Se debe a un sabio e ilustre clérigo católico español, nacido en Madrid el 23 de mayo de 1606 y gloria del Imperio Hispánico, la utilización por vez primera, que nosotros sepamos, del rótulo Metapolítica. Así tituló Juan Caramuel (1606-1682), fraile cisterciense, uno de los manuscritos inéditos que se conservan en el Fondo Caramuel del Archivio Storico Diocesano de Vigevano, la ciudad de la provincia de Pavía de la que fue Obispo desde septiembre de 1673 hasta su fallecimiento en 1682. Como esta obra permaneció inédita, e inédita permanece, que sepamos, es arriesgado aventurar sobre cualquier posible influencia que pudiera deberse a tal ocurrencia del que algunos dicen el Leibniz español.
Quizás por influencia de Caramuel, aunque más probablemente de manera independiente, fue el concepto construido de nuevo en 1784 en lengua inglesa por Juan Luis de Lolme, un ginebrino francófono exilado en Londres, por analogía al de ‘metafísica’, y desde el siguiente año comienza a florecer en ambientes filosófico jurídicos alemanes, en tiempos de revoluciones ideológicas y políticas, pero no llegó a cuajar allí, quizá por la competencia del concepto kantiano de ‘metafísica del derecho’. El influyente ideólogo contrarrevolucionario José de Maistre lo aceptó en francés buscando ajustarlo doctrinalmente, y en 1821 ya lo encontramos en español, de la mano del catedrático salmaticense Ramón Salas Cortés, en sus Lecciones de derecho público constitucional para las escuelas de España. Semiolvidado a medida que transcurría el siglo XIX reaparece con fuerza en ciertos entornos cercanos al anarquismo en los años veinte del siglo pasado.
Actualmente Google registra aproximadamente unas 400.000 utilizaciones de ‘metapolitics’ en inglés, más de 300.000 de ‘metapolítica’ en español e italiano, (de la cuales al menos 200.000 en español), cerca de 30.000 de ‘metapolitik’ en alemán (y alguna otra lengua minoritaria) y sólo unas 500 del ‘metapolitique’ francés. Como puede imaginarse las diferencias entre las diferentes metapolíticas no deben ser menores que las que se producen entre las metafísicas correspondientes.
En el agitado 1968 francés, el joven escritor y periodista Alain de Benoist (1943) puso en marcha el periódico Nouvelle Ecole (febrero-marzo) y organizó el 11 y 12 de noviembre, en Lyon, un primer seminario bajo la pregunta: Qu’est-ce que la métapolitique? Dos meses después, en enero de 1969, cuarenta militantes nacional europeístas franceses, capitaneados por Benoist, fundaban oficialmente GRECE, Groupement de Recherche et d’Études pour la Civilisation Européenne, organización que no se define como un movimiento político, sino como una escuela de pensamiento que adopta una perspectiva metapolítica. Diez años después ya eran conocidos sobre todo como Nouvelle Droite, Nueva Derecha (europea). Treinta años después de su fundación, en el manifiesto la Nueva Derecha del año 2000, escribían Alain de Benoist y Charles Champetier:
La metapolítica no es otra manera de hacer política. No es en absoluto una «estrategia» que tratara de imponer una hegemonía intelectual; tampoco pretende descalificar a otras posiciones o actitudes posibles. Sencillamente, la metapolítica reposa sobre la constatación de que las ideas juegan un papel fundamental en las conciencias colectivas y, de forma más general, en toda la historia humana.
En 1994 se publica en Buenos Aires el primer número de la revista Disenso, dirigida por Alberto Buela (1947) y editada por la Fundación Cultura et Labor. Aunque en ese primer número no aparece en ningún momento el término metapolítica, la revista Disenso, que a partir de su número 14 (1997) adopta el subtítulo revista de Metapolítica, culminará su primera época –1994-1999, números 1 a 19/20– como el principal instrumento de un grupo empeñado en construir una metapolítica en lengua española, organizador incluso de cuatro Encuentros Iberoamericanos de Metapolítica (Buenos Aires 1995, Viña del Mar 1996, Asunción 1997 y el cuarto virtual en 1998).
¿Qué entendemos por metapolítica? En ocasiones se usa esta expresión como sinónimo de “filosofía política”, con un fuerte carácter normativo que se opone a “ciencia política”, que tiene un carácter descriptivo. Pero a nuestro entender el término es mucho más amplio. La filosofía política formaría el núcleo de la metapolítica, pero esta sería una disciplina de síntesis, que abarcaría contenidos de la historia de las ideas, de la ciencia y la tecnología, de la religión, así como de la sociología, de la antropología, de la economía y de la geopolítica.
