Me vino esta mañana a las mientes un fragmento de la última entrevista concedida por Philip Roth al New York Times antes de morir. Lo reproduzco a continuación. Merece la pena leerlo:
«Ahora es sorprendente estar todavía aquí al final de cada día. Meterme en la cama por la noche, sonreír y pensar: «Viví un día más». Y luego es sorprendente despertar ocho horas después, ver que es la mañana del día siguiente y que sigo aquí: «Sobreviví otra noche». Pensarlo me hace sonreír otra vez. Me duermo con una sonrisa y me despierto con otra. Me encanta seguir vivo. Además, cuando esto sucede, como ha sido semana tras semana y mes tras mes desde que comencé a cobrar mi pensión, produce la ilusión de que nunca terminará, aunque por supuesto sé que puede hacerlo en cualquier momento. Es como jugar una partida todos los días; una partida de apuestas altas que ahora, incluso en contra de las probabilidades, simplemente sigo ganando. Ya veremos cuánto me dura la suerte».
Entiendo a Roth. Él había dejado de escribir cuando concedió esa entrevista. Yo, que casi acaricio los ochenta y cinco años, todavía no he tomado esa decisión, pero a veces se me pasa por la cabeza y no es imposible que la tome. Mi acedia, como debió de ser la de Roth, es inexorable fruto de la edad, de lo que los latinos llamaban taedium vitae y de la falta de tiempo. «Todas las horas hieren», decían, «pero la última mata». Ése es el dictum que hoy sirve de título a mi automoribundia. Cuando se dobla el cabo de los ochenta años, vivir es un negocio incierto. Llega un momento en la vida en que es posible que todo se haga por última vez. El último coche. Los últimos zapatos. El último libro. El último hijo. La última novia…
Y el epitafio.
Jack London ‒dos de sus novelas me deslumbraron: Martin Eden (todos los escritores en agraz deberían leerla) y El lobo de mar)‒ se suicidó, pero antes de arrojarse al mar desde la popa de un barco en busca de esa muerte, expresó sus últimas voluntades… Son apócrifas. Se le atribuyen, pero encajan con su personalidad. Decían: «No desperdiciaré mis días tratando de prolongarlos».
Según, según… ¿Y si esos días siguieran siendo tan azules como lo fueron en la infancia aunque no lo fueron en la suya?
«Prefiero que mi chispa se consuma de un fogonazo a que la podredumbre la sofoque», añadió. Y yo me digo: ¿qué más da?
Hay días chungos, días borrosos y emborronados, días en los que las flores del mal abren sus pétalos en las cunetas del alma y difunden su ponzoña en todos los rincones de la conciencia. Decía Gil de Biedma, en verso repetido hasta la saciedad de la sociedad, que envejecer y morir es el único argumento de la obra. Si lo segundo es cierto, y lo es, poco importa lo primero. ¿Envejecer? Sea. ¿Morir? ¡Si no hay más remedio! Lo malo es no ser o haber sido lo que no se es. Quizá sea ése el único argumento de la vida. Me pongo como ejemplo…
No me gusta hablar, y lo hago a menudo en público, aunque rara vez en privado.
No me gusta que se hable de mí, y hablan.
No me gusta ser conocido, y lo soy.
No me gusta hablar por la radio, y hablo.
No me gusta dar conferencias, y las doy.
No me gusta la docencia, y he sido profesor durante muchos años.
No me interesa la política, y opino sobre ella.
Me gustaría ser un gato, y no lo soy.
Me gustaría vivir oculto, y no hay manera.
Me gustaría haber sido cartujo, y no lo fui.
Me gustaría ser monje de clausura, y no lo soy.
Me gustaría ser inmortal, y voy a morir.
Mi vida… ¡Qué fracaso! Y, encima, cree la gente que siempre he hecho lo que me daba la gana.
Crisis exógena (la de España, la de Europa, la del mundo) y crisis endógena: la mía. Creo que fue Woody Allen quien dijo aquello de que Dios ha muerto, Marx también y él se encontraba pachucho. ¡Pues anda que yo!
Y me pregunto… To be or not to be? Lo segundo, lo segundo… That is el desenlace de la tragedia. Cosas así son, supongo, las que sólo deben susurrarse en la penumbra del confesonario, en el diván del psicólogo o en el trasportín del coach, pero yo no tengo cochero ni psicólogo ni confesor. ¿Quizá al oído de la mujer amada? Me consuela creer que vejez no siempre es sinónimo de senilidad. ¿Seguro? A esa hipótesis me acojo. Stevenson dijo a su médico, que lo conminaba a vivir de modo menos desordenado para no poner en riesgo su salud y morir joven: «Doctor, siempre se muere joven».
La decrepitud puede ser un buen asunto literario a condición de que quien la describa no esté decrépito. Se escribe como se ama. Y amar es palabra emparentada con respirar, con jadear, con suspirar… Vivir es una explosión: la conciencia se abre al mundo exterior. Envejecer es lo contrario: una implosión que no deflagra hasta el momento de la muerte, pero que estrecha el zoom de la conciencia. ¿Y luego? ¿Por qué el ser y no, más bien, la nada, se preguntaba Heidegger? Yo pregunto: ¿por qué la nada y no, mejor, el ser?
Mi madre, admirada, decía a todo el mundo que yo nací sonriendo. No era, al parecer, una metáfora, sino una descripción. Me gustaría morir así.