En el marco de un régimen temporal que, caracterizado por el fanatismo de la economía, debe pensarse como eterno, inenmendable y, en definitiva, como Fin de la Historia, no puede haber espacio para la dimensión del futuro, para la praxis transformadora, para la categoría ontológica de posibilidad y para el plano de la historicidad. Por este motivo, la hodierna lógica ideológica en la que se condensa el espíritu de nuestro tiempo debe demonizar continuamente estas cuatro determinaciones mutuamente inervadas; de modo que se imponga, a nivel de imaginario, el eterno presente del capital imperfecto pero inenmendable, ineluctable y sin historia y, por tanto, entendido no como producto temporalmente determinado y siempre reprogramable de un hacer, sino como condición natural-eterna de la que no es lícito plantear ningún éxodo. Fin de la Historia, sensación de la férrea necesidad del todo, presente omnipresente y sentimiento frustrante de impotencia constituyen los rasgos sobresalientes de la actual constelación ideológica. Interpretado el requiem por la dialéctica, era necesario hacer lo mismo también por la historicidad, dada la relación simbiótica entre las dos.
El ordo oeconomicus de la presente fase histórica se caracteriza por su naturaleza absoluto-totalitaria, porque ha saturado el mundo (totalizándolo tanto a nivel real como simbólico) y así ha alcanzado la correspondencia in actu con su propio concepto. Las prestaciones imaginativas y la capacidad de proyectar futuros distintos han sido aniquiladas. Si en las sociedades premodernas era hegemónica la dimensión del pasado y en las modernas ha dominado el futuro, el contemporáneo paisaje posmoderno está comprimido sobre el presente, con añadida desestructuración de la historicidad como posibilidad real del cambio y del devenir abierto sobre las extensiones del aún-no-devenido.
La galopante eliminación forzada de la historicidad parece presentarse, en este contexto, como la plataforma ideológica ideal para naturalizar el capital como destino irrevocable: vale decir para laminar la determinación histórica, o si se quiere también, para sustraerlo de un devenir que, en cuanto tal, podría eventualmente conducirlo al declive, o incluso simplemente reactivar, en el imaginario colectivo, el inoportuno pensamiento de futuros alternativos. El tránsito al actual régimen de temporalidad del eterno presente se rige, por demás, sobre la supresión de los elementos dialécticos que, en la fase precedente, volvieron practicable el conflicto por un mañana alternativo.
La desestructuración de la conciencia de clase proletaria se configura, al par que la remoción de la historicidad, como función de referencia del nuevo marco del capitalismo absoluto-totalitario, que es vivido tanto por los oprimidos como por los opresores como un destino inevitable y, además, como una realidad natural, sustraída al devenir histórico y al sentido de la posibilidad que lo distingue.
El abandono del sentido histórico se caracteriza como una constante de la reflexión contemporánea. Esta última, en la forma -a la que ya estamos habituados- del aparente pluralismo multicéntrico y polifónico, profesa en plural una única verdad: la del pensamiento único dominante y la de su objetivo, la santificación sub specie mentis de la realidad en su estado actual. Se encuentra en una rica y desigual gama de formaciones ideológicas profundamente diferenciadas, cuando no opuestas. Engloban desde el pensamiento posmoderno (que neutraliza el sentido de la historia haciéndola estallar en una miríada caótica de eventos sin relación y, por lo tanto, babelicamente desprovistos de un significado que vaya más allá de la rapsodia del puro acontecer) hasta la filosofía analítica (con su supresión programática del «factor historia» en el pensar filosófico), encontrando sistemáticamente en el desgastado teorema del end of history su propia implícita función expresiva de referencia.
Incluso las posiciones aparentemente más incompatibles se revelan, si son leídas con transparencia, como secretamente solidarias en su función expresiva de tipo antihistórico. Su trasfondo común sigue siendo lo que, con razón, podría ser nietzscheanamente connotado como un tránsito desde la ochocentesca «enfermedad histórica«, que aspiraba a reconducir todo hasta el terreno de un devenir privado de su inocencia por la carga de la los dispositivos cronosóficos de las filosofías de la historia, hasta la contemporánea “enfermedad antihistórica”, que pretende ajustar cuentas definitivamente con la dimensión de la historicidad. Que el axioma del Fin de la Historia es portador de un valor ideológico intrínseco y que, como la manida fórmula «globalización», esconde una actuación prescriptiva bajo el barniz de una aparente descripción anodina, resulta, por otro lado, evidente.
