La Primera Internacional (II)

La Primera Internacional (II). Daniel López Rodríguez

Múltiples tendencias o generaciones de izquierda que hicieron imposible la unidad de la Internacional

En la Internacional cabían, en principio, todos aquellos que deseasen la caída del vigente orden existente (en los diferentes Estados). Como dice Engels en el «Prólogo a la edición inglesa de 1888» del Manifiesto comunista, la Internacional «tenía que tener un programa lo suficientemente amplio como para resultar aceptable para las trade unions inglesas, para los partidos franceses, belgas, italianos y españoles de Proudhon y para los lassalleanos en Alemania. Marx elaboró este programa para satisfacer a todos los partidos, tenía plena confianza en el desarrollo intelectual de la clase obrera, un desarrollo que debía surgir necesariamente de la acción unificada y de la discusión en común. Los acontecimientos y vicisitudes en las luchas contra el capital, las derrotas aún más que las victorias, no podían menos de llevar a los hombres a tomar consciencia de las insuficiencias de sus diversas panaceas predilectas y de allanarles el camino para una plena comprensión de las premisas efectivas de la emancipación de la clase obrera» (Karl Marx y Friedrich Engels, Manifiesto del partido comunista, Gredos, Traducción de Jacobo Muñoz Veiga, Madrid 2012, pág. 634).

La organización de la Internacional era más sofisticada que la del cartismo o que la de la Liga de los Comunistas, en buena parte gracias a las lecciones que se tomaron de las revoluciones de 1848-1849. La columna vertebral de la AIT eran 23 sindicatos ingleses que sumaban un total de 25.000 miembros. Sindicatos que, a diferencia de los de la Europa continental, eran legales y estaban más o menos bien organizados.

El apoyo de Marx a los sindicatos consistía en que estos presionasen más a los gobiernos exigiendo mayores reformas y mejores condiciones laborales como acicate de cara al enfrentamiento entre proletarios y burgueses que desencadenaría la revolución.

De esta ambigüedad saldrían los debates de finales del siglo XIX y principios del XX entre el socialismo reformista y el socialismo revolucionario, siendo este último a través de la revolución rusa la que impusiese la línea propiamente comunista («marxista-leninista») frente a la socialdemócrata o «revisionista» (que acabaría en «bancarrota» tras el estallido de la Primera Guerra Mundial al aprobar el 4 de agosto de 1914 el Partido Socialdemócrata Alemán los créditos de guerra y poner en suspenso la dialéctica de clases por la intervención desde el poder militar en la compleja trama cortical de la dialéctica de Estados).

Ya en la primera sesión del 28 de septiembre de 1864 se constituyó un Consejo Central Provisional que más tarde se denominaría «Consejo General», en el que Marx estuvo desde el primer minuto. Esta sesión estuvo presidida por Edward Beesly, simpatizante de la clase obrera y catedrático de historia por la Universidad de Londres, influido por el saintsimoniano Augusto Comte. En la reunión, en un local que estaba completamente lleno, se acordó no ya la reforma sino la destrucción del sistema y sustituirlo por otro en el que los obreros fuesen dueños de los medios de producción y por consiguiente se aboliese la propiedad privada y terminase la explotación.

Marx asistió al mitin del St. Martin Hall al ser invitado por el francés Le Lubez, pero permanecería sentado en la tribuna sin intervenir ni decir nada figurando como el último miembro del comité, aunque propuso como orador para representar a los obreros alemanes a Johann Eccarius. Marx tenía en alta estima sus estudios como para desperdiciarlos en una organización aventurera, pero comprendió que lo que se discutió en el St. Martin Hall tenía «valores efectivos».

Y así se lo comentaba a Weydemeyer al escribirle: «El comité obrero internacional que acaba de fundarse no carece de importancia. Los vocales ingleses son, en su mayor parte, los jefes de las tradeuniones, es decir, los verdaderos reyes obreros de Londres, los mismos que prepararon a Garibaldi aquel recibimiento imponente y los que con el mitin monstruo de St. James Hall, celebrado bajo la presidencia de Bright, incapacitaron a Plamertston para declarar la guerra a los Estados Unidos, como se disponía a hacerlo. Los vocales franceses del Comité carecen de significación, aunque sean los órganos directos de los obreros más destacados de París. Se ha establecido también contacto con las sociedades italianas, que no hace mucho celebraron su congregación en Nápoles. Aunque hace varios años que me vengo negando sistemáticamente a tomar parte en todo género de “organizaciones”, esta vez he aceptado la invitación, pues se trata de un asunto que puede tener importancia» (citado por Franz Mehring, Carlos Marx, Traducción de Wenceslao Roces, Ediciones Grijalbo, Barcelona 1967, pág. 332).

