Lo woke, el sionismo y el nuevo espectro ideológico en EE.UU.

Lo woke, el sionismo y el nuevo espectro ideológico en EE.UU. Javier Bilbao

Si tuviéramos que hacer uno de esos gráficos conocidos como nubes de palabras sobre los términos más usados en los últimos tiempos en el debate político veríamos que «woke» va perdiendo protagonismo mientras lo gana «geopolítica». Hay ahí una corriente subterránea, como veremos a continuación. Cualquier observador de los medios de comunicación, la cultura de masas y la política desde hace al menos una década ha percibido un elefante en la habitación, pero resultaba ser aquel de la parábola hindú y los ciegos que lo tanteaban no acertaban a identificarlo: cultura de la cancelación, posmodernismo, buenismo, corrección política, marxismo cultural, izquierda progre, políticas de la identidad… Hasta que más recientemente adquirió cierto auge la palabra «woke» y ya parecía que teníamos identificada a la bicha, pues contaba con la inestimable ventaja de mostrar su origen anglosajón con esas «w» y «k» que ofenden al gusto de las lenguas romances y denotan un claro origen bárbaro.

Efectivamente, la agenda ideológica woke es inequívocamente estadounidense, por mucho que en España, como obediente colonia, la hayamos adoptado con entusiasmo. En primer lugar, su origen lo hallamos en sus campus universitarios, donde se ha segregado esta doctrina de forma desaforada, extendiéndose de allí a las clases dirigentes que han recibido esa formación y luego van ocupando puestos clave en la administración, las grandes corporaciones, los medios de comunicación, etc. Pero las universidades, lo sabemos, no son, nunca han sido, entidades autónomas de las sociedades a las que sirven, pues muy al contrario su misión es perpetuar sus saberes, valores y relaciones de poder. De manera que el ideario woke no surge en el vacío, sino que es reflejo, uno quizá en un espejo deformante, de la propia historia de Estados Unidos, de su cultura, su demografía y sus fricciones políticas.

Desde la misma fundación del país la identidad racial de sus habitantes se convirtió en un elemento definitorio tajante que marcaba su posición social y qué podían esperar de la vida: no era lo mismo ser blanco anglosajón protestante que ser indígena, negro, asiático, hispano… La misma población de origen europeo se dividía en guetos resistentes a la asimilación, desde polacos a italianos, hasta el punto de que Kennedy —de origen irlandés— trajo consigo aires innovadores al ser el primer presidente católico en más de siglo y medio. En semejante contexto, por lo tanto, ya no resulta tan extraño lo woke, consistente, en su esencia, en determinar a qué grupo o grupos pertenece un individuo, intersecando su raza, género y orientación sexual para determinar si es víctima o privilegiado y en función de ello integrarlo en tal o cual cuota y atribuirle derechos específicos. Es el negativo de la fotografía de la historia del país.

Por otro lado, la historia estadounidense también ha estado jalonada por periódicas olas de religiosidad protestante, «Grandes Despertares» (Great Awakenings) que se producen aproximadamente cada dos generaciones, así que no son pocos quienes han visto en lo woke («despierto», precisamente) algo así como una herejía protestante, otra más, que enarbola añejo puritanismo moralista, pero bajo los nuevos ropajes de causas como el feminismo y el antirracismo. Que, por ejemplo, tras la muerte de George Floyd hubiera estadounidenses blancos realizando ceremonias de lavatorio de pies a negros como acto de contrición, o que algunas iglesias luteranas incluyan en sus misas a drag queens leyendo la Biblia apunta en esta línea.

De forma que desde comienzos de la segunda década del siglo XXI —quizá no por casualidad coincidiendo con el auge de las redes sociales y el mandato de Obama— comenzaron a circular hasta el hastío conceptos como apropiación cultural, microagresiones racistas o sexistas, cultura de la violación, identidad de género, racismo sistémico, heteropatriarcado, mansplaining, manspreading…etc, convertidas en lupas con las que examinar la cultura y política contemporáneas. La primera reacción a todo ello fue, en parte, la victoria de Trump en 2016. En los años sucesivos fue formándose una constelación de medios digitales, youtubers, escritores, periodistas, tuiteros… dedicados en cuerpo y alma a combatir ese discurso progresista en todos los ámbitos —ya se tratase del último estreno de Netflix, de una nueva ley o de un videojuego—, dotando de cierta armazón ideológica a esa primigenia incorrección política trumpista, que había surgido como una rebeldía instintiva y ahora estaba intelectualizándose. La cosa llegó a su paroxismo en 2020, con un país que se partió en dos mitades en una oleada de histeria en torno a los conflictos raciales que, vista desde fuera, causaba asombro.