Hay que distinguir a la metapolítica entendida como disciplina, que estudia y ordena las distintas propuestas metapolíticas, de la propuesta metapolítica, enraizada en una cosmovisión concreta del ser humano (antropología), de la sociedad (sociología), de las relaciones con el entorno (ecología) y de las relaciones con la divinidad (teología).
Nuestra propuesta metapolítica
Nuestra propuesta toma como base o núcleo una filosofía política concreta, la Cuarta Teoría Política de Alexander Dugin, y se extiende, en su desarrollo, a las demás disciplinas para lograr una síntesis. La CTP es un análisis crítico de la Modernidad y a su vez una descripción de su genealogía y su desarrollo, desde los albores de la misma (con Descartes y la Ilustración), el nacimiento del liberalismo, el capitalismo y la revolución industrial, la aparición de alternativas al liberalismo dentro de la misma Modernidad (fascismos y marxismo), la derrota de estas alternativas y la aparición del neoliberalismo y la posmodernidad que cierran el ciclo.
Orígenes de la Modernidad
Para nosotros el origen de la Modernidad hay que situarlo entre los siglos XVI y XVII, con la Reforma protestante, que inicia la secularización del cristianismo y la filosofía cartesiana, que siente las bases de la metafísica de la subjetividad y el culto al “yo” y de la ciencia mecanicista al servicio de una tecnología antropocéntrica. Para algunos autores las raíces de esta Modernidad hay que buscarlos mucho más atrás. Para Heidegger el “abandono del ser” ya tiene lugar en los orígenes de la filosofía griega, concretamente con Parménides, Platón y Aristóteles, dando lugar a la metafísica que acaba realizándose en la técnica moderna.
Para Alain de Benoist y la “Nueva Derecha” las raíces de la Modernidad hay que buscarlos en el cristianismo. Es cierto que muchos mitemas de la Modernidad proceden de la secularización de ideas cristianas, pero aquí hay que hacer una salvedad: como ha señalado Javier Esparza, la irrupción del cristianismo en Europa no da lugar a una sociedad igualitaria, sino a la sociedad medieval, organizada según el principio de las tres funciones (soberana, guerrera y económica) que para Dumezil son las propias de todas las civilizaciones indoeuropeas. Será la secularización de estas ideas, es decir, transportarlas del plano metafísico o teológico al plano contingente, lo que dará origen a muchos mitos modernos.
Ramiro de Maeztu ya señaló en su día que la triada ideológica de la Revolución Francesa (Libertad, Igualdad, Fraternidad) procedía de una corrupción de ideas cristianas: de la Libertad del ser humano para escoger entre el bien y el mal se pasa a la “libertad” liberal de estar libre de cualquier coacción; de la Igualdad de todos los seres humanos ante Dios se pasa a la igualdad sin más; de la Fraternidad de ser todos los seres humanos hijos de Dios se pasa a la fraternidad de : “mi patria es el mundo, mi familia la Humanidad”.
Los argumentos de Benoist son correctos cuando se refiere al cristianismo “original”, o al cristianismo “reformado” o secularizado. Pero el cristianismo medieval (o catolicismo) resulta de una fusión a varios niveles entre el cristianismo y el paganismo originario europeo: a nivel filosófico tenemos a San Agustín cristianizando a Platón y a San Tomás y San Buenaventura cristianizando a Aristóteles. A otro nivel observamos que el monoteísmo absoluto, propio de las religiones del desierto, con un Dios “totalmente otro”, resulta matizado por elementos politeístas, como la Santísima Trinidad, el culto mariano o el de los santos. Fiestas paganas, como las de los solsticios son “recuperadas” por el cristianismo: Navidad y San Juan. El culto a la Virgen sustituye en muchos lugares al culto a la “Tierra Madre” e imágenes de santos sustituyen a las de dioses paganos.
Dejando esta polémica para mejor ocasión nosotros consideraremos el origen de la Modernidad entre los siglos XVI y XVII. La Reforma Protestante es el inicio, con la secularización del cristianismo, el espíritu de Westfalia, que rompe la unidad religiosa y espiritual de Europa, y la aparición de una ética secular que tendrá una gran influencia en la génesis del capitalismo, tal como Max Weber y Werner Sombart han puesto en manifiesto. Sigue la filosofía de Descartes, ya en el siglo XVII, que introduce la metafísica de la subjetividad, el mecanicismo y un modelo de ciencia que no busca ya el conocimiento, sino el dominio de la naturaleza al servicio del bienestar y los deseos del individuo.
