El 21 de octubre del presente año se cumplirán 400 de la ejecución de don Rodrigo Calderón de Aranda en la plaza Mayor de Madrid. Caído en desgracia por andar involucrado en intrigas palaciegas, don Rodrigo ha pasado a la Historia por la entereza con la que se enfrentó a su ejecución capital. Dada su condición nobiliaria, era conde de la Oliva y marqués de las Siete Iglesias, fue condenado a la decapitación, en lugar del infamante ahorcamiento. Una vez en el cadalso, el marqués exhibió un temple que dio lugar a una expresión popular -«Tener más orgullo que don Rodrigo en la horca»-, pues, tras saludar y besar a su verdugo, le dijo: «Cumple con tu obligación».
No son sólo los siglos lo que separa a Calderón de Aranda, retratado en su día por Rubens a lomos de su caballo, del rapero Pablo Hasél, sino el opuesto comportamiento que ambos han tenido a la hora de enfrentarse al cumplimiento de sus penas, mucho más llevadera en el caso del rapero. El historial del ilerdense es largo. Desde 2014, Pablo Rivadulla Duro, que así se llama nuestro delincuente, acumula una pena de dos años de cárcel por enaltecimiento de ETA, los Grapo, Terra Lliure y Al Qaeda, a la que se suman nueve meses de prisión por injurias a la monarquía y a las fuerzas de seguridad. A estas condenas hay que añadir una de 2017 por un delito de desobediencia a la autoridad y otra de 2018 por allanamiento de local. Todo ello ha determinado que Rivadulla deba cumplir una condena de 2 años y 9 meses de prisión, seis de inhabilitación y afrontar el pago de casi 30.000 euros de multa.
Abismado ante el cumplimiento del plazo establecido para su ingreso en un centro penitenciario, Hasél, receptor, entre otros, del apoyo mediático de condenados como Isabel Serra y Pablo Echenique, se encerró en el rectorado de la Universidad de Lérida donde, junto a un grupo de adeptos, se dio a la tarea de levantar barricadas con los para él desusados pupitres y sillas, en la vana ilusión de permanecer allí resistiendo a una policía cuya irrupción en la universidad no vulneró la autonomía otorgada a la institución, pues esta se circunscribe a la libertad de enseñanza. Finalmente, don Pablo, que ya enmanillado berreó un «Nunca nos callarán. Muerte al Estado fascista», fue detenido al alba por los mozos de escuadra y conducido a la prisión de Ponent, ofreciendo una excelente excusa para que jaraneros, alborotadores y cataborrokas, vandalizaran Lérida, Barcelona y otros lugares, mientras los medios dedicados a la erosión de la nación española volvían a señalar la pretendida anomalía patria.
El cobarde y probablemente rentable encierro de Hasél recuerda, en cierto modo, al proceder de aquellos que se acogían a sagrado, es decir, a quienes se refugiaban en las iglesias para escapar de la acción de la justicia civil. De hecho, el hábito de Hasél bien pudiera haber acabado impregnado de aires de sacristía. Al cabo, no son pocas las iglesias catalanas que exhiben los símbolos a los que es afecto el rapero. Sin embargo, en estricto e involuntario cumplimiento de la inversión teológica, el compositor optó por una institución más humanista y menos sacra, la universidad, auténtico vivero lazi, sin que los dones del reino de la cultura, sustitutivos de los provenientes del de la gracia, le procuraran la buscada protección.
Termina así, al menos momentáneamente, el patético numerito de Hasél, innoble antirrodrigo para el que Unidas Podemos solicitará el indulto, que por estas y otras bermejías, tendrá su hueco dentro del hispanófobo elenco, acaso en el papel de bufón, en el que figuran Junqueras, Cuixart, Forcadell, Puigdemont y otros españoles enfermos.