La revolución de 1848 (IV)

La revolución de 1848 (IV). Daniel López Rodríguez

Revolución en Alemania

En la Alemania de la paz del Congreso de Viena «unión» y «revolución» venían a ser sinónimos. Ya en 1819 Metternich promulgó los Decretos de Carlsbad, en los que las reuniones públicas quedaban limitadas, se censura determinada prensa y determinadas publicaciones (todo lo que oliese a subversión contra el orden de 1815), se prohibió que las universidades e instituciones de enseñanza media se enseñasen o se debatiesen las doctrinas del liberalismo político y económico y se prohibió también los debates en torno a la cuestión de ampliar el censo electoral.

En 1844 el rey de Prusia, Federico Guillermo IV, ordenó un plan de construir una Dieta Unificada que se formuló ese mismo año y se sancionó en 1847, pero la Dieta chocaría con el poder del rey para el cual las comisiones estamentarias no representaban la unidad popular sino la representación corporativa por estamentos, lo que supuso uno de los motivos del arrebato revolucionario del 18 de marzo de 1848.

Y así en la Confederación Germánica se llevó a cabo el movimiento conocido como Märzrevolution (revolución de marzo) que desencadenó una serie de gobiernos liberales, los llamados Märzregierungen (gobiernos de marzo). El Bundestag, esto es, el parlamento federal de la Conferencia Germánica, nombró el 10 de marzo un Seibzehnerausschuss (comité de los diecisiete) que elaboró un texto constitucional que convocó a todos los Estados de la confederación para el 20 de marzo a fin de convocar unas elecciones para la Asamblea Constituyente.

En Prusia, donde se levantaron barricadas, se convocó una Asamblea Nacional que preparaba una constitución para el reino. Como se ha dicho, «en todas partes, excepto Francia, la meta de la revolución de 1848 era satisfacer las reivindicaciones nacionales a la par que las exigencias de libertad» (Engels, 1981e: 397).

Por tanto apenas una semana de que la revolución estallase en Francia (en febrero), estalló también en Prusia y en Austria, por lo que los monarcas de las respectivas potencias se vieron obligados a nombrar gobiernos liberales (los 36 Estados alemanes sufrieron insurrecciones casi de modo simultáneo). El 18 de marzo la revolución llegó a su cénit en las calles de Berlín tras 16 horas de encarnizada lucha, superando así al «gran ejército» del rey, el cual se vio obligado a retirar sus tropas el día después. Ese mismo día el pueblo victorioso llevó sus mártires al palacio del rey para que éste inclinase su cabeza, como símbolo de la derrota de la Prusia feudal.

En consecuencia muchos radicales alemanes pudieron volver a su patria. Un grupo de radicales alemanes afincados en París liderados por Adalbert von Bornstedt, editor de la Gaceta Alemana de Bruselas, y Georg Herwegh se dirigieron a Alemania como legión revolucionaria con la intención de implantar una república alemana, misión que Marx tachó de temeraria y condenada al fracaso, como se puso de manifiesto nada más que la Legión alemana, mal equipada y mal armada, cruzó el Rin, dispersándose y no quedándole más remedio que retornar a Francia en plan sálvese quien pueda. También fue partidario de esta ocurrencia Bakunin, aunque después, visto los resultados, se arrepentiría.

Asimismo el gobierno francés también apoyaba la ocurrencia, pero no por convicción revolucionaria sino para quitarse del medio a los trabajadores extranjeros, dados los problemas que había para encontrar trabajo, y por ello ofreció a cada repatriado alojamiento y 50 céntimos de plus de compañía por día hasta llegar a la frontera. Herwegh era consciente del «motivo egoísta que animaba al Gobierno, al querer desprenderse de muchos miles de braceros que hacían competencia a los franceses» (citado por Franz Mehring, Carlos Marx, Traducción de Wenceslao Roces, Ediciones Grijalbo, Barcelona 1967, pág. 164); pero su falta de tacto y sensibilidad política le empujaron hacia la imprudente aventura y así acabó sus días en Niederdossenbach.

Marx y Engels organizaron en París un club comunista alemán para convencer a los obreros alemanes a que no se incorporasen a las filas de la loca aventura de Börnstedt y Herwegh. Y por ello pedía a los obreros alemanes que penetrasen en Alemania de manera ordenada para trabajar en serio en el movimiento revolucionario. Esto haría que la Liga Comunista se afianzase como una notable escuela de preparación revolucionaria.

El plan de Marx consistía, por tanto, en que los miembros alemanes de la Liga de los Comunistas se asentasen en los Estados alemanes, ya que los nuevos gobiernos liberales habían legalizado la libertad de asociación, y así se estableciese el comité central de la Liga de los Comunistas como nodo organizativo en la mayor ciudad del Rin después de Colonia, Maguncia. En la escuela donde el movimiento revolucionario se hacía notar había un afiliado de la Liga Comunista trabajando: Schapper en Nassau, Wolf en Breslau, Born en Berlín, etc.