A partir de aquí se va prefigurando un nuevo modelo: Locke y Hobbes en lo político, Smith en lo económico, Newton en lo científico….la culminación viene en el siglo XVIII, con Rousseau y los pensadores de la Ilustración. Para este nuevo paradigma, el liberalismo, el individuo es el centro y el eje, el “sujeto” como diría Dugin. Este individuo se considera previo y anterior a cualquier sociedad, único, racional, y que busca solamente maximizar sus beneficios económicos. Sujeto de unos derechos también únicos y universales (los Derechos Humanos) este individuo entra en sociedad a través del “contrato social” cuya única finalidad es darle seguridad y proteger sus derechos (especialmente el derecho a la propiedad).
La conjunción de liberalismo, tecnología y revolución industrial dará lugar al primer capitalismo, el llamado capitalismo manchesteriano. En contra de lo imaginado por los utopistas ilustrados del siglo XVIII esta nueva sociedad está muy lejos de ser una utopía. Millones de campesinos son arrancadas de sus tierras ancestrales y llevados a grandes urbes, donde trabajan y viven en condiciones infrahumanas. Cientos de miles de artesanos pierden sus talleres y ven desaparecer los gremios, que les protegían y les integraban, y se convierten en proletarios, trabajando en cadenas de producción alienantes y despersonalizadoras. En este primer capitalismo el único derecho humano que se defiende es el derecho a la propiedad, y el que no tiene propiedad no tiene derechos.
Alternativas al liberalismo: la segunda teoría política.
Todo ello genera una reacción, y esta reacción se llama socialismo. Este primer socialismo, antes de que aparezca el marxismo, está cargado de referencias tradicionalistas. Es el socialismo utópico de Proudhom y Fourier, de la nostalgia del pasado agrario y de los terrenos comunales de los municipios, de las cooperativas y del idealismo. Es el primer punto de referencia en que debemos fijarnos para la construcción de una Cuarta Teoría Política. Después veremos otros.
Con Marx y el “socialismo científico” todo cambia. No es una revuelta contra la Modernidad, sino una alternativa al liberalismo para llevar a la práctica los objetivos de la Modernidad de forma más eficaz. Marx celebra de manera entusiasta la acción de la burguesía (la clase revolucionaria por excelencia) y del capitalismo como destructora de todos los vínculos de la “vieja sociedad”, de la sociedad orgánica y tradicional. El sujeto sigue siendo el “homo económicus”, pero no a nivel individual, sino agrupado en clases sociales: la clase será el sujeto de la segunda teoría política.
El marxismo y sus traducciones políticas, el socialismo y el comunismo, resultaron enormemente eficaces como mitos movilizadores (El mito de la huelga general, del que habla Sorel), pero incapaces de hacer predicciones fiables, lo cual dice mucho sobre su pretendido carácter científico. En contra de las predicciones de Marx el comunismo no triunfa en sociedades altamente industrializadas, como Inglaterra, sino en sociedades agrario-feudales, como Rusia y China.
La ruptura entre Trotsky y Stalin marcó un punto de inflexión importante en la historia del comunismo ruso. Frente a la “revolución mundial” defendida por el primero Stalin evocó la construcción del socialismo en un solo país: Rusia. Rusia y comunismo acabaron identificándose de tal manera que el comunismo pasó a formar parte de la historia de Rusia. Ante la invasión alemana Stalin hizo un llamamiento a defender la Patria rusa (no al proletariado ni al socialismo). En la historia rusa la II Guerra Mundial se llama II Guerra Patriótica. La interpretación de Dugin del comunismo ruso es que bajo la epidermis marxista sobrevivió el espíritu de la gran Rusia, lo que ha venido a llamarse nacional-bolchevismo. Tras el desplome de la URSS los liberales pro-americanos, encabezados por Eltsit, tomaron el poder en Rusia. La reacción contra el liberalismo y la decadencia de Rusia unió a antiguos comunistas con patriotas, zarista y rusos blancos. En las manifestaciones anti-Eltsit vimos a banderas rojas, banderas rusas y águilas bicéfalas marchar juntas: el nacional-bolchevismo y el euroasianismo rompieron así su cascara marxista. Este será otro punto de referencia importante para la CTP.