Marx se entusiasmó al ver que la clase obrera volvía a dar señales de vida y por tanto consideró un deber en trazar los nuevos derroteros que ésta debía seguir para alcanzar la emancipación.

Por tanto se encargó de redactar el «Manifiesto Inaugural de la Asociación Internacional de los Trabajadores», que lo escribió entre el 21 y el 27 de octubre de 1864. Dicha alocución se publicó en inglés en el folleto Addres and Provisional Rules of the Working Men’s International Association, Established September 28, 1864, at a Public Meeting held at St. Martin’s Hall, Long Acre, London, y se editaría en Londres en noviembre de 1864.

El propio Marx haría la traducción al alemán para el periódico Social-Demokrat, núm. 2 y en el apéndice al núm. 3, del 21 y 30 de diciembre de 1864.

La alocución inaugural de la Internacional, de la que Beesly más tarde afirmaría que se trataba del alegato más importante e irrefutable que se había escrito en pro de la clase obrera contra la clase media, estaba condensado en doce páginas bastante reducidas. Después del Manifiesto comunista, el mensaje inaugural de la Internacional quizá sea el documento más vivo del movimiento socialista.

Entre otras cosas podía leerse allí: «Por todas partes, la gran masa de las clases laboriosas descendía cada vez más bajo, en la misma proporción, por lo menos, en que los que están por encima de ella subían más alto en la escala social. En todos los países de Europa -y esto ha llegado a ser actualmente una verdad incontestable para todo entendimiento no enturbiado por los prejuicios y negada tan sólo por aquellos cuyo interés consiste en adormecer a los demás con falsas esperanzas-, ni el perfeccionamiento de las máquinas, ni la aplicación de la ciencia a la producción, ni el mejoramiento de los medios de comunicación, ni las nuevas colonias, ni la emigración, ni la creación de nuevos mercados, ni el libre cambio, ni todas estas cosas juntas están en condiciones de suprimir la miseria de las clases laboriosas; al contrario, mientras exista la base falsa de hoy, cada nuevo desarrollo de las fuerzas productivas del trabajo ahondará necesariamente los contrastes sociales y agudizará más cada día los antagonismos sociales. Durante esta embriagadora época de progreso económico, la muerte por inanición se ha elevado a la categoría de una institución en la capital del Imperio británico. Esta época está marcada en los anales del mundo por la repetición cada vez más frecuente, por la extensión cada vez mayor y por los efectos cada vez más mortíferos de esa plaga de la sociedad que se llama crisis comercial e industrial… Es imposible exagerar la importancia de estos grandes experimentos sociales que han mostrado con hechos, no con simples argumentos, que la producción en gran escala y al nivel de las exigencias de la ciencia moderna, puede prescindir de la clase de los patronos, que utiliza el trabajo de la clase de las “manos”; han mostrado también que no es necesario a la producción que los instrumentos de trabajo estén monopolizados como instrumentos de dominación y de explotación contra el trabajador mismo; y han mostrado, por fin, que lo mismo que el trabajo esclavo, lo mismo que el trabajo siervo, el trabajo asalariado no es sino una forma transitoria inferior, destinada a desaparecer ante el trabajo asociado que cumple su tarea con gusto, entusiasmo y alegría. Roberto Owen fue quien sembró en Inglaterra las semillas del sistema cooperativo; los experimentos realizados por los obreros en el continente no fueron de hecho más que las consecuencias prácticas de las teorías, no descubiertas, sino proclamadas en voz alta en 1848… Guiados por este pensamiento, los trabajadores de los diferentes países, que se reunieron en un mitin público en Saint Martin’s Hall el 28 de septiembre de 1864, han resuelto fundar la Asociación Internacional» (Karl Marx, «Manifiesto Inaugural de la Asociación Internacional de los Trabajadores», https://www.marxists.org/espanol/m-e/1860s/1864fait.htm, 2001).

Asimismo, se reivindicó la reducción de la jornada laboral a 10 horas como algo más que un triunfo práctico por la sociedad que defendía el proletariado revolucionario y la regla ciega de la ley de la oferta y la demanda defendida por la economía política burguesa. Por eso se pensaba que «fue también el triunfo de un principio; por primera vez la Economía política de la burguesía había sido derrotada en pleno día por la Economía política de la clase obrera» (Karl Marx, «Manifiesto Inaugural de la Asociación Internacional de los Trabajadores»).