A sufragarlo viene el hecho de que, con el eslogan de Fukuyama, no se ofrece expresión teórica sólo, ni sobre todo, a la efectiva condición profiláctica tras la caída del Muro de Berlín, último bastión -aunque fuera a nivel imaginativo– contra la mundialización mercadista (en este sentido, es significativa la rápida reconfiguración, en la ex República Democrática Alemana, de las cátedras de hegelo-marxismo en enseñanzas de filosofía analítica). Por el contrario, el axioma del Fin de la Historia compendia un programa ampliamente compartido por la cultura contemporánea en sus articulaciones más heterogéneas. Podría condensarse en la frase «acabar de una vez con la historia», de manera que los pueblos, las sociedades y los individuos se convenzan de que no existe otro mundo fuera del existente: en otras palabras, de modo que se persuadan de que la realidad agota la posibilidad, que el poder-ser es coextensivo respecto al ser, que el futuro no puede ser otro que el presente proyectado en las regiones del «aún-no» de blochiana memoria.
En esta acepción, el teorema del Fin de la Historia ejerce una función estratégica a ratos similar a aquel punto de inflexión que desempeñó el axioma del “siglo corto”, más allá incluso de las intenciones de su autor. En ambos casos, nos hallamos en presencia de fórmulas liberatorias que, por supuesto, son profundamente diferentes, pero que, de manera convergente, ponen enfáticamente el acento sobre el fin de dos realidades: el Novecientos y la dimensión histórica. Ambas dan voz al deseo, más o menos inconsciente, de liberarse definitivamente del peso de los numerosos problemas que el siglo de los extremos nos ha dejado sin resolver (desde la desigualdad entre las clases, los pueblos y las naciones, hasta el dilema de las guerras) y que, hoy más presentes que nunca, solamente pueden encontrar su eventual solución en una perspectiva histórica abierta al futuro, para la que el libre actuar colectivo sigue siendo la única garantía. Como si con el fin del Novecientos, adelantado nada menos que hasta la fecha-sinécdoque de 1989, se hubieran disipado las contradicciones que lo habían atravesado; o, en todo caso, como si estas, incluso estando presentes, fueran de algún modo declaradas fisiológicas en tanto insuperables en el teatro de una historia hoy llegada a su fin.
A pesar de las experiencias, cualquier cosa menos idílicas, en las que se ha encarnado, el espectro del comunismo materializado en el siglo XX ha desempeñado una triple función en positivo, que ni siquiera sus obscenos crímenes pueden menoscabar. Para empezar, ha constituido la mayor tentativa histórica de superar las relaciones de producción capitalistas a escala global, desempeñando, con el léxico de la teología política, el papel de Katechon, de «fuerza de frenado» (Aufhalter) –nominará Schmitt en El Nomos de la Tierra– frente al inmenso poder ejercido por la negativa mercadista. Asimismo, ha representado el intento más radical llevado a cabo por las clases subalternas, a lo largo de todo el acontecer histórico occidental, de derrocar las relaciones de poder clasistas establecidas y afirmar su propio dominio político, económico y cultural.
Finalmente, a nivel de imaginario, el comunismo histórico novecentesco hizo posible aquella estructura diárquica que acompañó gran parte del siglo XX y que, para bien o para mal, representaba la posibilidad y la pensabilidad de ser diferentes. Aún con todos sus macroscópicos límites, la presencia de la Unión Soviética -que igualmente ha prolongado el reino de la necesidad y monopolizado el nombre del socialismo– señalaba, aunque de manera no exenta de graves contradicciones, que el cosmos capitalista no era un destino ineluctable, ni el único mundo posible. Constituía un intento de refutación, en el plano de las ideas, tanto de la felicidad disponible cuanto de la naturaleza del modo occidental de ser y de producir. No es casualidad que la naturalización del capital se haya manifestado, en la forma más radical y vulgar del capitalismus sive natura, tras la caída del Muro de Berlín.