El comunismo y el socialismo en otros lugares evolucionaron (o mejor, involucionaron) de manera muy distinta. La caída de la URSS y la globalización desprestigiaron enormemente al marxismo como teoría “científica”, y estas opciones políticas quedaron sin una filosofía que las sustente. El socialismo, después de su fase socialdemócrata keynesiana, entró en una fase de barrena absoluta después de que Tony Blair, con su “new labour” se rindiera con armas y bagajes al liberalismo. El comunismo, después de su fase “eurocomunista”, se diluyó en una izquierda genérica que, sin las referencias marxistas, abrazó la doctrina de los “Derechos Humanos” y se convirtió en una especie de ética laica del “debe ser”. En lugar de dirigirse a la “clase obrera” (en fase de desaparición) busca como “sujeto político” a las mujeres, a los homosexuales, a los inmigrantes y en general a todos los “parias de la tierra” (reales o imaginarios). Antiguos trotsquistas se reciclaron en neocons ultraliberales, convencidos de que el mercado traerá el “fin de la historia” y la “revolución” mundial con más eficacia que cualquier otro factor.
En la actualidad el comunismo es algo que ha entrado definitivamente en el museo de la historia. Los “argumentos” anticomunistas solo perviven en la derecha más rancia, y forman, junto al “antifascismo”, una perfecta muestra del irrealismo y la ignorancia, muy frecuentes en el panorama hispánico.
Alternativas al liberalismo: la tercera teoría política
La tercera teoría política la constituyen los fascismos. Utilizamos el término en plural para constatar la gran variedad de regímenes y movimientos políticos que se agrupan bajo este término, en ocasiones de difícil demarcación con movimientos tradicionalistas o de derecha autoritaria. De forma genérica podemos definir los fascismos como un conjunto heteróclito de movimientos políticos que surgen en la Europa (y en Hispanoamérica) de entreguerras, que rechazan al liberalismo y al marxismo, que toman a la Patria o nación como sujeto fundamental de la acción política y que reivindican el sindicalismo, la acción directa, el vitalismo y el culto a la juventud. Sus referencias ideológicas son muy variadas, desde Nietzsche a Sorel, pasando por Gobineua, Gentile, Spengler, Wagner, Hacekel , Heidegger, y una larga lista más.
Dentro de este contexto la variedad es enorme: desde los que creen que la raza es la esencia de lo nacional, como los nacional-socialistas alemanes, a los que proclaman que es el Estado el que genera a la nación, como los fascistas italianos; algunos reivindican el paganismo (como ciertos sectores del NSDAP alemán), otros como los rexistas belgas, los falangistas españoles o los legionarios rumanos son radicalmente católicos, mientras que los hay eclécticos en materia religiosa. En su extremo izquierdo encontramos a los nacional-bolcheviques alemanes (con Niekisch y Strasser) que defendían la alianza alemano-rusa, y en su extremo derecho a regímenes como el de Franco en España, el de Salazar en Portugal o el de Dollfus en Austria donde elementos más o menos fascistas convivían, casi siempre en minoría, con tradicionalistas, contrarrevolucionarios y ultraconservadores.
Pero la cuestión que nos ocupa es la siguiente: ¿los regímenes y movimientos fascistas fueron una rebelión contra la Modernidad o una alternativa al liberalismo dentro del paradigma de la Modernidad? Dada la variedad de especies dentro del género “fascista” es muy difícil una respuesta unívoca a esta pregunta.
Dugin sitúa al fascismo (la tercera teoría política) como una alternativa al liberalismo dentro de la Modernidad, pero reconoce una pluralidad de sujetos políticos (la raza en el nacional-socialismo, el Estado en el fascismo italiano) y centra prácticamente toda su argumentación en el nacional-socialismo alemán. Estamos de acuerdo en que el racismo hitleriano es una idea esencialmente “moderna”, por su biologismo materialista, su mesianismo de “pueblo elegido” y por su aspiración al “Reich de los 1000 años” que no deja de ser una versión del “fin de la historia”. En su base ideológica encontramos al darwinismo social y a la teoría protestante de la predestinación, ambas esencialmente modernas.
Ahora bien, cuando salimos del nacional-socialismo alemán y visitamos la gran variedad de movimientos fascistas la cosa ya no está tan clara. El culto al estado-nación aproxima muchos movimientos fascistas al jacobinismo, con todo lo que ello implica: centralismo nivelador, burocratización, desprecio por las diferencias etno-regionales, pero esta nación de la que hablan los fascistas no es exactamente la misma que la nación liberal jacobina, que nace de un acto fundacional y constituyente. Maurras, un ideólogo prefascista, habla de la nación como “la tierra de los muertos”: una nación que tiene en cuenta a los antepasados, a la historia y a la tradición no es lo mismo que la nación liberal que nace de un contrato social constituyente entre individuos “libres e iguales”.