Pero el triunfo aún mayor era el arranque del movimiento cooperativo. Esto es, las fábricas dirigidas por el principio de la cooperación. Sin embargo, estos trabajos provisionales u ocasionales del trabajo cooperativo no eran suficientes para poner fin al monopolio capitalista: «Este es, quizá, el verdadero motivo que ha decidido a algunos aristócratas bien intencionados, a filantrópicos charlatanes burgueses y hasta a economistas agudos, a colmar de repente de elogios nauseabundos al sistema cooperativo, que en vano habían tratado de sofocar en germen, ridiculizándolo como una utopía de soñadores o estigmatizándolo como un sacrilegio socialista. Para emancipar a las masas trabajadoras, la cooperación debe alcanzar un desarrollo nacional y, por consecuencia, ser fomentada por medios nacionales. Pero los señores de la tierra y los señores del capital se valdrán siempre de sus privilegios políticos para defender y perpetuar sus monopolios económicos. Muy lejos de contribuir a la emancipación del trabajo, continuarán oponiéndole todos los obstáculos posibles. Recuérdense las burlas con que lord Palmerston trató de silenciar en la última sesión del parlamento a los defensores del proyecto de ley sobre los derechos de los colonos irlandeses. “¡La Cámara de los Comunes -exclamó- es una Cámara de propietarios territoriales!”» (Marx, «Manifiesto Inaugural de la Asociación Internacional de los Trabajadores»).

Por eso el trabajo cooperativo, para su efectivo en pos de la emancipación obrera, tiene que cobrar dimensiones nacionales y de ahí que, frente a los terratenientes y capitalistas que gozan de privilegios políticos, la clase obrera necesite tomar por conquista revolucionaria el poder (es decir, violenta y no democráticamente a través de las urnas).

Se añadía que la clase obrera tiene contra la clase terrateniente y capitalista la ventaja de ser mucho más numerosa. «La clase obrera posee ya un elemento de triunfo: el número. Pero el número no pesa en la balanza si no está unido por la asociación y guiado por el saber. La experiencia del pasado nos enseña cómo el olvido de los lazos fraternales que deben existir entre los trabajadores de los diferentes países y que deben incitarles a sostenerse unos a otros en todas sus luchas por la emancipación, es castigado con la derrota común de sus esfuerzos aislados. Guiados por este pensamiento, los trabajadores de los diferentes países, que se reunieron en un mitin público en Saint Martin’s Hall el 28 de septiembre de 1864, han resuelto fundar la Asociación Internacional» (Marx, «Manifiesto Inaugural de la Asociación Internacional de los Trabajadores»).

La alocución concluía con el imperativo proselitista que cerraba el Manifiesto comunista: «¡Proletarios de todos los países, uníos!».

En lo que a las relaciones entre Rusia (o los revolucionarios rusos) y la Internacional se refiere, decir que los representantes rusos de la Internacional, que vivían exiliados en Ginebra (donde años después también estaría exiliado el mismísimo Lenin) y que estaban bajo la influencia de Nikolai Chernishevski y Nikolai Dubriluibov, le pidieron a Marx que fuese su representante en el Consejo General y le escribieron a Marx afirmando que «Nuestros países vecinos, Rusia y Alemania, tienen muchas cosas en común; los países eslavos y Alemania se encuentran, en muchos aspectos, en situación similar, y tienen enemigos comunes, y por lo tanto no cabe duda de que la Santa Alianza de la monarquía sólo puede ser derribada mediante la alianza de los verdaderos socialistas, que defienden los intereses del trabajo en la lucha contra el capital y el zarismo» (citado por Henrich Gemkow, Carlos Marx, biografía completa, Traducción de Floreal Mazía, Cartago, Buenos Aires 1975, pág. 290).

Marx aceptó la petición y desde entonces fue Secretario Corresponsal para Alemania y Rusia, y en su respuesta a los miembros de la sección rusa destacó que «los socialistas rusos, al trabajar para destrozar las cadenas de Polonia», han emprendido «una gran tarea que exige la abolición del régimen militar, de gran urgencia como condición previa para la liberación general del proletariado europeo» (citando por Gemkow, Carlos Marx, pág. 290).

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