A partir de febrero de 2022 los frívolos debates morales sobre estilos de vida, libertades e identidades individuales que caracterizan lo woke comenzaron a disolverse poco a poco ante la crudeza de una guerra que nos mostraba una disputa imperial. Ahora el mundo tenía problemas de verdad. Los travestis empezaban a dar paso a la propaganda de guerra (aunque durante un tiempo se superpusieron con Sarah Ashton-Cirillo); la preocupación por la masculinidad tóxica palidecía frente a la amenaza del holocausto nuclear; tal vez aquello que llamábamos globalismo o Agenda 2030 eran los estertores de un orden mundial angloamericano, como diseccionaba con agudeza Emmanuel Todd en La derrota de Occidente.

Entonces llegó el 7 de octubre de 2023.

Se comparó desde el primer momento al 11S y el tiempo está demostrando que el paralelismo en lo que tiene de casus belli es considerable, hasta el punto de levantar sospechas. El genocidio en Gaza inmediatamente posterior encendió las protestas en los campus estadounidenses: ahora sus estudiantes tenían una causa real en lugar de perseguir microagresiones y fantasmales opresiones sistémicas. Naturalmente desde sectores proisraelíes se pretendió que el rechazo al genocidio era una nueva manifestación del ideario woke. El tipo de participantes parecía ser el mismo, ciertamente, pero examinado con más atención su objetivo resulta ser opuesto.

En primer lugar, porque esa opresión e injusticia que denuncian es real, a diferencia de no usar el lenguaje inclusivo o pretender que la «apropiación cultural» es un agravio. En segundo, porque acallar críticas plenamente legítimas mediante palabras-policía («antisemitismo», en este caso) con las que se recurre al victimismo de grupo es un recurso retórico progre muy manido. En tercer lugar, por último, porque la cultura de la cancelación se ha aplicado con fiereza contra aquellos que han intervenido en las protestas. Desde la expulsión definitiva del centro universitario de algunos estudiantes hasta el cese de la presidenta de la universidad de Harvard, una mujer negra especializada en el estudio de «raza e identidad» (el mismo epicentro de lo woke) que se atrevió a denunciar las acciones de Israel. Tampoco al periodista y escritor Ta Nehisi Coates, abanderado de la causa Black Lives Matter, le ha valido ese pedigrí ahora que ha publicado un libro sobre Palestina, recibiendo acusaciones por los medios que antes lo adoraban de «terrorista» y, cómo no, «antisemita». El sistema de castas que la interseccionalidad woke había erigido queda volatilizado en esta cuestión y ya pueden volver con los pies por delante los negros a la plantación, las mujeres a la cocina y los gays al armario en el momento en que osen criticar a Israel. Quedan al mismo nivel de los hombres blancos heterosexuales, todos iguales ahora… en su condición de gentiles. Magra victoria.

Es también significativo, ya para concluir, que aquella constelación de medios digitales, youtubers, escritores, periodistas y tuiteros que antes mencionábamos que tenían como brújula la crítica a la doctrina woke estén ahora cambiando el paso, con más o menos disimulo, hacia el mero activismo sionista. Es el caso de Dave Rubin, Ben Shapiro o Gad Saad. Este último, que según contó en una entrevista de joven trabajó en Israel al servicio del Mosad (por eso algunos lo llaman ahora Gad Mosaad), tiene recién publicado en España La mente parasitaria, donde criticaba la agenda progresista sobre género y raza como un conjunto de ideas virales y parasitarias, que necesitan la censura a su alrededor porque en un entorno de libertad de expresión no podrían resistir la crítica. Anda, mira, como ocurre con el sionismo. La cuestión que cabe preguntarse, visto en perspectiva y ahora que quedan claras su lealtad y obediencia últimas, está en cuál era exactamente su objetivo al infiltrarse en las filas conservadoras anti-woke a modo de candidatos manchurios… ¿evitar desde dentro una deriva nativista y soberanista que pudiera dañar los intereses del lobby israelí en EE.UU.? ¿Implantar una narrativa de, llamémosla, las Cruzadas, pretendiendo que el problema era el islam y no la ocupación?

Sea como fuere, el tablero ideológico se ha reordenado abruptamente y, ahora, las líneas divisorias son otras. El partido Demócrata está enfrentado entre sus élites de obediencia sionista y sus bases pro-palestinas y antibelicistas, mientras que entre las grandes figuras de la facción republicana ya no hay un discurso ni unos valores comunes: Ben Shapiro y Tucker Carlson, Gad Saad y Nick Fuentes, no sirven a una misma agenda.

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