No es laicismo, es fe humana

No es laicismo, es fe humana. José Vicente Pascual

Once veces NO al Nuevo Orden Moral – 10

 

La fe es una capacidad del entendimiento —del alma, diría un creyente— que nos sugiere aceptar como verdaderas propuestas sobre el más allá que no pueden demostrarse y sobre las que no hay evidencia. Existe también una fe humana que nos aconseja confiar en el criterio del prójimo para asuntos importantes y sobre los que desconocemos casi todo, como hacen los enfermos con el médico, los clientes de un abogado o la señora/sr. que no tiene idea de mecánica y deja su coche en manos del técnico para que le solucione un problema de motor. La fe humana es importante para establecer vínculos de relación y colaboración operativos en las sociedades. Si no confiásemos en la sabiduría del médico, la honestidad del abogado o la pericia del mecánico, sería imposible desarrollar nuestra existencia con normalidad y nos pasaríamos la vida buscando en vano referentes indubitados a los que acogernos ante cualquier contingencia que requiera la asistencia de otras personas. Básicamente, el entramado convivencial se fundamenta en la fe humana, una presunción razonable de que los demás van a actuar, igual que nosotros, conforme a la ley, la buena fe, lo óptimo de sus conocimientos y lo más diligentemente que puedan.

El laicismo es la independencia —separación— del individuo, la sociedad y particularmente el Estado de cualquier convicción religiosa y de las obligaciones o derechos —privilegios— que emanasen de esa convicción. Está bien que la iglesia y el Estado estén separados porque las iglesias representan sólo a sus fieles y el Estado representa —debería al menos— al conjunto de la ciudadanía, sin excluirlos o discriminarlos por sus creencias.

Dejamos aparte, porque es otro debate, hasta qué punto la convicción religiosa y la propia historia de cada religión han intervenido e influido en la fragua de las sociedades modernas, de modo que es imposible concebir a la civilización occidental, el pasado y el presente de Europa y de España, sin el concurso del cristianismo, tanto como absurdo sería pensar en la realidad contemporánea de muchas sociedades de África y Asia —de la misma Europa, añado antes de que alguien haga la matización— sin considerar el papel histórico y la influencia del islam. Marginamos el asunto, decía, porque no es objeto de este artículo.

Resulta sin embargo significativo el esfuerzo de las corrientes laicistas modernas por refundar la propia noción sobre lo laico para convertir esta posición en argumento que deslegitime las ideas religiosas sobre el mundo, la historia y —llamémosla sin tapujos— la moral del común. En efecto, los laicistas acérrimos ya no consideran la religión un asunto privado sino un conjunto de creencias que, necesariamente, deben ir reciclándose y cambiando al albur de la ideología dominante de cada época. Si un católico, consecuente con su fe, se mantiene inalterable en el credo y va a misa todos los domingos, participa en la eucaristía, está decididamente en contra del aborto o de la consideración sacramental —matrimonio— de la unión de dos personas del mismo sexo, y encima se manifiesta contrario a que el aborto se considere un derecho, para los laicistas ya no es un católico sino un “ultracatólico”, es decir, alguien profundamente alienado por una serie de dogmas absurdos que necesita ser rescatado de su tremenda ignorancia y, en caso de renuencia, ser apartado de la vida civil y catalogado como pernicioso propagandista de ideas antediluvianas.