Marx y los suyos decidieron trasladarse a Renania porque allí el código de Napoleón brindaba mayor libertad de expresión y movimiento que las leyes prusianas vigentes en Berlín. Como Born le escribía a Marx, «La Liga está desperdigada, por doquier y en parte alguna». «Como organización en parte alguna, como propaganda por doquier, en cuantos sitios concurrían las condiciones efectivas para una lucha de emancipación del proletariado, cosa que, a decir verdad, sólo ocurría en una parte relativamente pequeña de Alemania» (citado por Mehring, Carlos Marx, pág. 165).

Pero aquí no ocurrieron las cosas como se esperaban, y como anunció un emisario de la Liga a los miembros de la Liga de Colonia en Maguncia «me encontré a la Liga al borde de la total anarquía; Wallau estaba en Wiesbaden; Neubeck estaba en una cafetería jugando al dominó, cuando había una reunión prevista; Metternich [no Klemens von Metternich, el depuesto canciller austriaco reaccionario, sino el revolucionario republicano Germain Metternich], que sin duda tiene mucho que hacer, se refiere a la causa con la mayor indiferencia» (citado por Jonathan Sperber, Karl Marx. Una vida decimonónica, Traducción de Laura Sales Gutiérrez, Galaxia Gutenberg, Barcelona 2013, pág. 218). Así, el proyecto de federación nacional de asociaciones de trabajadores de la Liga de los Comunistas en Maguncia fracasó estrepitosamente.

En Barmen Engels se percató enseguida de que el comunismo era un fantasma sin un átomo de poder, y así se lo hacía saber a Marx por correspondencia el 25 de abril: «Aquí va a ser difícil colocar ni una sola acción… Esta gente le teme más que a la peste a la discusión de los problemas sociales; llaman a esto espíritu de motín… Al viejo no hay manera de sacarle un cuarto. Para él, la Kölner Zeitung es ya el colmo de la sedición, y si pudiera, de mejor gana nos largaría mil balas de fusil que mil táleros para el periódico» (citado por Mehring, Carlos Marx, pág. 165).

Con todo, Engels sería capaz de poner catorce acciones y para el 1 de junio se pondría en marcha la Nueva Gaceta Renana (cuyo subtítulo indicaba que se trataba de un «Órgano democrático»). El problema estaba en que en Alemania era demasiado tarde para la revolución burguesa y demasiado temprano para la revolución proletaria.

El 18 de mayo de 1848 se inauguró en Frankfurt, no sin solemnidad, el Parlamento en la iglesia de San Pablo bajo la bandera tricolor negra, roja y oro. El Parlamento o Asamblea Nacional acogía 568 diputados, no sólo alemanes sino también checos, polacos e incluso italianos (de estos diputados una quinta parte eran políticos conservadores, y las tres cuartas partes eran universitarios).

Se proclamó la soberanía del Reich y se le encargó al archiduque Juan de Austria que formase gobierno y al no ser capaz de formarlo esto le llevó a la dimisión en diciembre. El 27 de octubre se votó el primer proyecto de Constitución que Austria rechazó. La Asamblea de Frankfurt se enfrentó a la complejísima tarea de construir un solo Estado y al mismo tiempo una democracia parlamentaria, lo cual resultó imposible sin dinero y sin ejército.

La Asamblea fue saboteada por doquier, desde fuera por la aristocracia hegemónica y desde dentro por la escisión entre republicanos y monárquicos constitucionales. Esta Asamblea resultó ser «un club de charlatanes impenitentes» (Mehring, Carlos Marx, pág. 166). Tras un año de perseverancia, se hace obvio que ni la Gran Solución -la «Gran Alemania» que agruparía a Austria y Prusia- ni la Pequeña Solución -la «Pequeña Alemania» que excluye a Austria, parcialmente eslava- son viables.

Todos los liberales centristas abandonaron Frankfurt, y el último que resistió fue el bando republicano, conocido como la «extrema izquierda democrática», liderada por Arnold Ruge, un bando que pretendía representar a 28 Estados, y esto hace que sus enemigos lancen una ofensiva contra los «miopes exaltados». Así, buena parte de las ciudades aliadas a la Asamblea (entre ellas Viena, Berlín y Dresde) van siendo recuperadas por la reacción.