Hay elementos ideológicos y políticos en los movimientos fascistas que pueden ser “reciclados” en la construcción de la CTP, pero hay otros que deben ser rechazados. Dentro del género “fascista” existe gran variedad de especies, algunas de las cuales pueden ser reivindicadas para la CTP, y otras no. Entre las primeras hay que citar a Ramiro Ledesma y su nacional-sindicalismo, a disidentes del nacional-socialismo, como Strasser, a Niekisch y sus nacional-bolcheviques, a diversos autores de la Revolución Conservadora, o a los principios de la Republica Social Italiana. Entre los segundos al racismo y al pangermanismo que impregnaron el NSDAP a partir de un determinado momento, como ideologías materialistas y supremacistas. También la influencia de Hegel y de Gentile en el fascismo italiano, en que se presenta al Estado como la culminación del desarrollo dialectico de la Razón, en clave progresista y universalista. Recordemos que el gran pensador tradicionalista español, Ramiro de Maeztu, en su libro La crisis del Humanismose refiere a la filosofía de Kant y Hegel como “la herejía alemana”.
Para terminar con este análisis de los fascismos desde el punto de vista de la CTP hay que hacer mención obligada a la génesis del movimiento nacional-revolucionario, que se inicia en Francia en la década que va de los 60 a los 70 del pasado siglo, básicamente con Dominique Venner y Fraçois Duprat, y se extiende después a Italia. Este movimiento aparece como una revisión de los fascismos y como un intento de superar las antiguas nostalgias del régimen de Vichy y del combate por la Argelia Francesa en Francia, y del régimen Mussoliniano en Italia.
De este movimiento surgirá por una parte el embrión del Frente Nacional francés, después de la disolución de Ordre Nouveau, pero, sobre todo, lo que vendrá a llamarse la Nueva Derecha. Antiguos militantes de Europe Action, liderados por Alain de Benoist, crearan en 1968 la revista Nouvelle Ecole y en 1969 el GRECE (Grup d’etudes et recherches pour la la civilization Europeen), que se planteará su acción en el terreno metapolítico. Posteriores escisiones del GRECE, como Terre et Peuplede Pierre Vial, volverán a la actividad política e introducirán interesantes elementos ideológicos en el seno del Frente Nacional.
Neoliberalismo y globalización
La caída de la URSS significa una victoria aplastante de la primera teoría política (el liberalismo) sobre la segunda (el marxismo). La tercera teoría política (los fascismos) ya había sido aplastada militarmente en la II Guerra Mundial y se había convertido en una auténtica “encarnación del mal”. La victoria absoluta del liberalismo produce en este una mutación: nace el neoliberalismo, que ya no se presenta como una teoría política, sino que, falto de alternativas, es vivido como la nueva razón del mundo, la única realidad y la encarnación del “sentido común”.
Antes de la implosión neoliberal tenemos diversos antecedentes. A partir del 26 de agosto de 1938 se celebró en París el coloquio Walter Lippmann, en el marco del Instituto Internacional de Cooperación (ancestro de la Unesco), lo que se puede considerar el momento fundador del neoliberalismo. En la reunión encontramos a los principales teorizadores de esta escuela: Friedrich Hayek, Jacques Rueff, Raymon Aron, Wilhem Röpke, Alexander von Rüstow y el propio Lippman. Unos años más tarde, en 1947 se fundará la Sociedad de Mont Pèlerin, uno de los principales think thanks neoliberales.
Sin entrar demasiado en detalles, destacaremos los dos aspectos políticos e ideológicos de la nueva corriente. Por un lado una crítica a las políticas keynesianas desarrolladas en la mayoría de los países occidentales después de la II Guerra mundial. Estas políticas partían de un pacto social entre el empresariado y las centrales sindicales para que una parte de los beneficios del capital revertieran en la clase obrera en forma de salarios altos y de servicios del Estado del Bienestar. Los salarios altos y la formación de una potente clase media favorecían el consumo y, por otra parte, alejaban el peligro revolucionario.
Los neoliberales argumentaban que estas políticas disminuían la competitividad de la economía e incrementaban peligrosamente el gasto público. Por otra parte las consideraban una herencia de los regímenes autoritarios y fascistas. En esto último llevaban razón: recordemos que el primer sistema de seguridad social fue creado por Bismarck, que en España lo comités paritarios (antecedentes de los convenios colectivos) se crearon en la Dictadura de Primo de Rivera, la seguridad social con José Antonio Girón de Velasco y que las Corporaciones Fascistas italianas fueron un intento de agrupar, dentro de una estructura estatal, al capital y al trabajo para lograr su acuerdo y armonización. La diferencia era que en estos regímenes el “consenso” se buscaba en el interior de estructuras autoritarias (corporaciones, sindicatos verticales) controladas por el Estado, mientras que en la socialdemocracia keynesiana el consenso resultaba de la negociación entre organizaciones empresariales y sindicales plurales, con un arbitraje blando del Estado.
