Mensaje en la botella

Mensaje en la botella. José Vicente Pascual

No lo digo yo sino los científicos que saben de esto: dentro de 600 millones de años, la probabilidad de que haya vida en la tierra es del 0’00%; la Luna estará demasiado lejos para que influya en las mareas o se produzcan eclipses, y la luminosidad del Sol hará imposible la fotosíntesis de las plantas. Silencio y cenizas. Nos queda el consuelo de que dentro de un año, a la vuelta de 2021, la vida será prácticamente igual a la actual. Y viene dando pistas.

El futuro de muchos que ya se han ido es una cuenta personal de Google abandonada, con meses y años de moho virtual pesando sobre aplicaciones que nunca se actualizan. Somos testigos de cada una de esas ruinas y sabemos que el mañana es un perfil de Twitter pasado de moda, como si a golpe de click encontrásemos una fotografía de alguien parecido a Sancho Gracia en los años setenta, imitando a Paco el de Los Camioneros e intentando ligar por el método “macho ibérico”. Nuestra desgracia no será hacernos viejos muy viejos sino convertirnos en reliquias risibles de un pasado absurdo, gente que colgaba imágenes estrafalarias en las redes sociales, compartía artículos desesperados sobre asuntos que ya no interesan a nadie y opinaban con la solemne ingenuidad de nuestros abuelos, tan serios, cuando nos prevenían contra el vicio del pelo largo, la música yeyé y la poca moral de las turistas suecas.

El mañana es un montón de cadáveres que un día fueron alegres chicas encandiladas por el arte de bailar y enseñar las bragas en Instagram, de niños que reían simplezas en Tic-Tock y tras el insensato júbilo se hicieron adultos, fueron a la universidad, se casaron, se reprodujeron y murieron con la sospecha de no haber borrado del todo su huella digital en este mundo. Forzoso es el porvenir, igualmente, de aquellas iracundas y aquellos indignados partícipes en grupos de Facebook donde se clamaba por la ilegalización del lenguaje no “inclusivo”, la castración selectiva de los varones y la muerte social del disidente; cuando el tiempo pase y el mármol de sus sepulturas se haya desgastado, seguirá el 5-G —o la nube que corresponda—, descargando cada día sus ocurrencias antiguas como el mundo e inútiles como lluvia en el mar, y seguirán naciendo humanos provistos de genitales especializados en la única tarea obligatoria que tienen los individuos de la especie, aparte de respirar: multiplicar ADN propio, cuando buenamente se pueda.

Pasarán los milenios que hagan falta, todas las bandejas de “Recibidos” de todas las direcciones e-mail del planeta estarán bloqueadas por falta de memoria para almacenar tanto mensaje sin destinatario, todas las cuentas de WhastApp habrán recibido millones de advertencias sobre su cierre por falta de actividad, todas las inteligencias artificiales seguirán emitiendo señales y todos los humanos dormirán sin sueño ni pesadilla en el iCloud de los justos o el One Drive de los pacíficos. Los satélites orbitales serán ataúdes herrumbrosos, escombrados por el polvo sideral, mientras desde el planeta Tierra una voz robótica, tan pertinaz como estéril, continuará insistiendo en los protocolos del parte meteorológico: si llueve o si truena en un mundo donde la nieve cubrió todas las cosas y no quedaron almas para añorar el paso de las estaciones.

El futuro —ese futuro que queremos legar inmaculado a nuestros hijos y nietos—, es la infinitud aterradora de un universo lleno de nada. Es también el ruido de billones de mensajes inservibles lanzados desde la agonía tecnológica y expandiéndose sin límite en la negrura del cosmos: el susurro enamorado en una videoconferencia a las tres de la mañana y el lamento de quien sólo conoce su angustia y sólo se fía de su tristeza, la foto del niñato harto de farlopa que conduce a 240 km/h mientras se hace un selfie y el cuchicheo de una madre que suplica en WeChat para que la gente rece por su hijo enfermo, la euforia justiciera del adolescente que quería salvar el mundo y el bostezo amargado del hombre que nunca supo encontrar recompensa en sí mismo. Todos esos momentos, aquella pulsión obcecada que era esencia de la vida mientras vivir fue propósito y tuvo sentido, serán un mensaje en la botella que jamás va a recibirse. Un mensaje y una botella que navegarán eternamente y nunca llegarán hasta donde el infinito rompe sus olas. Ni a ninguna parte.

Pero no se preocupen, porque nadie va a echarnos de menos. La era postecnológica convertirá la conciencia humana en episodio irrelevante y a la especie en un aderezo del que puede prescindirse. Los fabricados pensantes se sobrevivirán a sí mismos, tardarán milenios en agotarse y ya a nadie le importará cuánto olvido, silencio y cenizas dejen tras de sí.

Pasarán los eones y en un universo helado no habrá partícula que albergue una millonésima de nuestra memoria. El tiempo pasado no habrá sucedido. El presente no tendrá quien lo mida ni lo nombre. Estará, pero ninguna inteligencia mortal o artificial podrá dar fe de su existencia.

Al menos eso auguran los físicos y astrofísicos.

O sea, que vanitas vanitatum y tal.

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