Una vez agotada la oposición dialéctica interna al régimen capitalista, fallida la fuerza de frenado del comunismo, eclipsada la conciencia infeliz burguesa y extinguido el pathos revolucionario de los esclavos del salario, el capital correspondiendo plenamente a su propio concepto pudo reflejarse ubicuamente en sí mismo, sin fuerzas residuales que amenazaran su reproducción integral. Ya no aspira mas que a mantenerse así eterno, demonizando preventivamente la eventualidad de un futuro diferente a través de los dos movimientos sinérgicos de la ideología de la inenmendable imperfección y del exorcismo de toda tensión transformadora, inmediatamente liquidada como antidemocrática, totalitaria, restauradora de las peores experiencias del siglo XX. El triunfante «reino animal del espíritu» pudo así afirmarse según el modelo naturalista que canta el Fin de la Historia y se impone como el-único-mundo-posible porque está naturalmente dado. Fin de la Historia, apraxia y desertificación del futuro son las expresiones qintaesenciales del escenario dispuesto a partir de 1989.
Todas las principales cuestiones de nuestro tiempo parecen reconducibles a un único esquema general, a un marco ideológico que las abarca todas. Se condensa en la irreflexiva creencia en la naturalización -y, por tanto, en la simétrica deshistorización- de lo existente, contrabandeado como un natural-eterno dado y, por consiguiente, privado de las huellas de su propia génesis histórica y social. Esta naturalización plantea, como su coherente función expresiva, la remoción integral de aquella perspectiva histórica que presentaba lo existente como el resultado temporalmente mediado y siempre reprogramable de un hacer.
Mostrando lo existente como no históricamente determinado y, por lo tanto, como natural y eterno, la omnipresente ideología de la naturalización puede blanquear como justo e irredimible el hodierno horizonte alienado de esa cosificación universal que reduce todo a la unidimensionalidad -tanto real como simbólica- del intercambio y de la producción de mercancías. La deshistorización se revela, por ello, el presupuesto secreto del dispositivo ideológico de la inenmendable imperfección. Naturalizar lo real equivale a idealizarlo (reabsorbiendo el deber ser en el ser y la posibilidad en la realidad) y responde al sueño ideológico que, cada vez con mayor capilaridad, pretende convencer a nuestras mentes de que lo existente no puede ser diferente y que, además, coincide, si no con la perfectio en cuanto tal, sí con el máximo grado de perfección posible, con la realidad tal como sólo puede naturalmente ser.
En la onda de esta eliminación de las huellas históricas, que -naturalizando aquello que es histórico- presenta el capital como el modo natural de ser, de pensar y de producir, la misma condición alienada en la que se halla la humanidad queda subrepticiamente naturalizada en el sentido ya anteriormente expresado: el hombre y su libertad se reducen al rito consumista, a la libre elección entre mercancías diversificadas y estilos de vida diferenciados, sin que jamás sea dado poder elegir entre la permanencia en la alienación planetaria o su superación de cara a optar por un estado de cosas más acorde con la razón.
Resulta ejemplar el caso de Hayek -a quien la religión neoliberal no cesa de tributar sus cultos-, que lleva a cumplimiento la naturalización de lo histórico definiendo como kovsmo el «orden» inmutable, natural y espontáneo del mercado. El propio hecho de que Hayek proponga calificar como “partido de la vida” (party of life) el programa neoliberal que orbita en torno a los dos focos del «libre crecimiento» y del «desarrollo espontáneo», es coherente con el dogma de la inenmendable perfección. Identificado tout court con la vida (en una no demasiado disimulada reducción de cualquier otra perspectiva a la dimensión de la muerte), el neoliberalismo viene así contrabandeado como la única modalidad posible de vivir en el mundo, encontrando su legitimación no tanto en sus presuntas virtudes intrínsecas, sino más bien en la negación de alternativas viables.
