No es nacionalismo, es latrocinio

No es nacionalismo, es latrocinio. José Vicente Pascual

Once veces No al Nuevo Orden Moral – 7

 

Las identidades regionales europeas no sólo tienen poderoso sentido en la historia sino que conforman el espíritu de nuestra civilización. De ahí que algunos imaginativos partidarios de la ingeniería social hayan querido unificar el concepto de identidad cultural con el de identidad nacional. El lema “Un idioma, un territorio, una patria, unos valores únicos compartidos” se inventó hace mucho tiempo y al mismo no fueron ajenos, precisamente, los grandes dictadores del siglo XX en Europa y América. Incluido nuestro dictador. La fórmula parece no haberse agotado. Reconvertir un entorno cultural para transformarlo en nación es el gran negocio de nuestro tiempo. Ya lo advertía Polidoro de Samos: “Roba una gallina y serás un ladrón, roba un país entero y serás emperador”. Roba un territorio y serás honorable president, o lendakari, o lo que proceda en cada caso.

Conviene recordar que Oriol Pujol, secretario general de Convergencia Democrática de Cataluña entre los años 2012 y 2013, hijo del honorabilísimo Jordi Pujol, fue condenado en 2019 a dos años y medio de prisión por varios delitos conexos, entre los que destacaba el tráfico de influencias. La estancia entre rejas de Oriol amén de breve —65 días— fue anécdota en el inmenso pantanal de corruptelas que subrayaron la trayectoria de CiU, desde la evaporación de 310.000.000 de las antiguas pesetas de Banca Catalana, dinerito que sirvió para montar las estructuras organizativas y electorales del partido, pasando por la institucionalización del famoso 3% de mordida en todos los negocios grandes y medianos en la comunidad autónoma, al caso de las ITVs, asunto que finalmente y como suele decirse estalló en las manos al clan Pujol, tradicional beneficiado de aquellos expolios. La sentencia de las ITVs fue una especie de “hasta aquí hemos llegado”, la definitiva licencia para sacar a la luz el constante y minucioso latrocinio al que habían sido sometidas la ciudadanía de Cataluña y la hacienda española. Los principales agraciados por el cierre del negocio nacional-pujolista fueron los consumidores, qué duda cabe, pues el proyecto megalómano y exorbitantemente codicioso de Oriol era, ni más ni menos, extender la obligatoriedad de las ITV a todas las instalaciones públicas o privadas dependientes de energía; los vehículos de motor eran sólo el primer paso, después vendrían las calefacciones industriales y comunitarias, después las particulares —de carbón, de gas, de gasoil, chimeneas de leña, acondicionadores de aire… —, y más tarde se pasaría a ascensores, escaleras mecánicas, grúas, extractores, deshumificadores, molinos de agua, eléctricos y por quema de combustibles… Todo lo que consumiera energía era susceptible de ser revisado conforme a los requisitos de las ITVs establecidos por el bueno de Oriol y sus amigos, independientemente de las revisiones que dispusiera la legislación española en los ámbitos de actividad propios de cada aparato. Se trataba de establecer un a modo de “certificados de seguridad catalanes” que habrían sido de obligado cumplimiento para todos; desde el jubilado que enciende el aire acondicionado en verano a la empresa de limpieza que utiliza pulidoras para dejar los suelos brillantes, nadie se habría librado del impuestazo técnico, un montante global desmesurado que habría ido a engrosar los bolsillos de los socios de los Pujol, la tesorería de CiU y las cuentas suizas y andorranas de la ínclita familia. Por fortuna para catalanes y no catalanes llegaron a tiempo el fisco y la fiscalía, se destaparon muchos de los negocios del clan y sus allegados, las sedes de CiU fueron embargadas y el partido pasó de sólido baluarte nacionalista a organización delictiva.

Todo lo cual —nadie se asombre— no influyó lo más mínimo en la pujanza que fue adquiriendo el independentismo en Cataluña a partir de 2010, año en que el Tribunal Constitucional declaró ilegales algunos artículos del nuevo Estatuto de Autonomía aprobado por referéndum en 2006. Un referéndum, es conveniente también recordarlo, en el que participó el 48% del censo, con una abstención sin precedentes en la historia de la democracia en España pero que, sin embargo, sirvió para que en torno a los resultados de aquella consulta (74% a favor de los votos emitidos, 34% del censo absoluto), se estructurase el discurso de construcción nacional e independencia que todavía pervive en nuestros días.

