El próximo 21 de julio se cumplen dos años desde el acceso de Pablo Casado a la presidencia del Partido Popular. En aquel XIX Congreso Nacional se imponía, con un 57% de los votos, a la todopoderosa Soraya Sáez de Santamaría, candidata del denominado aparato del partido. Unas reñidas primarias cerraron la etapa de Mariano Rajoy, desalojado prematuramente de la presidencia del gobierno y, por ende, de la jefatura al frente del Partido Popular.
Desde entonces y hasta hoy, el que fuera delfín de Esperanza Aguirre y acólito de José María Aznar, ha tenido que enfrentarse con la peor crisis de resultados electorales de la historia de su formación. En 2019, en las primeras elecciones generales celebradas en abril, obtuvo un raquítico 16,70% de los votos emitidos, lo que se traducía en 66 escaños al Congreso, de 350 en juego y, 55 senadores, de los 208 posibles. El batacazo fue monumental. Muchos cuestionaron su discurso, su capacidad para liderar el partido. El sector sorayista no había desaparecido. En las organizaciones provinciales y regionales se refugiaban muchos de aquellos que, de forma más o menos explícita, habían arropado a la vicepresidenta. Algunos incluso presidiendo instituciones provinciales, ayuntamientos y hasta gobiernos regionales. Casado era consciente de ello, había percibido durante las primarias la timidez, la ambigüedad y la llamada “neutralidad” de aquellos. El golpe fue muy duro. 71 escaños menos era demasiado. Además la presión se ejercía desde fuera, de un lado Vox, por la derecha, y de otro, Ciudadanos, por el centro. Jamás se había perdido tanto apoyo electoral y tanto terreno político. Pocos parecían confiar en el joven neoliberal palentino. Sin embargo, pese a su juventud, supo aguantar el durísimo golpe.
El adelanto electoral, ante la imposibilidad de formar gobierno a Pedro Sánchez, le benefició. El 10 de noviembre los resultados le fueron algo más propicios, aunque menos de los esperados. Con algo más de un 20% de los sufragios, casi setecientos mil votos más, y un aumento de escaños pasando a los 89 (veintitrés más) y 84 senadores (treinta más), había sobrevivido a la prueba de fuego que se le imponía. Sin embargo, su futuro no estaba garantizado. La disidencia interna sigue emboscada, taimadamente juega su partida en la trastienda sin asumir riesgos, ni desgastes personales.
Las elecciones autonómicas y municipales le aportaron aire en un momento de especial asfixia política. . Sobre todo en Madrid y Andalucía, en donde supo situar a sus candidatos, Isabel Díaz Ayuso y José Luis Martínez-Almeida. Juan Manuel Moreno Bonilla, presidente de la Junta de Andalucía, o Alfonso Fernández Mañueco, presidente de la Junta de Castilla y León, son otro cantar. Casado volaba pese a los obstáculos que, con mucho cuidado, debía ir sorteando. El cainismo es una forma habitual de relación dentro de la vida privada e íntima de los partidos. En todos, sin excepción, y a lo largo de todos los tiempos.
Las elecciones autonómicas del próximo 12 de julio, en Galicia y en el País Vasco, vuelven a poner al líder neoconservador en el punto de mira. Independientemente de los resultados, Pablo Casado pierde. No es una paradoja, me explico convenientemente. En tierras vascas las previsiones son poco halagüeñas, diría que muy sombrías. La coalición con Ciudadanos no da ningún rédito electoral y, el candidato oficial, Carlos Iturgaiz, rescatado del ostracismo en Europa a última hora, fracasará. El naufragio popular en aquellas verdes tierras es una crónica de una muerte anunciada, los mejores tiempos son un pasado cada vez más remoto. Pablo Casado pierde. En Galicia las cosas aparentemente son distintas. Alberto Núñez Feijóo, obtendrá su cuarta mayoría absoluta, salvo imprevistos. Gana el líder gallego, gana el Partido Popular y pierde Casado. La razón es obvia, desde la Xunta se han venido imponiendo condiciones a Madrid, se ha exigido reorientar el mensaje político de la dirección nacional hacia posiciones centristas, más moderadas, alejadas de las iniciales posturas del presidente nacional, más acordes con postulados de una derecha en los que Casado se encontraba cómodo. Permanentemente, desde Santiago se ha hecho una campaña de prestigio a favor de Feijóo. De forma fingida, timorata, aunque públicamente no declarada, presenta sus credenciales y méritos en Génova. Los éxitos en las urnas le preceden, el silencio de otros jefes regionales es demasiado sonoro. Es cuestión de tiempo. En la actividad política la ambición es una exigencia. El gallego la tiene, pero como Mariano, muy gallega. Pablo Casado pierde dentro de su casa.
Todavía recuerdo la tibieza, la fingida neutralidad de tantos compañeros durante las elecciones primarias celebradas. No posicionarse era la postura del cobarde, del desleal. Muchos quisieron permanecer en el anonimato, en la retaguardia. Era una forma de no prestar apoyo al candidato emergente, de no arriesgar la comodidad del sillón en el que se aposentaban. Alberto Núñez Feijóo fue uno de ellos. Quiso ver, en el peor momento de la historia del partido, los toros desde la barrera. El desgaste y el riesgo lo asumía el palentino. Sólo cabía esperar la situación propicia.
Pablo Casado no es tonto, lo sabe. Es consciente del reto. Pese a sus treinta y nueve años, atesora experiencia en la arena política. Es un superviviente, ha sobrevivido al naufragio. No está dispuesto a nadar tanto para no llegar a la orilla. Tiene que hilar fino, cuidar la retaguardia, valorar al amigo y colaborador sincero. Personalmente pienso que puede tener recorrido su carrera más allá de jefe de la oposición. Desde luego que si la derecha acomplejada se impone en el Partido Popular, su deriva ideológica será su seña identidad, la claudicación ante la izquierda militante y rearmada ideológicamente. España y los españoles no necesitamos eso. Es la hora de la verdad, nuestra Patria se está desangrando, los corsarios de la anti España están al acecho. Basta de complejos, basta de indolencia y bajeza de miras. Son muchas las cuestiones que ponen en juego nuestro destino como nación. Los chantajes para la gobernabilidad, desde posiciones socialistas, sin acuerdos, sin condiciones y nada que poder decir son un engaño. Pablo Casado no puede hacer de don Tancredo y ponerse de perfil, tiene que asumir el mando de su partido, el liderazgo de su organización. La laxitud, la endeblez del discurso no son aceptables. En política debe haber principios y valores desde los que interpretar el quehacer político, así lo reclama la derecha. El vaivén y lo cambiante según qué, según quién, es propio de la nada centrista.