No es el cambio desde abajo, es la revolución desde arriba

No es el cambio desde abajo, es la revolución desde arriba. José Vicente Pascual

(Viene de «Once veces NO al Nuevo Orden Moral. 01»)

Hace menos de un siglo a nadie extrañaba la política de frente popular asumida por los principales partidos de la izquierda en Europa (Francia, Italia, Alemania, España); una línea de colaboración política entre comunistas, socialistas y formaciones burguesas “progresistas”, alentada por Stalin y el PCUS, cuyo objetivo principal fue combatir electoralmente al “fascismo” —pongo el entrecomillado porque ni en Francia ni en España, desde finales de los años veinte del pasado siglo hasta mediados de los treinta, había un fascismo real al que combatir; el núcleo articular de aquellas coaliciones fue, como siempre, la conquista del poder y después ya se vería—. Por supuesto: la burguesía y los partidos de izquierda, a lo largo de la historia reciente, han coincidido en multitud de ocasiones, en momentos coyunturales y en proyectos a medio plazo, no sólo en sus intereses electorales sino en la prevalencia del discurso general sobre lo necesario al desarrollo de las sociedades en las que desarrollan su acción político/ideológica. No hay discurso más potente y más indiscutido en Europa occidental, desde 1945, que el antifascismo. Los desdichados países que sufrieron la dictadura soviética —incluida la propia Rusia—, apenas se ven legitimados para declarar el anticomunismo como un valor democrático. En Rusia, por ejemplo, es delito de opinión mantener públicamente, a través de cualquier medio, algo tan obvio como que el nazismo y el comunismo eran ideologías totalitarias, primas hermanas e igual de desastrosas para los países que las sufrieron. A pesar incluso de la declaración del parlamento europeo —19 de septiembre de 2019— sobre la importancia de la memoria histórica para el futuro de Europa, texto que condena sin paliativos los crímenes cometidos por los regímenes nazi y comunista a lo largo del siglo XX, mantener un anticomunismo, digamos, en alerta, es considerado de mala nota y sospechoso de reaccionarismo por parte de la biempensantía oficial. Seguramente el curioso fenómeno se debe a que la Rusia de Stalin, es decir, la Unión Soviética, aunque dio sus primeros pasos en la II Guerra Mundial coaligada con Hitler para invadir Polonia, acabó siendo aliada en “el bando de los buenos”. Como los enemigos de mis enemigos son mis amigos, Europa occidental y los Estados Unidos se mantuvieron impasibles y mirando hacia otro lado, en lo que concernía a los regímenes de Centroeuropa, durante el largo medio siglo en el que, tras la caída del nazismo, se prolongó la agonía dictatorial comunista en aquellos países. De la posición de los intelectuales europeos y norteamericanos mejor no hablar. De nuevo la coincidencia de intereses entre burguesía e izquierda imponía su lógica. Nada nuevo: “marchar juntos para golpear juntos” fue el principio del acuerdo; “marchar separados y golpear juntos”, el ideal de la izquierda; “marchar separados hacia el mismo sitio y alejarnos si se acercan”, el de las formaciones derechistas. Fuera como fuese, la atadura principal del nudo nunca aflojó. Hasta hoy.

A pesar de todo ello, se sorprenden algunos medios conservadores, algunos opinantes, algunos propagandistas de la derecha, de la asimilación por parte de las oligarquías nacionales y mundialistas de gran parte del discurso izquierdista que define el nuevo paradigma de ciudadanía domesticada, así como de articulación social en torno a principios comunes compartidos.

Claman: “¡Las grandes empresas, bancos, aseguradoras, medios de comunicación… se han dejado influir y “contagiar” por el programa de la izquierda, las agendas 20/30-20/50 y demás aberraciones comunistas!”.

