No es la libertad, es acatamiento de la indigencia como estado natural del ser humano

No es la libertad, es acatamiento de la indigencia como estado natural del ser humano. José Vicente Pascual

(Once veces No al Nuevo Orden Moral – 3)

La libertad de cada individuo era la capacidad de vivir conforme al propio criterio siempre y cuando no se atentara contra la libertad y el derecho de los demás. Digo “era” porque ya no es eso. Ahora la libertad de cada uno llega hasta donde dispongan la sensibilidad o la propensión a sentirse ofendidos de los otros. Si afirmo que la tierra es redonda y esa convicción altera de los nervios a los terraplanistas y les hace sentir marginados en el mundo implacable y elitista de la razón científica… Día llegará, por el camino que vamos, en que el achatado por los polos del planeta se considere una opinión más o menos respetable, una más entre la indecisión teórica sobre la necesidad de respetar la conciencia de las minorías en asuntos de descripción geográfica. Dicho en criollo, la libertad ya no es un atributo del espíritu humano sino una discreta concesión que sobrevive bajo el ruido de las masas y mientras no despierte la furia de los necios, sean mayoría o los más gritones de la minoría.

Aunque la libertad de expresión es la angular de toda democracia —en realidad la única, pues todas las demás dependen de su real existencia—, este abandono del ejercicio y del concepto mismo de libertad concierne a lo íntimo de cada conciencia —gran época para la autocensura—, de tal manera que todos reconocen la dejación, incluso la ausencia, pero todos se acogen al consuelo de que los demás no son más libres y, en realidad, nadie es libre. La forma de vivir libremente sin perturbar las convicciones del vecino, según el pensamiento neoprogre, consiste en no vivir libremente, a sabiendas de que en el fondo de nuestro santiscario callan temblorosas las certezas que consideramos impronunciables, sujetas a contención porque exponerlas al aire libre nos acarrearía el linchamiento de los bondadosos ultrajados.

Esta reducción al folio en blanco, naturalmente, tiene su correspondencia en los ámbitos de la relación social, de la práctica política y, desde luego, del desenvolvimiento económico en el seno de la comunidad. No seamos ingenuos. Bien, es cierto que lo somos a menudo, en exceso, mas procuremos serlo un poco menos: no existen fenómenos en la superestructura ideológica que no vengan determinados —con todos los matices y sutilezas que se quiera— por un previo diseño del establecimiento normativo en la base económica sobre la que se afirman las colectividades humanas. Si nadie es libre para expresar la verdadera índoles de su pensamiento, nadie es libre para disponer de su desarrollo personal en ningún terreno, mucho menos para creer que saldrá adelante en la vida mientras no lo hagan —que no lo harán—, todos los que potencialmente puedan “quedarse atrás”. La pobreza intelectual es el aliño ideológico perfecto, el más adecuado, para la pobreza material. Pongo un ejemplo. Hace años, en la Habana, conversando con un matrimonio de profesores jubilados, me ilustraron perfectamente sobre la cuestión: «Aquí nadie piensa en la libertad y la democracia», me dijeron; «aquí la gente piensa en lo que va a comer mañana».

Decía el judío granadino Semuel Ibn Nagrela que nada aparta tanto de Dios al hombre como la pobreza, pues “la extrema necesidad lleva a la extrema atención al sustento de cada día, olvidando el creyente los santos pensamientos que lo unen con el Altísimo”. Perfectamente parafraseable en estos tiempos resulta la máxima de Nagrela: quien vive en la precariedad nunca es libre, y la degradación material y espiritual de los individuos llega al extremo de olvidar que no son libres, que el acucio del día a día los reduce a entes sin pulso anímico y sin más esperanza en la vida que durar mientras esto dure. El panorama, desde cierto punto de vista, es desolador; pero desde otro punto de vista, igualmente cierto, es idóneo para las élites globalistas que controlan el mundo, especialmente nuestro entorno geopolítico occidental. “Trabaja, consume y muere” es el lema existencial sagrado de los nuevos amos; la precariedad universal, su arma definitiva; y la euforia paroxística en el trasvase de gentíos innúmeros desde los países pobres a los desarrollados, para igualar por la base a las masas sumisas —es decir, en la pobreza— parece su método preferido aunque no el único.

No exagero, no hago retórica. Al menos eso intento. Casuística de sobra hay en la historia, especialmente en la “Historia de la Igualdad” entre los seres humanos, que confirma este convencimiento. “¿Libertad, para qué?”, rezaba el principio leninista que, por otra parte, fue título de uno de los libros más relevantes del momificado teórico: ¿para qué queremos libertad de deambulación, de elegir a nuestros gobernantes, de expresarnos, si, en la práctica, la desigualdad social imposibilita el ejercicio efectivo de esas libertades? ¿Para qué le servía a un campesino ucraniano, a principios del siglo veinte, la libertad de viajar por el mundo si en toda su vida y por dos vidas que viviese no podría salir de su terruño? La solución fue drástica, se igualó a todos por el rasero del campesino paupérrimo —a todos menos a quienes mandaban, lógicamente— y se prohibió la libertad a todos. Y todos iguales.

Pero hoy la gente viaja, claro está. Ahí están los vuelos baratos para que el precariado pueda comportarse como divas de la ópera en los aeropuertos. Y la gente consume siempre que puede, y somos solidarios con la inmigración y estamos encantados de nuestras sociedades diversas y multiculturales y etcétera. Ninguno de los aún no precarizados se imagina en la parte menesterosa de la ecuación. Ninguno piensa que la autolimitación de su libertad es un salvoconducto gratuito, entregado a los dueños del invento, mediante el cual tarde o temprano hará mudanza al barrio de los sin futuro. Las banliueus parisinas y los lavapiés de hoy son la residencia de los ancianos de mañana, cuando no haya para pagar pensiones ni cama para tanta gente.

Si a pesar de todo creen que exagero o que hago retórica, visiten una manifestación de pensionistas y oigan lo que esa gente tiene que decir. Para ellos el futuro ya es hoy, y el hoy no se parece en nada al futuro que alguien les prometió ayer.

En fin, algo de bueno tiene el nuevo ordenamiento mundial: por no dar, ni siquiera dan falsas esperanzas sobre el futuro. Trabaja, consume y muere. Y si no morimos y hacemos demasiado bulto, eutanasia, tan legal y tan moderna.

Top