Otro aspecto importante del neoliberalismo se refiere al neointervencionismo estatal. Para el liberalismo clásico del laisser-faire las intervenciones del Estado tienen que reducirse al mínimo. El neoliberalismo plantea el problema de otra manera: ya no es intervencionismo sí o no, sino que tipo de intervencionismo es deseable. El Estado no tiene que intervenir para regular las condiciones de trabajo, ni para redistribuir la renta, pero si tiene que intervenir para garantizar la libre competencia, o para inyectar dinero público a los bancos en caso de crisis. El Estado neoliberal privatiza las ganancias, pero socializa las perdidas.
Como ocurre siempre, y ello muestra la importancia de la metapolítica, este neoliberalismo pasó mucho tiempo relegado a los despachos de los intelectuales y a los clubs de reflexión, penetrando poco a poco en los partidos conservadores (posteriormente en los socialdemócratas), y en la década de los 80 logró sus primeras victorias, con el ascenso al poder de Ronald Reagan en USA y de Margaret Thatcher en Inglaterra. No es casualidad que sea en dos países de cultura anglosajona donde triunfaran estas tesis: el fondo puritano de estas sociedades, y su carácter de “civilizaciones del mar” les predispone a aceptar las tesis neoliberales.
En Inglaterra el thatcherismo se convierte en un auténtico laboratorio social del neoliberalismo. Uno de sus objetivos, logrado ampliamente, fue la destrucción de los sindicatos. Los sindicatos ingleses (Las Trade Unions) eran un importante elemento de socialización y cohesión social de la clase obrera británica. Su función no era únicamente reivindicativa o económica (el partido laborista fue creado como correa de transmisión de los sindicatos en la vida parlamentaria) sino que contribuían enormemente a la socialización horizontal de los trabajadores en una cultura de “clase”. La destrucción de los sindicatos por parte del thatcherismo no tiene como finalidad sustituir la socialización horizontal “de clase” por otra vertical, de tipo “nacional”, sino la destrucción de cualquier forma de socialización para reducir a los trabajadores ingleses a un simple agregado de individuos aislados, enfrentados unos a otros.
Con la caída de la URSS el neoliberalismo se convierte en el pensamiento único. Al carecer de alternativa deja de considerarse como una ideología política y se convierte en la “nueva razón del mundo”. Entramos en la globalización y en la “tercera edad del capitalismo”.
La globalización es un proyecto político de gobierno mundial, de mercado unificado y de creación de una humanidad uniforme, sin raíces ni referencias culturales de ningún tipo más allá del consumo compulsivo y de la basura segregada por la llamada “industria cultural”. La globalización tiene tres patas:
1. La libre circulación de capitales
2. La libre circulación de mercancías
3. La “libre” circulación de personas (inmigración)
Desde el punto de vista socioeconómico, la consecuencia inmediata de la globalización es la degradación de las condiciones de trabajo y de los salarios de los países del primer mundo que tienden a equipararse con los del tercer mundo. Las multinacionales deslocalizan sus empresas y las llevan a países donde la mano de obra es prácticamente esclava para aumentar sus beneficios. Esto produce una presión sobre los gobiernos y sobre los propios trabajadores, que se ven obligados a aceptar condiciones de trabajo regresivas, en aras a la “competitividad”.
Allí donde no se puede deslocalizar se importa mano de obra del tercer mundo, la inmigración, que se convierte en ejército de reserva del capital. El lloriqueo compulsivo de las ONGs (que viven de subvenciones públicas) y de los partidos de izquierda sirve de coartada humanitaria y progresista a este proceso, que solamente beneficia a las multinacionales y a la “nueva clase”, que son los gestores de este turbo-capitalismo globalizado.
Esta tercera edad del capitalismo se caracteriza, entre otras cosas, por la substitución del jefe de empresa por la de “responsable” del proyecto (coach) o fabricante de redes (net-worker) que se limita a coordinar las actividades de unidades de duración existencial limitada. Los eufemismos políticamente correctos están a la orden del día: al despido individual se le llama desconexión por mutuo acuerdo, al despido masivo reestructuracióny al incremento del horario de trabajo (sin pagar horas extras) flexibilización horaria. El empleado es móvil, con muy poca fidelidad a la empresa que lo emplea. Esta funciona cada vez menos de modo interno, y externaliza sus servicios, abastecidos por la subcontratación y la precariedad.