El pluralismo politeísta de los estilos de vida y las posibilidades existenciales prolifera siempre y sólo dentro de los perímetros blindados de la weberiana «jaula de hierro», metáfora absoluta del capitalismo transfigurado en destino ineludible. Vienen, así, hipostatizadas en formas natural-eternas tanto la reducción -hoy cada vez más escandalosamente ostentosa- del hombre a mercancía que circula libremente en el mercado (el «capital humano«), como su coartación a pensar el propio presente y a proyectar el propio futuro en la única dimensión limitativa y cosificante de la producción y del intercambio erigidos como horizonte único.
Deshistorizar la mirada -como si pudiera existir, siguiendo el sueño loco perseguido por gran parte del pensamiento contemporáneo, una «mirada a ningún lugar», no situada históricamente, políticamente y socialmente- equivale a reafirmar aquella distorsión prospectiva, con un alto índice adaptativo, que tiende cada vez con mayor énfasis a imponer la idea de que esto sea el único modo de vivir y de pensar, de producir y de habitar el espacio social: en una palabra, que esto sea el horizonte inexorable en el que permanecer ilimitadamente.
De esta manera, es desestructurada de raíz la posibilidad de pensar diferente y, con ella, de reprogramar alternativamente el futuro. Éste es el secreto del asimbolismo hoy hegemónico, con su tendencia patológica a recondicir cualquier cosa al plano de la objetividad aprospectiva, desvinculada de toda culturalidad y excluida del fieri histórico.
El hecho de que el Nomos de la economía tienda cada vez más frecuentemente a presentarse como algo dado natural-eterno, sin principio ni fin porque está sustraído a la norma del devenir, lo prueba el hecho de que las leyes de las finanzas son válidas hoy para los hombres como una necesidad natural y los propios movimientos del mercado, tan impredecibles como los terremotos y los tsunamis, se abaten sobre la sociedad con la misma inevitabilidad que las catástrofes naturales que -inenmendables, independientes de nuestra voluntad y, además, inscritas en el orden de las cosas- deben simplemente ser sufridas, registradas y contempladas con el gélido pathos de la distancia.
El mundo social producido por la praxis humana ha sido fetichistamente transformado en una realidad natural autónoma, en una presencia sustraída al devenir. En la realidad objetiva que tenemos ante nosotros ya no somos capaces de identificar los rasgos de nuestra praxis cristalizada, o sea hecha mundo y, por eso mismo, siempre reprogramable y nunca definitiva. Al contrario, en virtud de la mortificante lógica de la cosificación que transforma en cosa y, más concretamente, en objeto natural e inenmendable todo aquello que es histórica y socialmente determinado, descubrimos en el mundo objetivo la presencia amenazante e ingobernable de una naturaleza hostil a nosotros, independiente y soberana, que nos impone el doble rito de su conservación y de su obsequiosa veneración.
Los impredecibles incrementos de los spread, las incontrolables leyes de la economía, las caídas de la Bolsa, el movimiento en olas de los títulos del mercado, son todos objetos social e históricamente producidos, resultados «sensiblemente suprasensibles» -como habría dicho Marx– de un actuar humano que se desenmaraña en el teatro de la temporalidad histórica: y, sin embargo, son vistos como si fueran naturaleza ya desde siempre dada, sustraída a nuestro actuar y, por tanto, ni gobernable ni transformable. Su darse es inapelable: no se puede saber de dónde provienen ni cómo son posibles.
Ya desde estas impresionistas consideraciones aflora el entrelazamiento alquímico de crítica e historicidad. Si la reconducción del elemento histórico-social a la esfera de la naturaleza equivale a la aniquilación de la energía crítico-transformadora (y, además, constituye el secreto de la lógica ideológica), se sigue que, a la inversa, la historización de la prospectiva se sitúa como condicio sine qua non para el ejercicio de las dos instancias recíprocamente inervadas de la desmitificación crítica y de la praxis antiadaptativa. El hodierno presente ha sancionado la derrota de la crítica en el acto mismo acto con el que ha depuesto la historicidad.