Neolengua, más allá de la anécdota

Neolengua, más allá de la anécdota. José Vicente Pascual

Los jolgorios, chuflas y chirigotas que se organizan cada vez que a alguna ministra de cuota le da por cocear a la lengua española, son tan anécdota como las mismas burradas que salen por boca de las “miembras” y miembros afectos a la cofradía del disparate. Majaderos y majaderas siempre ha habido y siempre habrá, lo que no debería escandalizarnos ni llamar la atención más de lo necesario. El mundo es así y, por estadística, pertenece a los mediocres y los ignaros. Como dice el gran Rafael Álvarez El Brujo: a la mediocridad y la estupidez no hay que darles pábulo, ya se ayudan solas. En tal sentido, me parece desproporcionada la avalancha de comentarios, artículos —éste incluido—, memes en las redes sociales, chascarrillos y demás repudios que han circulado tras el célebre discurso de la no menos famosa Montero, sus “niñes” y sus pamplinas. Todo ello es muestra, sin duda, de una encomiable determinación de defender la lengua española, el tesoro espiritual y el tesoro material —material— del que somos legatarios, frente al empeño del aluvión moscorrofio por convertir el idioma en una verdulería donde la propaganda y la doctrina llevan precios de barato. Está bien esa actitud de reproche, ya decía, pero nos quedamos en la anécdota. Vamos a la categoría. Y allá que, efectivamente, vamos.

Lo que a esta gente le importa de verdad es la retórica. La suplantación de las ideas y la razón por los argumentos del diafragma, el cambiazo histórico del pensamiento por las emociones. Recuerden la máxima del maquiavelillo Iván Redondo: “La gente primero siente y después piensa”.

Lo que realmente les interesa no es destrozar el lenguaje sino pellizcar el estómago de quienes ansían inmediata satisfacción a su malestar intuitivo sin tomarse primero la molestia de pensar; de quienes necesitan con urgencia la aceptación de su manía disociativa cognitiva, la confirmación de que es bueno lo que les gusta y les conviene, y malo todo cuanto se parezca a lo contrario. Las ideas son un engorro, la retórica un camino ancho para la gandulería intelectual y la pereza mental. Es el método de Gerundio de Campazas, fraile de misa y olla que hizo fama por sus discursos para lerdos: no importa lo que digas sino cómo lo digas y, sobre todo, a quién se lo digas.

Entendámonos: el uso del “lenguaje inclusivo” —en realidad se trata de lenguaje exclusivo—, es tan antiguo como nuestro idioma y siempre se ha recurrido a esa figura del pensamiento para resaltar consideración y aprecio hacia quienes escuchan o leen un discurso. Desde el tradicional y socorrido “Señoras y señores” del orador en público a los vetustos “mugieres e varones, burgueses e burguesas” del Cantar del Mío Cid, la inserción de los dos géneros —o los tres, no vamos a hacer polémica de ello—, en la comunicación hablada o escrita, es un recurso elegante, legítimo e incluso recomendable en según qué situaciones. Retórica de cortesía.

Lo que parece menos recomendable es utilizar la inclusión tal como hace nuestra dirigencia pseudoprogre: al buen tuntún, según les dé o no les dé el aire. Una cosa que se habla a la buena de Dios no es idioma ni neolengua: es una parida. La machacona, estomagante recurrencia al “compañeros y compañeras, ciudadanos y ciudadanas, visigodos y visigodas” no conforma por sí ningún punto de vista especial, no dice nada, no aporta idea alguna: sólo nos ilustra sobre quién está hablando; nos describe al orador, lo identifica como “uno de esos”. De tal modo, cuando la ministra de igualdad dice “niñes” no está describiendo más realidad que a ella misma… Una materia, por otra parte, harto conocida y de sobra aburrida. Nos habla de ella y del mundo en el que a ella le gustaría vivir, un edén de ignorancia feliz y bondadosa inopia donde sujetos y “sujetas” como ella sean imprescindibles para administrar la dicha colectiva y lucrarse desorbitadamente como recompensa al gran favor que hacen a la humanidad.

De ahí, un paso al siguiente nivel: la posverdad. Si no importa lo que se dice sino cómo se dice, no importa la verdad sino el relato que sobre la verdad se establezca. Ejemplos hay tantos que no me apetece poner más que uno: los delirantes tuits del ex-vicepresidente del gobierno, clamando contra “la impunidad de la extrema derecha”, tras publicar él mismo unas fotografías con balas que, dice, le han enviado por correo. Antes que los hechos investigados, desentrañados y esclarecidos, el discurso. Antes que la verdad, la retórica de la posverdad. Esta gente sabe de sobra que la historia, la lógica, la cultura política y el avance del pensamiento humano han trasladado al cenicero del bisabuelo la cochambre ideológica que los alimenta —y de la que se alimentan—. Sólo les queda la retórica, y a ella se agarran como un mono a un columpio. O como una mona a un columpio, no se ofenda la ministra. Y esa es la desgracia: malo es que quieran desguazar el lenguaje y convertirlo en mecanismo útil a su máquina de embrutecer. Muy malo parece, desde luego; pero lo verdaderamente malo es que troquen cerebro por hígado y se pongan a la faena de quitarnos de pensar. 

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