La mayoría de los trabajadores, faltos de ningún tipo de cultura de clase ni de solidaridad horizontal, han internalizado estos conceptos, que se les inculcan ya desde la escuela, y se convierte en cómplices de su propia explotación. La temporalidad, la precariedad y la relación puramente individual del trabajador con la empresa forman parte de su paisaje mental, del que quedan excluidos conceptos como “trabajo para toda la vida”, “solidaridad horizontal” o “convenio colectivo”, considerados como anticuados y retrógrados.
La principal característica de este nuevo capitalismo reside en el extraordinario crecimiento del poderío de los mercados financieros. La consecuencia es la obsesión por la creación de valor para el accionista y una exorbitante exigencia de rendimiento del capital: del orden del 15%, aunque el crecimiento del PNB no supere el 4 o el 5%. La cotización de las acciones, que fluctúa de manera aleatoria, deja de ser el reflejo de la situación real de las empresas o de la economía. El valor económico se relaciona cada vez menos con un valor objetivable, y cada vez más con una riqueza virtual, con la ilusión de que la acumulación de títulos equivale a la acumulación de bienes. Al emprender una huida hacia adelante siempre a crédito, las acciones bursátiles se parecen cada vez más a asignaciones en potencia. La “burbuja” especulativa no cesa de crecer. Por otra parte, el consumidor empobrecido es animado a consumir a través de créditos, y el sistema corre el riesgo de explotar en cualquier momento y generar un “crack”.
La elite que controla todo este sistema constituye lo que Christopher Lasch ha denominado la “nueva clase”. Aquellos que controlan los flujos internacionales de dinero y de información, que presiden las fundaciones filantrópicas y las instituciones de enseñanza superior, gestionan los instrumentos de la producción cultural y fijan los términos del debate público. A diferencia de la gran burguesía que impulso al capitalismo en estadios anteriores de su desarrollo, la autoridad de la nueva clase no reposa en rentas de propiedad, sino en el dominio de la información, la competencia gestora y la inversión en una educación privada y especializada.
Hay que añadir a todo ello una falta absoluta de visión política, porque la principal preocupación de esta nueva clase no es la mejor organización de la polis o la defensa del bien común, sino el funcionamiento armonioso del conjunto del sistema que la hace existir en tanto que clase dominante, que se resumen en la promoción de la mundialización en todos los terrenos, frente a cualquier intento “reaccionario” de rebeldía.
El análisis tradicional de la estructura de clases (gran burguesía detentadora de los medios de producción, clase media de comerciantes, profesionales y técnicos, y clase obrera dedicada al trabajo manual) ya no sirve. Una brecha social creciente separa a esta nueva clase, con su mundialismo, su gusto por las abstracciones, su parloteo moralizador y modernizador y sus grandes sueldos, frente a un “tercer estado” con trabajos precarios, poca formación, incertidumbre sobre su futuro, cargado de descontento, pero desorientado e incapaz de cualquier acción eficaz.
Si el individuo era el sujeto político del liberalismo, el neoliberalismo pivota sobre el post-individuo. Es un ser totalmente desraizado, que interpreta cualquier relación de pertenencia como una limitación a su libertad. En el post-individuo todo es potencial y su “libertad” se basa en la continua obligación de elegir. El post-individuo se reinventa continuamente a sí mismo y está orgulloso de su capacidad de adaptación a todo lo nuevo, desde el último cambio a sus condiciones de trabajo (casi siempre a peor) al último juguetito electrónico que las nuevas tecnologías ponen a su disposición.
La Geopolítica
Para acabar de entender lo que significa el neoliberalismo y la globalización es imprescindible incorporar un nuevo elemento: el análisis geopolítico. La globalización pretende extender un modelo, supuestamente universal por toda la Tierra, pero este modelo tiene un origen muy concreto: la civilización angloamericana. El mundialismo tiene una dimensión geopolítica, en cuanto gira en torno a una potencia dominante, los Estados Unidos de América, flanqueado por su aliado fundamental: Inglaterra.
La civilización inglesa es, según la definición de Carl Smith, la típica civilización del mar. Con un predominio de los valores comerciales y mercantiles, Inglaterra creó un imperio colonial, basado en la talasocracia, la explotación económica de sus colonias, y una política racista de segregación de los indígenas, a los que nunca se pensó en incorporar al imperio. La política exterior de Inglaterra con respecto a Europa fue siempre oponerse a cualquier potencia que pudiera ser hegemónica en el Continente (primero el Imperio Hispánico, después la Francia napoleónica y finalmente la Alemania de Bismarck y de Hitler), y conseguir, con éxito, cultivar siempre la enemistad entre Alemania y Rusia.
