Pegasus

Pegasus. José Vicente Pascual

El marxista viejuno que me habita, refutado aunque recalcitrante, suele estar alerta ante expresiones como “ideología política”. La ideología, por definición —marxista— es falsa conciencia, en las antípodas del pensamiento científico reivindicado y presuntamente puesto en modo praxis por los buenos lectores de El Capital. Cuando nos referimos a la “ideología política”, propia o de cualquier otro, en realidad estamos señalando nuestras convicciones éticas sobre la realidad y sus dinámicas a medio plazo; y esos convencimientos, fatídicamente, coinciden con nuestra visión sentimental del mundo. En breve: las ideologías, sin excepción, son una respuesta emotiva durable ante la controversia social. Otra cosa son las doctrinas, los idearios, las cosmogonías y las conjeturas/teorías psicosociales o socieconómicas, cada una de ellas dotada de un atributo cordial bastante reconocible. Por ejemplo:

El pensamiento conservador suele ser afectivo y se caracteriza por su impresionabilidad: cualquier disturbio lo conmueve y dispara alarmas pre-apocalípticas; el pensamiento progresista se inclina hacia la incomodidad ambiental, algo inadaptado y siempre malquistado con el fondo dramático de la existencia humana; el pensamiento liberal —si hubiera tal cosa—, propende al escepticismo y cierta impavidez ante los conflictos humanos, lo cual, en ocasiones, lo hace muy antipático, justamente por su falta de empatía.

Y luego está —ya que ponemos ejemplos—, el pensamiento nacionalista, caracterizado universalmente por la cara dura y la jeta impresionante que le echan sus adeptos y no digamos sus propagandistas más destacados. Pero no crean ustedes que se trata de un rostro de cemento normal, el que gastamos la inmensa minoría cuando intentamos engañar al fisco en nuestra declaración de la renta y pecadillos parecidos, no, nada de eso: se trata de una desvergüenza sonrojante, de esa que produce bochorno ajeno. Es la delirante pretensión de que los demás —los aborrecidos no nacionalistas— somos idiotas mientras que ellos son muy listos; es la desfachatez del vendedor de crecepelo en andurriales donde no ha llegado internet y piensa que los lugareños son cándidos como el otoño, un cinismo procaz, estentóreo, sobreactuado, ridículo por lo exaltado. Enfermizo. Si las sociedades donde el nacionalismo es políticamente hegemónico —Cataluña, pongamos por caso— se comportaran en su latido cotidiano conforme a la hiperventilación descarada de la dirigencia local, el problema dejaría de ser político para trascender directamente hasta lo psiquiátrico. Nadie con sano juicio y entendederas normales puede compartir en su continuo convivencial tanta murga, tanto desuello, tantísimo impudor. 

Todo lo anterior, como bien habrán supuesto los sagaces y sufridos lectores, viene a cuento de la escandalera que han organizado los mandamases de la Generalitat de Cataluña por el espionaje del CNI a noventa o más personas vinculadas activamente al universo separatista, el ya famoso asunto Pegasus. Uno escucha las quejas del presidente Aragonés y no da crédito. “Han utilizado un programa del que se sirven los servicios secretos para espiar a terroristas y criminales”, dice, lamenta, y se queda tan ancho y tan contento. Oiga, que terroristas no serán los gerifaltes del independentismo —de momento, cuando la patria lo demanda los patriotas hacen cosas muy raras—; pero lo del crimen, vamos… No sólo ha habido y va a haber condenas a mansalva por un amplio abanico de delitos sino que ellos, contumaces, insisten en que no están arrepentidos por lo mínimo y lo volverán a hacer en cuanto tengan oportunidad. ¿Les parece que los servicios de inteligencia españoles no tienen motivos de sobra para meter un programa espía en sus móviles?

O sea, que sus señorías ilustradas separatistas consideran que están en su perfecto derecho de tomar las instituciones, ponerlas a su servicio, saltarse todas las leyes, pasarse la Constitución por el forro, tener una pantomima de “presidente” exiliado que dicta cada paso del “procés”, expandir “embajadas” a todo tren, planificar nuevas hojas de ruta del separatismo, todo ello a costa del erario público, que es el que paga su fiesta, o sea: con el dinero de todos los españoles… ¿y creen que van operar galanamente, dirigiendo toda esa tramoya, sin que el CNI siga sus huellas, cuanto más cerca mejor? Ya vale con el teatro. Que estén cabreados es normal, a nadie le gusta que le vean el culo cuando cree estar a resguardo en casita; pero que se indignen como ancianas porque el bingo está trucado, es de memos. Y si los memos no son ellos, ni somos los que no compartimos su retórica nacionalista, esa representación dramatizada sólo tiene un público agradecido posible. No quiero faltar el respeto a nadie, pero deben de considerar muy, muy memos a quienes los mantienen en la breva con la legitimidad de sus votos.

A todo esto, hablando de espionaje: están como para levantar la voz. Ellos, que se han apropiado y han manipulado el censo electoral para usar todos los datos posibles a beneficio de su golpe de Estado, los que han hecho listas de afectos y desafectos a la “república catalana”, los mismos que han depurado mandos policiales en razón de su simpatía o distonía hacia “la causa”… Esos mismísimos que llevan décadas olisqueando en la vida civil de Cataluña, detectando signos de discordancia con su dogma, multando a los comercios que no rotulan en la sagrada lengua vernácula, vigilando obsesivamente el cumplimiento de cuotas lingüísticas en la emisión de programas audiovisuales, en los cines, los teatros, las librerías… Esos mismos mismísimos que vigilan las escuelas a la hora del recreo para que los niños no hablen el odiado idioma castellano, esos, no otros, esos tapiceros de barato, se quejan de que les espían. A ellos precisamente, que se hicieron tan amigos de los hackers rusos dispuestos a echarles una mano en su simulacro de referéndum y subsiguientes maniobras fuera de la ley… ¡A ellos, que son ejemplo de honestidad y limpieza democrática! 

Venga ya con el rollo… Como decía Fernando Fernán Gómez: En casa propia no valen actuaciones, valen mentiras.

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