Como el despertar metafísico de Adán Buenosayres en la inmensa novela de Leopoldo Marechal, el mundo se fue reconstruyendo ante mí al abrir los ojos esta mañana. He despertado aquí, en esta cama que se fue haciendo cada vez más ancha desde que ella se fue. He despertado aquí, en casa, pero en la brumosa inauguración de la mañana sentí que había extraviado el GPS. ¿Había amanecido en Valladolid, en Bilbao o en Roma? ¿En el camino de algún pueblo castellano, en una estación de autobús o en un aeropuerto? Sucede que son tantas las imágenes que se acumulan en mis retinas luego del viaje, que me cuesta acertar hasta los perfiles familiares de mi propia casa. Todos los viajes tienen sus epifanías, pero creo que este fue iniciático. De lo vivenciado en tierras castellanas hablaré en otro artículo, en este intentaré demorarme en las gaviotas de Roma que son algo así como la heráldica de toda una revelación. Llegamos a la capital italiana un lunes por la mañana, luego de pernoctar en Bilbao, donde la tarde anterior bajo una lluvia persistente me había perdido por las estrechas calles de su casco antiguo buscando la casa natal de Unamuno. Quienes me conocen lo saben: llevo clavado en mí el aguijón de leer la vida en clave literaria.
Un alto portal de hierro forjado, tres escalones de mármol gastados por el tiempo, un montacargas adaptado como ascensor y la habitación antigua de techos altos y ventanales de dos hojas. Al otro lado de la ventana, los antiguos techos de la Ciudad, el Cristo áurico de algún templo cercano cortando en las alturas la monocromía gris de la mañana y, de repente, la primera gaviota como peatón del aire entre las calles cerradas. Yo intuyo que las gaviotas de Roma confunden a los edificios con las bordas de un barco y a sus calles con las aguas marinas. Las gaviotas de Roma vuelan y doblan en las esquinas, conocen la Ciudad mucho mejor que los guías de turismo. Al verlas, es imposible no recordar aquello de Bernardo Artxaga:
Todas las tardes
se reúnen las gaviotas
frente a la estación del tren:
Allí repasan sus amores.
En su libro de memorias
dos flores de sándalo:
una señala la página de los puentes,
otra la de los suicidas.
Y también guardan una fotografía
del mendigo que, hace tiempo, transportaba
los despojos del mercado.
Es misterioso el corazón del hombre, porque puede experimentar desamparo incluso en medio de una multitud. Ese sentimiento de orfandad es el que inundó mi alma al pie del majestuoso Coliseo. Llegábamos desde un Valladolid donde se ama sin apuros y, si bien nos hallábamos en la matriz germinal de nuestra cultura, algo había allí que, a simple golpe de vista, no ligaba. Roma, la “Ciudad eterna”, se levantaba ante mí como un gigante de piedra, porfía celosa del antiguo imperio. Sobre esa piedra basal, expresión egolítica del poder temporal, canto mineral de emperadores y gladiadores, se levantó luego otra verticalidad: la del Espíritu. Sobre aquella tierra en la que maceraban juntas la sangre animal y el vómito humano, brotaron las semillas de un nuevo Reino. Yo creo que las gaviotas de Roma también intuyen todo eso, por eso resignan el mar y acompañan a los hombres tristes. Las postales romanas se fueron sucediendo una tras otra: aquella larga caminata por el Foro, el epílogo de una tarde en el Trastévere, el apenas perceptible golpe acuático de las monedas sumergiéndose en la Fontana di Trevi, la sobremesa de un vino largo frente al Panteón de Agripa, la vuelta al hotel por una calle ancha entre estatuas de emperadores y héroes, los bebederos abiertos en las esquinas ofreciendo sus aguas eternas, la llave incorrecta en cada cerradura, las sábanas con apresto, el sueño ganándonos la última batalla y siempre las gaviotas, pues no existen deshoras para sus vuelos.
El 8 de mayo culminaba nuestro triduo en Roma: ¡una Roma en días de Cónclave! Santa María Maggiore por la mañana, el Metro hasta Ottaviano, un almuerzo rápido, la noticia de una fumata negra y la espera de una nueva votación cardenalicia por la tarde. Todos alguna vez soñamos con ser protagonistas de un hecho histórico y, cuando esa gracia nos visita, pasamos revista a nuestros merecimientos que siempre nos parecen cortos. Una larga fila para entrar en la Plaza de San Pedro y allí mismo, bajo las columnas de sus recovas, el estruendo del pueblo reunido, una fumata blanca por la diminuta chimenea que asoma su nariz entre los tejados y el “Annuntio vobis gaudium magnum: habemus Papam” en los labios del Cardenal Protodiácono desde el balcón central de la Basílica de San Pedro. La confusión invadió la plaza: “¡un yanqui!” sonaba casi impío en algunas bocas. El anunciante continuó: “qui sibi nomen imposuit…León XIV”. Nuevamente los rumores: “¿Pero este no fue un hombre muy cercano a Francisco?” “¿Cómo elige la continuidad de León XIII, paladín de la ortodoxia?”.
Detrás del cortinado morado, León XIV se asomó al balcón con el mismo atuendo que, en su día, usó el Papa Benedicto XVI: sotana blanca, muceta roja, cruz pectoral dorada y solideo blanco. Saludó ofreciendo la paz y se zambulló de lleno en el núcleo metafísico de la creación: el problema del mal.
Podría tentarme una lectura teológica de su figura, la gravitación geopolítica de su elección o las miserias repentinas de una condena por “progre” o por “dialoguista”: no lo haré. La gratitud, que siempre es la memoria del corazón, me lo impide. En el largo mediodía de mi vida, Dios me ha regalado un día histórico. En el balcón de San Pedro, un agustino – ¡cuánto lo he deseado desde aquella lejana conversión! -, abajo un rebaño que vuelve a confiar en su pastor: “el mal no prevalecerá” dijo, mientras las gaviotas –que todo lo comprenden- seguían dibujando saetas en el cielo de Roma. Que así sea.