Metafísica del abrazo prohibido

Metafísica del abrazo prohibido. Diego Chiaramoni

“Tan grande es la armonía del abrazo

que la quiere gozar también el mar”.

Juan Ramón Jiménez


Metafísica del abrazo prohibido. La desconfianza como profilaxis

La metafísica siempre ha sido el núcleo medular de la filosofía. Cada vez que ésta renunció a aquella, devino discurso plano, sin hondura, inmanente a uno de los tantos tonos de la escala cromática de los positivismos. Será harina de otro costal discutir qué entendemos por metafísica, si debemos volver a la mirada límpida de la interrogación presocrática, en ese necesario “paso atrás” que quería Heidegger; si metafísica en su más alto sentido es la que encuentra su sello de agua en las especulaciones que van desde Platón y Aristóteles, pasando por la patrística hasta el ápice de la filosofía teológica del Aquinate, o si auténtica metafísica son las divergentes líneas teóricas del idealismo alemán. Lo efectivamente cierto, a nuestro juicio, son dos cosas: 1. Qué metafísica debe dejarse alumbrar, en su navegación, por el faro del Ser. 2 Que hacia los albores de la modernidad, o mejor aún, hacia el otoño medieval–feliz término acuñado por Johan Huizinga – , un giro, un quiebre, un cambio de sentido surge lentamente en el horizonte de esa navegación  y ese fenómeno incide en la vida concreta de los hombres.

La historiografía oficial, concentra en la figura de Descartes, el gozne en el cual gira ese quiebre de lo moderno. Bien estudiado el tema, las raíces de esa metanoia se hunden en las antiguas tierras del nominalismo, cuando la esencia, como intimidad de las cosas reales, queda arrinconada por la desconfianza de la razón. En rigor de verdad, el llamado “problema” del conocimiento, la gnoseología, es una preocupación eminentemente moderna.

En su exquisito opúsculo dedicado a Kant,  titulado Reflexiones del Centenario  (1924), José Ortega y Gasset habla de una “tradición de la desconfianza” y el quid de esa actitud está dado por una renuncia a mirar el mundo como Cosmos y abordarlo ahora como Caos. La duda ha sido siempre connatural al hombre, pero mientras en la antigüedad fue una excepción, en la modernidad es una conquista.  Escribe Ortega:

“(…) se ha hecho de la suspicacia un estado de espíritu nativo y común que sirve de fondo psíquico a todos los movimientos del alma moderna. (…) En esta tradición de la desconfianza, Kant representa la cima. No sólo fabrica de la precaución un método, sino que hace del método el único contenido de la filosofía. Esta ciencia del no querer saber y del querer no errar es el criticismo”.[1]

La desconfianza surge de las pretensiones de una razón omnímoda, de una obsesión de claridad. Pero nuestra luz natural es tenue, va descubriendo riquezas y dolores al tanteo y como cirio encendido, alumbra más en la quietud que en la agitación de la soberbia.  De la comprensión del propio límite no surge la duda sino la ubicuidad. Del palpar en el claroscuro cognoscitivo deviene la comprensión de lo mistérico, no el imperio del escepticismo. Ortega va más allá aun y sostiene que en el criticismo contemplamos la gigantesca proyección del alma burguesa y creemos que no yerra en esa apreciación. El hombre moderno es un tipo humano en el que predomina la suspicacia. Kant duda, como duda Descartes, pero mientras la duda hiperbólica cartesiana encuentra certeza en el cogito y éste su fundamento en Dios, la duda kantiana exigirá la invención de un mecanismo de defensa, eso es el criticismo. Brillantemente lo expresa Ortega refriéndose a la obra fundamental del filósofo de Königsber:

“La Crítica de la Razón Pura es la historia gloriosa de esta lucha. Un Yo solitario pugna por lograr la compañía de un mundo y de otros Yo pero no encuentra otro medio de lograrlo que crearlo dentro de sí”.[2]

La filosofía moderna, claramente, es un movimiento de ideas eminentemente europeo pero no en todas las regiones de Europa se da de la misma forma por el propio ethos cultural de cada pueblo. Ahora bien, será la filosofía alemana la que adquiera un lugar eminente por despliegue teórico y nombres propios. Éste elemento no es menor pues será el alma alemana aquella que imprima a la filosofía moderna su impronta teórica. Kant y Hegel aparecen como omnipresentes en el curso de los últimos dos siglos, si bien ya no desde su pureza teórica, sí a través de sus filiaciones, pues luego de la época de los grandes sistemas de la modernidad, el cristal que estalla en mil pedazos en el siglo veinte se encuentra biselado en la matriz de un criptoidealismo. Llámese como se quiera llamar, neomodernidad, posmodernidad, modernidad líquida, etc., la filiación queda expuesta. Sobre este punto de apoyatura y siguiendo a Ortega, ingresamos en el núcleo de nuestro artículo, para extraer entonces las consecuencias finales que queremos compartir para reflexionar o aguijonear. 

Leemos una vez más en Ortega y Gasset:

“Cuando el alma alemana despierta a la claridad intelectual se encuentra sola en el mundo. El individuo se halla como encerrado dentro de sí mismo, sin contacto inmediato con ninguna cosa. (…) Sólo existe para él con evidencia su propio yo; en torno a éste percibe a lo sumo un sordo rumor cósmico, como el del mar batiendo los acantilados de una isla”.[3]

La filosofía alemana dirá más adelante Ortega, pensando en Kant, padece ontofobia

Ahora bien, frente a esa filosofía alemana, ¿cuál es la naturaleza propia del alma meridional? La filosofía meridional (la nuestra), ha concebido siempre al yoen profunda relación con el cuerpo, ya sea en la sólida unidad propuesta por el hilemorfismo, como en la pasión conflictiva vivenciada por San Agustín (no en vano Lutero fue monje agustino…aunque a la alemana). 

