba). El 14 de agosto de 1941 el presidente de Estados Unidos, Franklin Delano Roosevelt,  y el primer ministro del Imperio Británico, Winston Churchill, firmaron la Carta del Atlántico, en cuya cláusula sexta se decía: «Después de la destrucción total de la tiranía nazista ellos esperan ver establecida una paz que ofrezca a todas las naciones los medios para vivir seguras dentro de sus fronteras, y que brinde asimismo a sus habitantes la oportunidad de vivir emancipados del temor y de la necesidad». Y la cláusula octava no se quedaba atrás en idealismo: «Creen ellos que todas las naciones del mundo, material y espiritualmente, deberán renunciar al uso de la fuerza. Puesto que no se podrá asegurar la paz futura mientras haya naciones que continúen empleando armas terrestres, navales o aéreas con fines bélicos fuera de sus fronteras, creen ellos que mientras no se establezca un sistema más estable y amplio de seguridad general, se impone el desarme de tales naciones. Ayudarán también, y alentarán, cualesquiera otras medidas prácticas que alivien a los pueblos que aman la paz del peso aplastante de los armamentos». Otros puntos de la Carta iban referidos a unos Principios Fundamentales de Justicia Internacional: «Nada de expansiones; ni cambios territoriales sin el libre y expreso deseo de los pueblos interesados; facultad de cada país para escoger su propio sistema de gobierno; e igualdad de condiciones para todos los países en la adquisición de materias primas» (https://www.un.org/es/sections/history/history-united-nations/).

El 1 de enero de 1942 Roosevelt acuñó el nombre de «Naciones Unidas». Las naciones que se reunieron el 25 de abril de 1945 en San Francisco tenían en común el haberles declarado la guerra a las potencias del Eje. Se reunieron en total 50 delegacías (que sumaban 3.500 personas) de 50 naciones (la cuales componían un 80% de la población mundial).

La ideología de la ONU venía a ser un tanto altermundista, pues se trataba simplemente de crear un mundo mejor (mejor para quién y contra quién, cabría preguntarse pertinentemente). Al parecer, «cada nación estaba determinada a triunfar en el empeño de establecer, si no una organización internacional perfecta, por lo menos la mejor que fuese posible» (https://www.un.org/es/sections/history/history-united-nations/). 

Se trataba de una organización que, emic, se hacía responsable del mantenimiento de la paz mundial; pero la paz nunca es mundial (salvo que se dé por bueno el panfilismo fundamentalista), pues la paz positiva (político-militar y no metafísica o meramente ideológica) es la paz que una potencia (o varias potencias) impone sobre otra (o sobre otras). Es decir, se trata de una paz política y militarmente implantada que viene a ser la resolución de un conflicto armado (y por tanto cruento) dado en la cruda y dura Realpolitik de la dialéctica de Estados (siempre codeterminada con la dialéctica de clases que acontece en los diferentes países). No hay por tanto «paz mundial», lo cual sería algo tan irreal como una paz impuesta por esa enigmática señora llamada «Humanidad». En rigor, lo que se da son las diferentes paces (muchas veces enfrentadas entre sí) de los diferentes Estados e Imperios que están en permanente lucha (ya velada o diplomáticamente, ya abierta o bélicamente). Dicho de otro modo: las paces realmente existentes han sido: la paxmacedónica, la paxromana, la paxotomana, la paxhispana, la paxbritánica, la paxsoviética, la paxamericana… Se trata de las paces de los Imperios o de las potencias que imponen su hegemonía manu militari y diplomática y comercialmente. 

El 26 de junio de 1945 los delegados de las 50 naciones congregados firmaron los documentos de la Carta de las Naciones Unidas y el estatuto de la Corte Internacional de Justicia. En el discurso de clausura el presidente de Estados Unidos, Harry Truman (masón de grado 33), diría con idealismo galopante: «La Carta de las Naciones Unidas que acabáis de firmar es una base sólida sobre la cual podremos crear un mundo mejor. La historia os honrará por ello. Entre la victoria en Europa y la victoria final, en la más destructora de todas las guerras, habéis ganado una batalla contra la guerra misma… Gracias a esta Carta, el mundo puede empezar a vislumbrar el día en que todos los hombres dignos podrán vivir libre y decorosamente». Truman reconocía que la Carta sólo tendría valor si los países firmantes hacían lo posible por su cumplimiento: «Si no nos valemos de ella -concluyó-, habremos traicionado a los que sacrificaron sus vidas porque nos fuese posible reunirnos aquí, segura y libremente, para forjarla. Si intentásemos servirnos de ella con egoísmo -en provecho de una sola nación o de un grupo pequeño de naciones-, seríamos igualmente culpables de esa traición» (https://www.un.org/es/sections/history/history-united-nations/).

La dichosa Carta está plagada de perlas idealistas y de formalismo jurídico a fin de «mantener o restablecer la paz y la seguridad internacionales» (Artículo 39). Asimismo, la ONU promoverá: «a. niveles de vida más elevados, trabajo permanente para todos, y condiciones de progreso y desarrollo económico y social; b. La solución de problemas internacionales de carácter económico, social y sanitario, y de otros problemas conexos; y la cooperación internacional en el orden cultural y educativo; y c. el respeto universal a los derechos humanos y a las libertades fundamentales de todos, sin hacer distinción por motivos de raza, sexo, idioma o religión, y la efectividad de tales derechos y libertades» (Artículo 55). La ONU trata de ser una institución en la que se establezca «el reconocimiento de la independencia de los países del mundo». Y se asegura un tratamiento «igual para todos los Miembros de las Naciones Unidas y sus nacionales en materias de carácter social, económico y comercial, así como tratamiento igual para dichos nacionales en la administración de la justicia»(Artículo 76); porque las relaciones entre los diversos miembros «se basarán en el respeto al principio de la igualdad soberana» (Artículo 78).