Cuando las élites determinan el futuro de una comunidad —en este caso élites locales—, los matices éticos que interfieran en el proceso de generación de conciencia identitaria adquieren carácter secundario, engorros, tropiezos que no afectan al núcleo principal de la cuestión. Esa es la gran coartada y la gran excusa del nacionalismo y el identitarismo de las oligarquías en la modernidad: ante la voluntad de ser en la historia, aunque se trate de la voluntad de una minoría frente al silencio y/o la resignación de la mayoría, no caben obstáculos legales. Que los Pujol, CiU, el parlamento de Cataluña y los políticos movilizados bajo la bandera independentista tuviesen —tengan— como propósito principal aunque no exclusivo parasitar un país entero, hacerse con su dominio y exprimirlo hasta agotarlo no resulta importante, mucho menos determinante para el resto de los naturales del territorio afectado. Si la gente quiere una patria, no disipa su entusiasmo el que muchos abrevados acudan a la nueva patria como moscas a la miel, con intención de aprovechar al máximo las oportunidades de enriquecimiento que la nueva situación les brinda; primero la patria y luego ya se verá. De ahí, la alianza entre bandidos y gatopardos que desde hace muchos años ejerce su hegemonía tanto en Cataluña como en el País Vasco; de ahí la incombustibilidad del discurso nacionalista. Cuando hay una causa “propia” y un enemigo exterior, en este caso España, al que achacar todos los males, la manipulación toma el nombre de compromiso y la mentira se convierte en arenga. Cabe recordar, por lo reciente, la explicación que hace unos días vertió la expresidente del parlamento catalán, Laura Borrás, sobre su condena de 4 años por cohecho: “El tribunal no ha obrado con justicia”. No le hace falta decir más, la maldad del enemigo se presupone y la bondad de los “nuestros” no tiene por qué demostrarse. Unos quieren ser nación y otros anhelan por encima de todas las cosas ser dueños de esa nación; ambas fuerzas combinadas resultan incontenibles. Cierto que en los últimos dos o tres años el empuje independentista ha decaído notablemente, pero debemos achacar esa pérdida de aliento a la desmovilización más o menos coyuntural, no a la desmoralización. Cuando las ideas se convierten en utopías, los delirios en ideales y el victimismo en discurso oficial de una comunidad, no cabe esperar que ese discurso se diluya por sí mismo. La niebla del nacionalismo no va a despejarse así como así y se propone durar mucho tiempo, todo el que haga falta.

Por alguna razón bastante incomprensible, la izquierda y las élites globalistas han decidido que esta bambolla, esa falsificación de la historia y el extrañamiento de la realidad —del hoy— que implica el nacionalismo, son algo muy progresista y muy conveniente para la causa de la justicia y la felicidad universales; quizás porque entre dos oligarquías que se enfrentan, la española y la de Cataluña, la primera es enemigo común y la segunda aliado circunstancial; quizás porque una Europa fragmentada, con estados débiles y con escasa capacidad de intervención efectiva en los asuntos políticos trascendentes responde a los intereses de las plutocracias internacionalistas. Puede ser una combinación de ambos factores. Sabemos de cierto que cualquier disparate que se les ocurra a los recientes inventores de naciones tendrá tarde o temprano su refrendo en el discurso buenista de la izquierda reaccionaria y, por supuesto, en la propaganda y reflujo mediático de quienes llevan la manija del dinero y el poder. Puede ser, en definitiva, que los poderosos y los aspirantes a compartir con ellos un huequecito en el paraíso global miren compasivos, en el fondo enternecidos, a aquellos que “a pequeña escala” luchan como pueden por hacerse amos absolutos de un país, porque su sueño es más ambicioso aún : ser dueños del mundo, o lo que más se le parezca.

A las leyes, indultos y trapicheos de nuestro gobierno con los nacionalistas me remito. Ya no hay voluntad de combatirles ni con las ideas ni con la ley, sino de exonerarlos, descargarles de responsabilidad, comprenderles y, en el fondo, ser como ellos. Ya lo decía el pintoresco Miquel Roca, venerable catalanista e inspirador del famoso aunque malogrado Partido Reformista Democrático, filial española de CiU: ¿Tomar España de ejemplo a Cataluña… ¿Por qué no?

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