Al chaval que vende farlopa en la avenida de los Menceyes de Candelaria (Tenerife), hace meses que lo conozco. Forma parte de un grupo de menas acogidos por el gobierno de Canarias y alojados en una población cercana desde el pasado noviembre. Durante este tiempo, ha ocupado sus ratos libres —o sea, todos—, en aprender el idioma y jugar al fútbol cada tarde en las instalaciones municipales. Se da buena maña con el balón, igual que la mayoría de sus compañeros de aventura. Organizan unos partidos juveniles entre África y “el resto del mundo” que son dignos de verse. Mas he aquí que los días de custodia vigilada del muchacho africano terminaron, por motivos que ignoro al igual que desconozco su país de procedencia, no digamos su nombre y demás circunstancias personales. Lo único que sé: ha dejado de estar bajo el cuidado de la administración española y ha tardado en convertirse en un esclavo, en manos de las mafias que mueven la droga en Canarias, lo mismo que tarda una cría de gorrión en caerse del nido y ser presa de los gatos.
Esta mañana, 2 de mayo festivo, lo he vuelto a ver cuando acudía de compras al supermercado. Bajo la apariencia de vendedor callejero de quincalla artesanal exótica —ya saben: pulseras, colgantes, pendientes…—, se dedicaba a lo que muchos muchísimos en sus mismas circunstancias. Con una discreta mochila colgada a la espalda, donde guarda las cantidades justas para no tener demasiados problemas si es detenido, allí que estaba, entre la multitud de un día festivo en lugar de costa concurrido, esperando a la clientela habitual.
No es el único, ya decía. Ni por lo remoto es el único. Desde que empezamos con la feria pandémica, los cauces tradicionales de distribución de sustancias ilegales como bares, discotecas, hoteles, restaurantes, clubs de alterne y chiringuitos varios se secaron. El confinamiento fue un golpe mortal para este negocio. Las medidas de restricción de movilidad poblacional y la bajada espectacular de la afluencia turística no ayudaron precisamente a la recuperación del “sector”. Los traficantes afincados en Canarias —comunidad autónoma que más consume y donde más se menudea—, se vieron en una situación comprometida: atender a las necesidades de distribución de los productores en origen —entiéndase, las mafias colombianas, mexicanas, bolivianas y venezolanas—, sin un mercado capaz de asumir la enorme oferta estancada. La solución de urgencia: poner a los africanos ilegales, por lo general dedicados a la mantería, a vender droga por las esquinas. Durante los pasados meses resultaba surrealista y apocalíptico contemplar —con propios ojos—, cómo emporios turísticos de la magnitud de Los Cristianos, la Playa de las Américas, el Puerto de la Cruz y otros enclaves decaían hasta un paisaje desolado de calles vacías, establecimientos cerrados, persianas metálicas echadas y playas con tres o cuatro bañistas en épocas que, en otras épocas de normalidad, eran babélico tumulto. Eso sí, no falta ahora, en cada esquina de esas calles vacías, un/a africano/a ofreciendo cocaína a los escasos viandantes. El tráfico hormiga se ha convertido en una curiosidad turística más, entre las muchas de esta región.
Esa es la normalidad en Canarias al día de hoy. Sobre la anomalía democrática que se ejecuta a diario en estas tierras isleñas prometo hablar en otro artículo. La realidad cotidiana, sin embargo, revela la miseria y el abuso que se ceban con las víctimas del tráfico de personas: de la patera al centro de internamiento, de allí a la puñetera calle, y ya en la calle… a hacer la calle. Las oenegés solidarias morrocotudas, los open arms dedicados al transporte de ilegales, los chicos de amnistía internacional obsesionados por los derechos de los acogidos, despreocupados por el destino de cada uno cuando finalmente son “libres”, pueden descansar con el alma tranquila. Han hecho su trabajo y han cumplido con su exquisita conciencia mundialista. Y las mafias del narcotráfico ya tienen un esclavo más al que exprimir hasta que el presidio, la pobreza o la misma droga acaben con él.
Sí, conozco al chaval que esta mañana vendía farlopa en la avenida de los Menceyes. Es risueño y emana una energía como virginal, auténtica, igual que la mayoría de los suyos. Y juega al fútbol de maravilla. Pero nadie va a rescatarlo de la mugre moral en la que gentes de ética superior lo han metido, ni que tenga maña con el balón ni que sea muy simpático. Los ilegales son la mano de obra inmediata, necesaria, para los oligarcas mundialistas que construyen un futuro obligatorio de desarraigo, barbarie y muerte. A ese mismo futuro estamos todos convocados, vengamos de donde vengamos y seamos quienes seamos. Para esa gente, todos somos “migrantes” y esclavos en potencia.
O alguien lo arregla, o es lo que hay.