A la hegemonía inglesa substituyó la de los USA. Estados Unidos, que nació de la independencia de las colonias inglesas, formadas básicamente por pertenecientes a diversas sectas puritanas, y que asimilaron posteriormente a toda la inmigración procedente de Europa, es el ejemplo paradigmático de “País Nuevo”, sin raíces y sin pasado, y con una curiosa mentalidad de “pueblo elegido” (el destino manifiesto) que se cree imbuido en el derecho, y, a la vez, la obligación, de exportar e imponer su modo de vida al resto del planeta. Su política, tanto interior como exterior, está basada en una curiosa doble moral: mientras proclamaba los Derechos Humanos exterminaba a los nativos y mantenía la esclavitud de los negros; siendo la única potencia que ha utilizado la bomba atómica se embarca en una cruzada contra las armas atómicas de los otros: Irán no puede tener armamento atómico, pero se tolera que lo tenga Israel. Hay que combatir las dictaduras de Hussein y de Assad, mientras que se apoya al régimen Saudí, que es una monarquía absoluta teocrática o al estado genocida de Israel.
Si la globalización se puede considerar, desde el punto de vista cultural, como una imposición a toda la Humanidad de los modelos de vida americanos, desde el punto de vista geopolítico significa el predominio militar, tecnológico y económico de los EEUU. Sirva de ejemplo el hecho de que la moneda de cambio internacional, el dólar, es la moneda de los EEUU.
Frente a esta unipolaridad, representada por EEUU y sus súbditos, y a la que eufemísticamente se le llama la “comunidad internacional”, hay estados que se resisten. Algunos no revisten ningún interés por su escasa relevancia política y económica, como es el caso de Corea del Norte o de Venezuela. Pero el bloque Eurasiatico, liderado por la Rusia de Putin merece especial atención. Su intervención en el conflicto de Siria está resultando decisiva. Este conflicto es complejo: por un lado el tradicional conflicto entre chiitas (liderados por Iran) y Sunitas (liderados por Arabia Saudí); por otro lado el conflicto entre el Islam más fundamentalista (liderado por Arabia Saudí) en contra de los regímenes laicos y nacionalistas árabes (el baasismo) representado por Siria; pero por encima de todo el intento de EEUU de destruir estos regímenes nacionalistas árabes y semisocialistas (Iraq, Siria) y reforzar a su gran aliado en la zona: el Estado de Israel.
La ayuda indiscriminada de EEUU y sus satélites europeos a la insurgencia siria (los supuestos “demócratas” contrarios al “dictador” Assad) ha supuesto el crecimiento y desarrollo del Estado Islámico y de Al-Qaeda en la zona. Curiosamente estas organizaciones se nutren, en altísima proporción, de gentes procedentes de Europa, hijos y nietos de inmigrantes, que han crecido en los suburbios de las grandes ciudades europeas, sin raíces y sin identidad, que encuentran en este Islam globalizado una manera de descargar su rabia y frustración, y que son la prueba más evidente del fracaso de la multiculturalidad buenista.
La intervención decidida de Rusia a favor de Siria, con el apoyo de Irán, de las milicias de Hezbollah y de los kurdos, ha hecho cambiar los equilibrios y la derrota de EI parece próxima. Pero la derrota de EI es también la derrota de Arabia Saudí, de los intereses del Estado de Israel y, sobretodo, de EEUU y sus súbditos.
Cualquier movimiento político contrario a la globalización y a la hegemonía de los EEUU y por el derecho de los pueblos debe considerar a Rusia, al bloque Eurasiático y al eje Moscú-Teherán-Damasco como su aliado objetivo.
Conclusión: necesidad de un polo metapolítico en España
De todo lo dicho se deduce que la posibilidad de creación en España de un movimiento político que recoja, aunque sea parcialmente, los postulados de la Cuarta Teoría Política, está condicionado por la creación previa de un polo metapolítico, capaz por una parte de implementar esta Cuarta Teoría Política, y por otra de difundir sus temas y debates en la sociedad civil. El embrión de este polo metapolítico lo tenemos en la revista Nihil Obstat, la revista La Emboscadura y en la Editorial Fides, pero debemos hacerlo crecer, coordinarlo con otras iniciativas (El Manifiesto, Posmodernia, Cuarta Teoría Política en Español…) así como con las distintas iniciativas asociacionistas, como la red sociocultural Desperta, que se están dando al margen de los partidos políticos.
Desde aquí hacemos un llamamiento en esta línea.
(Conferencia pronunciada en la I JORNADA DE METAPOLÍTICA, organizada por la revista Nihil Obstat. Madrid, 21 de mayo de 2016.)