Tengo visita familiar en Madrid estos días de un final de julio caluroso como si fuera de otros tiempos. Mi padre y mis hermanas pasan unos días conmigo y nos dedicamos a lo que todos los de provincias nos dedicamos cuando venimos a la capital: museos, teatros, tiendas, historia, iglesias, paseos, excursiones a lugares cercanos y desde luego buscar donde comer medianamente decentemente, lo cual no siempre es sencillo.
Está uno relativamente lejos de las noticias del día a día pero hay algunas que no pasan desapercibidas. La Ley de Memoria Histórica nos ha coincidido con una de esas visitas a lugares próximos, y nos ha coincidido casi como un aldabonazo de la providencia para recordarnos que hay otra memoria, de un signo muy distinto.
Una mañana de calor nos lanzamos coche en ristre como aventureros antiguos por las circunvalaciones madrileñas hasta Paracuellos del Jarama. Les suena obviamente. Paracuellos está en la antigua carretera de Belvís a Madrid, a unos 20 kilómetros, hoy enmarañado entre autovías y con la cercanía del aeropuerto, antes Barajas, ahora Adolfo Suarez.
Es un pueblo pequeño y a su entrada hay un cementerio con una pequeña ermita en el centro de un inmenso páramo -asecarrado y azotado por el sol en julio, pero en el avanzado otoño venteado por el frío-, cubierto de innumerables cruces blancas. Al verlas encogen el corazón. El cementerio de los mártires de Paracuellos en el denominado Arroyo Seco de San José, acoge siete fosas comunes en donde cayeron fusiladas entre los días 7 de noviembre y 5 de diciembre de 1936 unas 2.500 personas cumpliendo un preciso plan de ejecución masivo para la depuración de elementos enemigos para el Frente Popular y el gobierno de la República. La masacre fue perpetrada por miembros de la Consejería de Orden Público de Madrid al frente del cual estaba el entonces líder de las Juventudes Socialistas Unificadas -JSU- Santiago Carrillo.
Asesinaron a hombres, mujeres y niños sacados desde las cárceles Modelo, Porlier, San Antón y Ventas, o encerrados en las famosas checas, por muy variados motivos: ser militares, guardias civiles, políticos de partidos de derechas o simpatizantes de estos, falangistas, carlistas, religiosos, sacerdotes, profesionales liberales, burgueses, empresarios, profesores, estudiantes, etc. Algunos personajes públicos y conocidos, como el dramaturgo Pedro Muñoz Seca, los más sin más recuerdo público que la memoria de sus familias.
Como un tío de mi padre, razón por la que venimos, carlista él -como mi abuelo- que fue Jefe de la Comunión Local de Córdoba. Las historias familiares cuentan que a mediados de la quincena de julio había venido a Madrid a comprarse un coche, y que fue denunciado por un obrero de la factoría que había dirigido -era ingeniero- por ir a misa. Canalla cristiana ya saben. Cuatro meses estuvo su mujer tratando de localizarle, siguiéndole de cárcel en cárcel, de traslado en traslado, pidiendo a conocidos, familiares y relaciones ayuda que no tuvo. Hasta que nada más supo de él. Hasta que alguien le dijo que lo habían paseado. Que lo mataron en Paracuellos. Que lo sacaron en tal fecha de noviembre.
Hay allí también hermanos de orden, Dominicos, que eran peligrosos facciosos porque decían misa, atendían una parroquia, estudiaban teología o filosofía, daban clases, escribían libros y hacían obras de caridad.
Y es que siendo en cosas diferentes todos los que asesinaron allí -quizás sobre todo en opiniones políticas, pero seguro en inclinaciones, gustos, intereses, profesiones, edades, estatus económicos o sociales- todos los que estaban encerrados en las cárceles y checas, todos los que allí asesinaron, a la par, todos cumplían una misma condición peligrosísima para los revolucionarios republicanos: eran católicos.
La Iglesia dice que un mártir lo es tal por haber sido asesinado en odio de su fe, pero también que ha de morir en condición creyente, sin renegar de su creencia y perdonando a sus asesinos. Los testimonios que han quedado como retazos sueltos, a veces susurrados sin más, por vergüenza de quienes participaron, dicen, en medio de los horrores y los espantos de cuerpos apilados en fosas asesinados días atrás y vistos por las nuevas víctimas que iban llegando, que los asesinados morían rezando, de rodillas, o en pie gritando vivas a Cristo Rey y a España, algunos serenos, otros espantados, todos mártires.
Mientras caminamos bajo un sol de justicia por entre las fosas, leyendo algunos nombres y leyendas escritas en las cruces -…18 años, 87, 53, militar, caído por Dios y por España, tu esposa y tus hijos no te olvidan, tu madre te recordará siempre, tus hermanos…– es inevitable pensar en la Ley de Memoria Histórica que se está aprobando y en las medidas que quiere tomar en pro de la reconciliación y la reparación de las víctimas. Las cruces están puestas sobre las fosas comunes y puestas en memoria y recuerdo de los que allí fueron martirizados, pero sin saber realmente donde están los restos de los asesinados familiares. Lo más que se sabía eran las zonas donde fueron tiroteados por las fechas de saca de las cárceles. Por supuesto no todos los asesinos que participaron fueron identificados ni localizados ni llevados a juicio. Ni sus responsables.