Como se ha dicho, «si una organización internacional como las Naciones Unidas tiene legitimidad, es sólo porque unas mayorías democráticas debidamente constituidas se la han otorgado en un proceso de negociación intergubernamental. Las partes contratantes pueden, en cualquier momento, desposeer a la organización de dicha legitimidad; la organización y el derecho internacional no tienen una existencia independiente de este tipo de acuerdo voluntario entre los Estados-naciones soberanos» (Francis Fukuyama, La construcción del Estado, Traducción de María Alonso, Ediciones B, Barcelona 2004, pág. 162). Por ello la autoridad moral de la ONU es simplemente una ficción diplomática. La autoridad es cosa de los Estados, y de aquéllos que tengan la suficiente fuerza para aplicarla. De modo que no existe el derecho internacional porque tampoco existe un superestado planetario (el cual ni existe ni puede existir, por mucho empeño que pongan los globalistas).

Asimismo, el derecho de veto muestra que la ONU es un club aristocrático y el carácter democrático es mera propaganda. Los procedimientos democráticos de la Asamblea General de la ONU no son propios de la democracia en sentido político, de la democracia material, sino de la democracia formal, semejante a los procedimientos para llegar a acuerdos de una comunidad de vecinos o de una excursión cuando deciden sus viajeros el rumbo que va a tomar el autobús. Y además, como organismo internacional la ONU es una institución realmente débil, donde hay mucha retórica y muy poca acción. Es pura propaganda, o pura ingenuidad, afirmar que la ONU fue creada para la seguridad mundial. 

El papel de la ONU es interpretado como si fuese la plataforma que conduce hacia un supergobierno global. Y así fue planteado en 1995 en un extenso libro de la Oxford University Press titulado, ¡y el título se las trae!, Nuestro vecindario global: «En un mundo cada vez más interdependiente en el que las viejas nociones de territorialidad, independencia e intervención han perdido parte de su significado, estos principios tradicionales necesitan adaptarse. Las naciones se ven forzadas a aceptar que en ciertos campos la soberanía tiene que ser ejercida colectivamente, especialmente en relación a asuntos comunes. El principio de soberanía debe ser adaptado de manera que armonice los derechos de los estados con los derechos de la gente y los intereses de las naciones con los intereses de la Comunidad Global… En nuestro Vecindario Global todos debemos vivir según una nueva ética apuntalada en la cultura de la ley. Si, por alguna razón, se incumple la ley, el Consejo de Seguridad de la Corte Mundial aplicará las medidas legales internacionales correspondientes» (citado por Daniel Estulin, La verdadera historia del Club Bilderberg, Traducción de Ignacio Tofiño y Marta-Ingrid Rebón, Editorial Planeta, Barcelona 2007, pág. 113).   

La Asamblea General de las Naciones Unidas tiene más de tertulia que de asamblea legislativa que hace leyes para una supuesta sociedad global. La ONU no tiene recursos distintos de los que le suministran los Estados miembros y por tanto no está por encima de los Estados de un modo neutral, y en cada caso concreto unos Estados toma el control de la Asamblea en detrimento de otros Estados. De modo que no puede decirse que tal organización imponga la «legalidad internacional».De hecho, la ONU no es precisamente un ejemplo en el que primen la comunidad de intereses, y a la hora de la verdad cada país miembro mira por los suyos. No hay nada más hipócrita que la diplomacia, y los diplomáticos que se reúnen en la Asamblea General de las Naciones Unidas se llevan la palma.

La creación de la ONU se interpretaba  (algunos, con mucha ingenuidad o mucha caradura, la siguen interpretando así) como la condición que garantizaba la justicia y el derecho internacional, así como la promoción del progreso social. Se supone que la función de la ONU es la resolución pacífica de los conflictos entre Estados, y para ello envía a sus «observadores internacionales», y si la situación se agrava son enviados los Cascos Azules para restablecer la paz (la paz que más interese a los burócratas -o pretendidos globócratas- de la ONU, naturalmente). Pero sería correcto decir (aunque no políticamente correcto) que eso es una completa patraña. La ONU es una institución de papel si se interpreta como una institución benefactora de esa enigmática señora llamada «Humanidad» (ya no es tan de papel cuando se trata de beneficiar a determinados Estados e incluso a determinadas personas o instituciones como multinacionales, etc.). 

Como con razón se ha dicho, «Convencionalmente se supone que la ONU es el organismo encargado de mantener el orden pacífico internacional. Pero, de hecho, la ONU carece de un ejército propio; los efectivos y los recursos de este ejército proceden íntegramente de los Estados socios. Y, cuando aparece un conflicto real entre dos Estados, los cascos azules y los funcionarios de la ONU prefieren retirarse si aparece un peligro efectivo “que ponga en peligro sus vidas” (como se retiraron del Irak, junto con la Cruz Roja, en octubre del 2003, cuando arreciaron los ataques de la resistencia o del terrorismo a sus sedes en Bagdad). En su lugar quedan las Potencias implicadas, que tienen intereses y capacidad para mantener el orden; un orden que será, obviamente, el suyo propio» (Gustavo Bueno, La vuelta a la caverna. Terrorismo, Guerra y Globalización, Ediciones B, Barcelona 2004, pág. 331).

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