El 28 de marzo de 1849 se puso en marcha la formación de la Pequeña Alemania (de la que Austria no formaba parte). Se preveía una Alemania unificada bajo una monarquía constitucional que los príncipes soberanos de los Estados alemanes rechazaron. Se le ofreció la corona a Federico Guillermo IV de Prusia, el cual no quiso aceptarla al venir de una organización revolucionaria que «apesta a madera sediciosa» (citado por Antonio Escohotado, Los enemigos del comercio II, Espasa, Barcelona 2017, pág. 287), y en su lugar impone una constitución decididamente reaccionaria en donde el voto del rico valía 18 veces más que el del no rico.

De modo que ante la negativa de austriacos y prusianos, el Parlamento se instaló en Stuttgart donde acabaría disolviéndose, y así se puso fin a la ilusión de una Alemania unida bajo la «voluntad popular» y bajo el sistema liberal-parlamentario. La temerosa burguesía alemana prefirió asegurar su estatus económico a jugársela en los riesgos de la revolución política.

De paso se acentuó la rivalidad entre los reinos de Prusia y Austria en lo económico (en 1857 el tálero prusiano desplazó al florín austriaco en el mercado alemán), lo filosófico y, finalmente, en lo militar (como se vería en 1866 en la batalla de Sadowa en la Guerra de las Siete Semanas entre Austria y la vencedora Prusia).

Con ocasión de la guerra de los ducados de Schelewig y Holstein podía leerse en la Nueva Gaceta Renana: «La guerra que estamos sosteniendo en aquellas ducados es una verdadera guerra nacional. ¿Quién se puso desde el primer momento de parte de Dinamarca? Las tres grandes potencias contrarrevolucionarias de Europa: Rusia, Inglaterra y el Gobierno prusiano. Éste mantuvo, mientras pudo, una guerra de apariencias; recuérdese la nota de Wildenbruch, la prontitud con que ordenó, obedeciendo a sus gestiones anglo-rusas, la evacuación de Jutlandia, y finalmente, el armisticio. Prusia, Inglaterra y Rusia, son las tres potencias que más tienen que temer de la revolución alemana y de su primer fruto, la unidad de nuestro territorio. Prusia, porque ello equivale a su muerte como Estado; Inglaterra porque ya no podrá seguir explotando el mercado alemán; Rusia, porque ese triunfo llevará la democracia, no sólo hasta las orillas del Vístula, sino hasta las del Duna y el Niéper. Prusia, Inglaterra y Rusia, se han conjurado contra los ducados del Elba, contra Alemana y contra la revolución. La guerra que probablemente saldrá de los acuerdos de Fráncfort, será una guerra de Alemania contra Prusia, Inglaterra y Rusia. Y esta guerra precisamente es la que está necesitando apremiantemente el movimiento alemán, que empieza a adormecerse: una guerra contra las tres grandes potencias de la contrarrevolución, una guerra que permita a Alemania asimilarse de una vez a Prusia, que haga de la alianza con Polonia una inexcusable necesidad, que provoque la inmediata emancipación de Italia, que se encamina directamente contra los viejos aliados contrarrevolucionarios de Alemana, desde 1792 hasta 1815, una guerra que ponga a la “patria en peligro” y, al ponerla, la salve, condicionando el triunfo de nuestro país al triunfo de la democracia» (citado por Mehring, Carlos Marx, pág. 179).

Esto va en sintonía con lo que en 1843 sostenía Marx en la «Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel» de los Anales franco-alemanes cuando afirmaba: «En Alemania no puede abatirse ningún tipo de servidumbre sin abatir todo tipo de servidumbre en general. La meticulosa Alemania no puede revolucionar sin revolucionar desde el mismo fundamento. La emancipación del alemán es la emancipación del hombre. La cabeza de esta emancipación es la filosofía, su corazón es el proletariado. La filosofía no puede llegar a realizarse sin la abolición del proletariado, y el proletariado no puede abolirse sin la realización de la filosofía. Cuando se cumplan todas estas condiciones interiores, el canto del gallo galo anunciará el día de resurrección de Alemania [y del mundo]» (Karl Marx, «Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel», Anales franco-alemanes, Traducción de J. M. Bravo, Ediciones Martínez Roca, Barcelona 1970, pág. 116).

Cuando Marx y Engels escribían el Manifiesto comunista creían que Alemania, en vísperas de una revolución burguesa y con un proletariado mucho más desarrollado que el inglés y francés del siglo XVIII, sería el lugar en donde la revolución burguesa «sólo puede ser el preludio inmediato de una revolución proletaria» (Karl Marx y Friedrich Engels, Manifiesto del partido comunista, Gredos, Traducción de Jacobo Muñoz Veiga, Madrid 2012, pág. 620).

