Lo peor de cada uno (I)

Lo peor de cada uno (I). José Vicente Pascual

Hay gente que confunde fumar porros con ser muy espiritual, tener ideas estrafalarias con ser original, la frustración con la tristeza, la ira puerilizante con la justa indignación y la cerrilidad doctrinaria con la firmeza de principios. El malentendido siempre está presente en nuestras vidas. Vivimos una realidad superrelacionada que hunde su sentido en emociones muy anteriores a lo ideológico, el fondo amalgamado de temores, incertidumbres y deseos que comienza a latir en nosotros, poderoso, desde el temprano despertar de la conciencia, por lo general sobrecogidos ante la viveza de un mundo infinito, desconocido y apabullante; todo lo cual nos convierte casi necesariamente en rehenes vitalicios del sinsentido.

El psicólogo escritor M. Tarín Boule mantiene que “la depresión es un estado normal en la medida en que manifiesta el conocimiento del no-sentido del mundo, aunque es posible reestructurar su impacto en la relación sujeto-objetividad mediante la sublimación dialógica sustentada en «la ilusión por el mundo», la preeminencia vital de un «nosotros» que otorgaría sentido histórico a la individualidad esterilizada por la contradicción inevitable entre la finitud del ente y la infinitud del ser”, y etcétera, etcétera. Es decir y en resumen: el individuo, que es el que conoce y el que sabe, no tiene sentido, o su único sentido es la depresión, el pavor ante el sinsentido de la existencia; por el contrario, el «nosotros» sí tiene sentido. Eso afirma Tarín Boule y eso mismo llevan manteniendo los psicoanalistas y colectivistas de toda tendencia desde hace dos siglos.

Naturalmente, para construir con solidez el referente «nosotros», es preciso, inexcusable, establecer todo un sistema —a veces muy complicado— de atribuciones ideológicas que den forma y ocasión de recorrido a esa nueva realidad ideologizada, en la que el ser individual, felizmente, podrá reponerse de su aterida soledad bajo los cielos. Ese mundo articulado con lozanos componentes representativos tiene diversas variantes: la filosofía de la consolación, la religión —evidentemente—, la política, el sistematismo filosófico-social y sus versiones autoritaristas/caudillistas, incluso alguna que otra extravagancia teórica como el existencialismo estalinista de Sartre o el neo paganismo nietzscheano que aquel buen hombre plasmaba en sus ideas —según Gombrowicz, “paradigma de ideas estúpidas”— acerca del superhombre y el eterno retorno. De corolario, comprobamos que los grandes aparatos ético-jurídicos que mantienen cohesionada la realidad socializada, no devienen, en última instancia, de una conformidad universal en principios ideológicos, sino de la «raíz de temor e incertidumbre» que es previa, en el ser humano, al pensamiento objetivado del «nosotros».

Lógico: la humanidad ha avanzado espectacularmente porque hemos hecho las cosas de manera colectiva; si hubiésemos dejado la suerte de nuestro progreso en manos de individuos aislados o de colectividades muy pequeñas, seguiríamos chocando dos pedernales para encender el fuego. Pero tampoco puede relegarse y mucho menos olvidarse la evidencia de que el único motivo —propósito— de la estructuración de un «nosotros» activo no se encuentra en la bondad superior de lo numeroso ante la unicidad de los entes vivientes, sino en lo práctico. Incluso las leyes fundamentarias de las sociedades previenen que el primero de los derechos en una colectividad es el derecho del individuo a ser considerado y tratado como tal. Y el trazado legal se refiere, no nos equivoquemos, a un «individuo mejorado», el buen ciudadano que reconoce la utilidad de la vida en común, no al individuo original estragado por la certeza de su perentoriedad y el sin-objeto del tránsito por este mundo. No obstante, ese ser primitivo y tembloroso que todos hemos conocido en nosotros mismos, en la primera infancia, cuando la escisión con el vínculo y seguridad de los padres —o su mera sospecha— era una tragedia de total alcance, está en la base inmutable de cualquier argumentación sobre las calidades y capacidades del individuo socializado y las potencialidades de la colectividad organizada.

Y por esta razón —no por otra—, resultan tan turbadoras las quiebras en la presunta estabilidad de lo fáctico racionalizado. Cuando suceden catástrofes, guerras, pandemias, accidentes con resultado mortal para muchas personas, cataclismos económicos, hambrunas, en fin, imaginen lo peor… En condiciones sociales extremas, florece siempre, con implacable determinación, lo peor de cada cual; lo peor del individuo que ha extraviado la sensación de seguridad grupal y se enfrenta a la urgencia de sobrevivir por sus propios medios. Sobre ese tema versaba el presente artículo, mas el preámbulo se ha hecho largo en exceso y no me parece considerado cargar con más párrafos al sufrido lector. Prometo continuar e insistir sobre el asunto, con ejemplos ilustrativos, la próxima semana.

Lo dicho. Y feliz año nuevo.

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