El drama y la barbarie de la Guerra Civil -como Paracuellos exactamente quizás no hubo nada comparable en el bando nacional sublevado, quizás y según versiones Badajoz, pero es evidente que hubo también asesinatos crueles y despiadados por parte del Ejercito Nacional rebelde a la República- deja el corazón helado. Aun en medio del calor de este julio y de este terrible páramo de cruces y huesos reverberados por el sol. Escucho a mi padre -a punto de cumplir los 90- que dice: Ojalá nada así vuelva a suceder. Juntos rezamos y hacemos una oración. Por los difuntos. Por sus familias. Por sus asesinos. Porque nada así vuelva a suceder. Por España.
Volvemos en el coche a Madrid. A ratos silenciosos. A ratos hablando. Y hablando de reconciliación. De cómo hasta hace quince o veinte años, desde luego hace treinta y cuarenta, parecía que se había llegado a un reencuentro. Todos las familias tenían difuntos y todos eran conscientes que todos los bandos habían causado inmensos daños. Todos eran conscientes que había que pasar página, estar de otro modo, relacionarse de otro modo. Todos hablaban de construir un nuevo país, mejor, más próspero, alejado de cainismos y revanchismos, donde no había buenos y malos, o más bien, todos eran buenos y malos a la par. Como cualquier ser humano. Como todos los somos. Hablamos de cómo morían perdonando a quienes los mataban. De cómo al revés también se daría. De anécdotas y de historias de cómo unos y otros se salvaban y no sólo se mataban. Aunque pensaran de modo distinto en lo político, lo social, lo económico o lo religioso. De juicios tras la guerra con sentencias de libertad porque no había habido delitos de sangre. Que así era como se pudo reconstruir la convivencia, reconociendo en el otro un igual a mí. Que nadie era mejor que nadie. Que no unos u otros eran los buenos y los unos o los otros los malos.
Y hablamos de la Ley de Memoria Histórica. De cómo parece que invierte esa lógica de mutuo reconocimiento, declarando que todos los de un lado fueron los malos, y que todos los del otro fueron los buenos. Los que hicieron lo de Paracuellos apunta alguien en el coche. Pero vuelve la opción de la sensatez de mi padre -él que tiene allí a su tío, que escuchó de su tía y de su padre las historias de cómo lo tuvieron encerrado, seguro que torturado, y de cómo acabaron matándolo allí-: Todos hicieron de todo.
Es que durante el franquismo eso es lo que se hizo-dice una voz en mi cabeza, recordando a amigos y conocidos que podrían decirlo-, exaltar sólo un bando, hundiendo al otro en el olvido y la criminalización de modo que los rojos eran todos asesinos y los nacionales todos santos y buenos, ahora toca resarcir y hacerlo al revés… Pero eso genera un problema lógico en la argumentación: si ahora está bien, entonces también… si entonces estaba mal, ahora también. A no ser que se imponga el argumento de fondo: lo mío siempre está bien, lo del otro siempre está mal… El argumento de la memoria, porque la memoria es personal y privativa, emocional, es una dificultad para convertirla en argumento legal.
Al ser la memoria siempre parcial, se convierte en un problema. Basar una ley en la memoria -no en la ciencia historiográfica- sólo puede traer de nuevo desencuentro, polarización, enfrentamiento. Por eso suena la mar de complicado escuchar que leyes que ensalzan exclusivamente una parte de la memoria se nos vendan como leyes de reconciliación. ¿Es reconciliar condenar y considerar salvajes asesinos despiadados a toda una mitad de la España de entonces? ¿Es reconciliador exhumar a Jose Antonio, derribar una cruz, expulsar a una comunidad religiosa de un monasterio?
La reconciliación tiene que ver más bien con el perdón. Con cerrar heridas. Con evitar el revanchismo. Con reconocer en el otro a otro yo. Las víctimas necesitan ser reparadas, eso es evidente -y en otro lugar hablé de ello hace no mucho- y nadie podrá ponerse en contra de eso. Pero por un lado a todas las víctimas, y por otro de modo que la reparación sea verdad y real, no una manera de ir contra otros.
Necesitamos reconciliarnos, superar los enfrentamientos de hace ochenta años. Y en esto las víctimas de Paracuellos nos dejan un testimonio certero, basado en su fe, en su experiencia de Dios: sólo el perdón, sólo desde el encuentro del otro, solo desde el reconocimiento y no desde la venganza, el revanchismo y la propia memoria, puede alcanzarse la verdadera paz, la verdadera reconciliación. Para que aquello jamás vuelva a pasar.