Ese es el laicismo moderno, la beligerancia absoluta contra toda propuesta religiosa que transcienda los rituales sociales y el folclore o no armonice con el discurso buenista, con especial inquina hacia el cristianismo. No hace falta decirlo: para los nuevos laicos, el resto de religiones son pintoresquismos culturales muy dignos de respeto. En lo que concierne a la fe cristiana, reactivamente enfrentan al dogma religioso una serie de dogmas humanos, basados en la fe humana, de muy difícil digestión para las personas de medianas luces y ponderado criterio. Creer en las verdades del Estado, sustentadas y alentadas por el elitismo globalista y el progresismo que venera la pobreza material y expande su universo ideológico hacia la miseria intelectual, es un solemne acto de fe, la apoteosis de las memeces más grandes que salieron de mente humana desde que, en tiempos de las guerras médicas, Jerjes I mandó flagelar al Helesponto como castigo a una tempestad que incordió sus planes de conquista. Ya lo decía Chesterton: «Se deja de creer en Dios y se empieza a creer en cualquier tontería». Se empieza a creer, por ejemplo, en que las personas nacen con un sexo por defecto, por cubrir el expediente dijéramos, aunque la verdadera condición sexual de cada individuo se manifestará con el paso del tiempo —no mucho tiempo, hay niños/as transexuales a los cinco años—, bien entendido que esa definición de la sexualidad de cada cual no dependerá en absoluto de la determinación biológica sino del entorno socio-cultural en el que hayan crecido; se empieza a creer estas cosas y enseguida se cree que los hombres transexuales tienen la regla, que criaturas de doce años están perfectamente capacitadas para extirparse los órganos sexuales sin consentimiento de sus padres o tutores, que la eutanasia es un remedio legítimo contra el desempleo y la pobreza —de momento muy minoritario, pero todo se andará—, que conviene despertar y alentar la sexualidad de la infancia en la escuela y a partir de los seis años más o menos, que el amor entre adultos y niños es una tendencia humana tan natural como cualquier otra —ah, el islam les da lecciones en eso—, que comiendo insectos cuidaremos el planeta y beneficiaremos a las demás especies animales, que no tener hijos es un acto de responsabilidad demográfica, que conducir vehículos eléctricos es una manera eficiente de luchar contra las adversidades climáticas, que gobernantes como Lula da Silva o activistas como G. Thunberg son paradigma de la sensibilidad y admirable referente sobre el moderno liderazgo, que cerrar el grifo mientras nos lavamos los dientes salvará nuestro mundo del cambio climático… Se citan estos disparates a modo de ejemplo y sin intención ninguna de resultar exhaustivo porque la lista de despropósitos sería larguísima y tampoco es cuestión.

Hace un montón de años, a principios del siglo XX, algunos astrónomos anglosajones, en Inglaterra y Estados Unidos, avanzaron una interesante teoría sobre el planeta Venus. Como era y sigue siendo imposible ver nada de su superficie porque la atmósfera es muy densa, dedujeron que si tantas y compactas nubes cubrían el planeta, necesariamente su superficie estaría compuesta por enormes humedales, bosques tropicales inmensos donde abundarían los pantanos, las algas y los helechos; en definitiva, un ámbito vegetal muy semejante al que había en el planeta Tierra en tiempos del jurásico. Conclusión: seguramente en Venus había dinosaurios.

Como no veo nada, sé que ha dinosaurios. Esa es la lógica del laicismo contemporáneo: como “nosotros, que somos los que sabemos, no sabemos nada de nosotros mismos” (F. Nietzche, Genealogía de la moral, prefacio), como lo ignoramos casi todo sobre el mundo en que vivimos y la naturaleza que nos acoge, como la existencia es un misterio y el ser una paradoja perpetua… tenemos que comer grillos. No soy creyente, me resulta muy difícil asumir que todo cuanto existe es obra creada por una inteligencia-voluntad superior, pero la fe humana que desautoriza la fe religiosa conforme a argumentos mucho más estrafalarios me parece ofensiva para, justamente, la humana inteligencia. Por el momento no creo en un Dios creador, pero creer que todo existe porque sí en vez de que todo no exista porque no, y que en un momento indeterminado de la larguísima siesta en el gran vacío surgió un chispazo generador del universo, y que ese universo se expandió conforme a leyes físicas de una precisión extraordinaria, que esa materia cósmica —es decir, ordenada—, evolucionó hasta producirse la vida en un rincón diminuto que navega inadvertido entre galaxias y constelaciones, y que esa vida prosperó hasta crear organismos celulares complejos, y que dichos organismos evolucionaron poco a poco, en el transcurso de millones de años, para culminar en una especie diferenciada de las demás que caminaba a dos patas y que en otro instante del prodigio sintió en su tejido neuronal y cerebral el latigazo de la conciencia, y que de aquellos milenios al presente todo ha ocurrido con la venia de un azar que me permite ahora mismo escribir este artículo… Todo eso por sí solo, porque sí y así son las cosas… Todo eso es mucho creer.

Entre lo uno y lo otro, lo humano es quedarse con la duda. Lo inhumano es la certeza. Lo estúpido es la fe humana del laicista sin más fe que en sí mismo, en su capacidad para convertir doctrinas descatalogadas por la historia y ocurrencias peregrinas en dogmas cívicos. Como dicen los castizos: para ese viaje no hacen falta alforjas.

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