De eso se quejan, y se equivocan. La agenda de transformaciones sociales, con especial incidencia en los factores clave del consumo energético y la nueva estructuración de la fuerza de trabajo, no es una ideación de las izquierdas sino una apuesta de futuro del capital más activo y las élites globalistas. En resumen, porque el proyecto está más que definido, se trataría de transformar paulatinamente la antigua y poco práctica “sociedad del bienestar”, de la que han disfrutado las clases trabajadoras y medias en occidente desde el fin de la II Guerra Mundial, para reconvertirla en una colectividad globalizada y precarizada, donde factores en otro tiempo determinantes como el arraigo, la identidad cultural, la familia al uso y la posibilidad de progreso personal se diluyen en aras de un rejuntado de gentes sin historia, sin tradición ni futuro, empobrecidos y atendidos en sus necesidades básicas por el Estado. Ese es el plan. Y como el panorama, en condiciones normales, parecería difícilmente digerible por las caprichosas masas, se vertebra el discurso en torno al urgentísimo acucio ecoambiental, una doctrina falaz pero muy eficiente por su rápida penetración en el ideario colectivo, según la cual el planeta está a punto de colapsar, o peor aún, ser devastado por el cambio climático, razón por la cual todos tenemos que sacrificarnos, trabajar menos, consumir menos, gastar mucho menos, tener menos dinero y menos de todo, comer insectos y paparruchas parecidas. Y por supuesto: la mejor manera de paliar el deterioro ambiental que suponen muchas tristes economías de Asia y África es trasladar a masas ingentes de trabajadores de aquellos países hasta Europa. Los Estados Unidos, Canadá, Australia y otros socios no están mucho por dar ejemplo en esta política de transmigración civilizacional, pero ven con buenos ojos que Europa se convierta en vagón multirracial y multicultural, o sea: desracializado y desculturizado; aunque eso sí: atiborrado hasta el vértigo. De nuevo, ese es el plan.

De tal modo, no hay publicidad de empresa alguna que no utilice los mismos conceptos empachosos, cansinos como mermelada a cucharones: sostenibilidad, respeto al medio ambiente y toda la batería eco friendly ya conocida. Los ahorradores de un banco ya no son gente que invierte sus ahorros en previsión de beneficios, sino ciudadanos concienciados que ayudan a la obra social y cultural de la entidad financiera; los mutualistas de una compañía sanitaria privada son, nada menos, “activistas de la salud”. Y así hasta el disparate.

No, indudablemente: el plan no es de la izquierda. El futuro está prediseñado por los de siempre, los que mandan y controlan el entramado económico. Que la izquierda, por conveniencia coyuntural, responda de maravilla al planteamiento y acuda campante y pastueña al ardid, no significa, ni de lejos, que lleven la voz cantante en esta comedia. Otra cosa, naturalmente, es que las mentes neoprogres piensen, con mayor o menor convencimiento y acierto, que en el río revuelto de la escasez y el desarraigo van a encontrar un caldo de cultivo perfecto para postularse como óptimos gestores de la ciénaga. Ese es otro debate y otro problema. La mirada actual sobre el conflicto, sin embargo, nos dirige a un ministro de consumo que anima a las gentes del común a alimentarse con bichos de seis patas. Ese es el mayor logro, en el terreno de lo práctico, que han conseguido hasta ahora.

Desde que en 2008, tras la quiebra de Lheman Brothers, quedase desacreditado para siempre el modelo de capitalismo popular cómplice, donde todo el mundo quería tener mucho dinero, todos al mismo tiempo, y a todos se había convencido de que esa bobada era posible, la idealización del sistema ha emigrado hacia otros paradigmas. De entre ellos, el fundamental nos aboca a sociedades resignadas a la pobreza porque la alternativa supone la destrucción del planeta. Ahí puede encontrarse el meollo de la cuestión.

En próximas entregas iremos desgranando —lo intentaremos— los diversos frentes “de ataque” del gran plan transformador orquestado por el Nuevo Orden Moral. Poco a poco, que prisa no hay ninguna.

Top