Por eso, cuando estalló la revolución Marx sostenía que el socialismo tenía que combatir al liberalismo allí donde fuese reaccionario y apoyarlo allí donde fuese revolucionario contra el feudalismo, lo cual era algo difícil de sostener, ya que la revolución burguesa alemana se desarrolló de un modo inesperado al que pronosticaba el Manifiesto comunista, donde -como vemos- se postulaba que la revolución burguesa era sólo el preludio inmediato de la revolución proletaria (este sería el esquema que emplearon los bolcheviques, empujados por Lenin, contra kadetes y mencheviques en Rusia en 1917, y con éxito como se vio tras la toma del Palacio de Invierno en San Petersburgo y haciéndose en pocas semanas con el poder en todo el país).

En 1888 le escribía Engels a su amigo Adolph Sorge, el cual le impresionó mucho el Manifiesto comunista cuando salió en 1848: «Hace cuarenta años, vosotros erais todavía alemanes y poseíais el sentido teórico alemán, por eso el Manifiesto os impresionaba; en cambio, en los demás países, a pesar de haberse traducido al francés, al inglés, al flamenco, al danés, etc., no causó absolutamente ninguna sensación» (citado por Mehring, Carlos Marx, pág. 320).

Pero tampoco el proletariado alemán necesitaba una larga educación y los dictámenes del Manifiesto brillaron por su ausencia, o por su impotencia, en la revolución de 1848-1849.

El fiasco de la insurrección proletaria parisina de junio puso sobre aviso a la burguesía alemana de los peligros de la revolución. Asimismo, la traición de la burguesía alemana al campesinado hacía de la revolución alemana de 1848 una «grotesca parodia de la revolución francesa de 1789» (Mehring, Carlos Marx, pág. 168).

La Nueva Gaceta Renana criticaba todo pacto con la aristocracia que la cobardía de la burguesía encubría: «La Corona está en su derecho al proceder contra la Asamblea como monarquía absoluta. Pero la Asamblea falta a su deber no alzándose frente a la Corona, a su vez como parlamento absoluto… Es natural que la vieja burocracia no quiera rebajarse a ser servidora de una burguesía sobre la que hasta ahora ejerció despóticos poderes. Es lógico que el partido feudal no quiera sacrificar sus títulos y sus intereses en el altar de la burguesía. Y finalmente, lo es también, que la Corona considere a los elementos de la vieja sociedad feudal, de que ella es remate y apogeo, como su solar natural propio, viendo en cambio a la burguesía un suelo extraño y artificial que sólo la sostiene a costa de menoscabarla. La fascinadora “gracia de Dios” truécase, en manos de la burguesía, en un vulgar título de derecho, los derechos de la sangre en un simple papel, el sol real en una modesta lámpara casera. Es, pues, lógico que la Corona no se deje engañar con palabras por la burguesía. Era lógico que contestase a su revolución a medias, con una contrarrevolución entera y de verdad. Repeliendo a la burguesía al grito de “Brandemburgo al Parlamento y el Parlamento a Brandemburgo”, vuelve a echarlos en brazo del pueblo, en brazos de la revolución» (Mehring, Carlos Marx, pág. 190).

Como comenta Engels en la Dialéctica de la naturaleza, «el filisteo liberal alemán de 1848 tuvo que enfrentarse en 1849, de la noche a la mañana, inesperadamente y en contra de su voluntad, al dilema de retornar a la vieja reacción, ahora agudizada, o seguir avanzando por el camino de la revolución hasta la república, y acaso hasta la república una e indivisible, al fondo de la cual se atalayaba el socialismo. No se paró mucho a pensar y ayudó a entronizar a la reacción manteuffeliana, en que culminó el liberalismo alemán» (Friedrich Engels, Dialéctica de la naturaleza, Traducción de Wenceslao Roces, Grijalbo, Barcelona, Buenos Aires y México D.F 1979, pág. 213).

El gigantesco esfuerzo de alcanzar la democratización y la unificación de Alemania hizo que la revolución civil de 1848/1849 fracasase por tratarse de un proyecto demasiado ambicioso. Tras la revolución de 1848 burguesía y proletariado jamás volvería a solidarizarse en una batalla revolucionaria (salvo en Rusia en 1905 y en la Revolución de Febrero de 1917, pero -como hemos dicho- los bolcheviques derrotaron a las fuerzas burguesas llevando a cabo la Revolución de Octubre).

Desde entonces la burguesía confió en un rey al mando de un territorio nacional para tener vía libre para sus planes y programas de explotación y expansión (fundamentalmente en Italia y Alemania). Sin embargo, para esto la burguesía tenía que renunciar a sus ideales políticos y conformarse con sus intereses económicos (sin perjuicio de que -como bien sabía Marx- la economía es siempre economía política), ya que el estar bajo el yugo de un rey se entregaba de pies y manos al poder de éste.

Tras el fracaso de la revolución 1849 el gobierno prusiano canalizó la incesante evolución económica del país más que por la unificación del mismo por hacer una Prusia grande.

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