La psique alemana y la española (más aun la hispanoamericana donde ciertos rasgos se encuentran aun más remarcados) sienten, conciben y por tanto actúan de modo diverso. La fenomenología trazada por Ortega, es aplicable no sólo al espíritu español sino, por propiedad transitiva, a quienes en el mundo llevan su impronta. Se trata de una amplia semántica del nosotros. Leemos en el filósofo madrileño:

“El español es un haz de reflejos; el alemán, una unidad de reflexiones. Aquel vive en un régimen de descentralización espiritual y su yo es, en rigor, una serie de yos, cada uno de los cuales funciona en su momento, sin conexión ni acomodo con el resto de ellos. (…) El yo del español es plural, tiene un carácter colectivo y designa la horda íntima”.[4]

Ahora bien: ¿Cuál es el antídoto que Kant encuentra ante la desconfianza que produce lo real? La parálisis de la emoción moral. La espontaneidad solo adquirirá cualidad moral buena si es mediada por la reflexión y puede elevarse al rango de deber. Esta aseveración tiñó a una gran porción del mundo y aun impera en el subconsciente de muchos. El reverso de esta moralidad de la restricción es la anomia moral. Es trágicamente lógico que a la moral kantiana sucedan las putas del Marqués de Sade.  Adorno y Horkheimer en su Dialéctica de la ilustración  lo han visto con lucidez, y Max Scheler alzó su voz con la Ética material de los valores frente al formalismo kantiano, pero nadie lo escuchó. Lo cierto es que el hombre contemporáneo devino desconfiado y amoral.

¿Cómo se conjugan estas bases teóricas con el título de nuestro artículo a la luz de esta coyuntura histórica que se nos impone? 

Nuestra tesis es la siguiente: la crisis provocada por el Covid-19 ha despertado –ahora como imposición- aquella antigua desconfianza. Al modo kantiano, la profilaxis toma la forma de la supresión de las emociones. Para cierta parte del mundo, ese elemento puede resultar hasta normal, pues ya se encuentra inscripto en su genius loci; para nosotros, retoños en el tiempo de aquella filosofía meridional, españoles o hispanoamericanos, hijos del Mediterráneo civilizador y de las emociones a flor de piel, esa desconfianza resulta antinatural. 

La instauración de la categoría de “asintomático”, entre otros términos de la neolengua científica, ha fundado la otredad como amenaza. El otro, ante todo, es un agente cuya sola presencia cercana constituye un atentado contra mi propia vida. Éste elemento no es extraño en un mundo que  experimenta pavor ante la muerte y que por ello, intenta en vano maquillarla. No en vano, los nuevos cementerios por ejemplo,  dejaron de ser lugares de recogimiento donde uno se enfrentaba con su propia finitud, “un corral de muertos” como los llamaba Unamuno y se asemejan hoy a campos de golf con lomadas, flores de colores y lagos artificiales. 

Algún lector susceptible no dudará en lazarnos el mote de “negacionista” – nuevo término fetiche de la prensa políticamente correcta – , pero no se trata de negación, sino de verdadera conciencia. En lo personal, ni niego el virus, ni omito las huellas de dolor que éste ha dejado ya en el mundo. Tampoco me sumo el vacuo grito de una libertad sin fondo metafísico, propia del liberalismo de moda.  No me adscribo a la defensa de los botellones en la playa ni de los recitales de reggaetón  pues abdico de la disipación de los flojitos de cabeza; es más, vivo enamorado desde ésta Argentina malherida, de los silencios y los colores de la ancha estepa castellana, aquella de los cielos altos como obra  y fruto de los ojos campesinos. Sólo un hombre arraigado puede crecer  sin quedar a merced del capricho de los vientos. En ese arraigo, las relaciones humanas expresan sus ritos y entre ellos, la mano apretada y el abrazo son esenciales. Hay otras muertes más allá del virus, la muerte de la soledad, la muerte de la falta de afecto, la muerte fría sin el consuelo del abrazo. 

En un diálogo imaginario que Larra escenifica en uno de sus artículos, su imaginario primo le pregunta:

  • ¿Tú en el mundo? 

Y el romántico ilustrado y pasional responde:

  • Sí, de cuando en cuando vengo: cuando veo que se amortigua mi odio, cuando me siento inclinado a pensar bien, cuando empiezo a echarle de menos, me presento una vez, y me curo para otra temporada[5]

Larra, por desamor y otras pasiones,  se rajó un tiro en la sien a los 28 años. Su pluma nos conmueve, pero aspiramos a otras salidas ante el dolor, creemos en la semántica del abrazo curativo.


[1]José Ortega y Gasset. Reflexiones del Centenario, en Kant, Hegel, Dilthey, Ed. Revista de Occidente, Madrid, 1958: p. 11.

[2]Ibídem: p. 19.

[3]Ibídem: p. 15.

[4]Ibídem: p. 28-29.

[5]Mariano José de Larra. La sociedad en Artículos de costumbres. Ed. Espasa – Calpe, Buenos Aires, 1948: p.45.

Top