Pensamiento retroactivo

Pensamiento retroactivo. José Vicente Pascual

Mi amigo Javier Mira, concejal de Vox en el ayuntamiento de Sant Pere de Ribes, me cuenta que con el grupo municipal que mejores relaciones tiene es Junts per Catalunya, el partido de Puigdemont. Salvo en cualquier cuestión que afecte de cerca o de lejos al asunto del independentismo, sus conexos de la amnistía y demás propósitos desmadrados de Sánchez y el sanchismo respecto al nacionalismo, coinciden, especialmente en lo que concierne a la, digamos, “economía de lo cotidiano”. Se oponen a la ideología de género, al incremento de la presión fiscal, reniegan de la utilización del lenguaje “inclusivo” —más bien exclusivo— en los plenos municipales, comisiones y demás instancias de la administración local; votan en contra del adoctrinamiento lgtbi en las escuelas… Como quiera que el gobierno del municipio está en manos del PSC por mayoría absoluta y, encima, hay notable presencia de cupaires y comunes, los disturbios ideológicos de base son pan de cada día. El único amarre —medio amarre— que encuentra el bueno de Javier es el despotrique contra los delirios woke-adolescentes de la izquierda mientras se toma unas cañas con los derechones catalanófilos de Junts.

Cierto, la ruda doctrina sanchista y el discurso gramsciano para ninis de Sumar llevan años vendiendo la moneda falsa de que las fuerzas políticas nacionalistas en Cataluña y el País Vasco —básicamente, PNV y JxCat— son “progresistas” y conforman junto a ellos, en compañía de otros saltabalates como ERC, Bildu y las mafias insulares— una “mayoría de progreso”. Como dijo don Ramón de Campoamor nada más concluir su poema El tren expreso: “Progresistas, mis cojones”. Que la izquierda enclaustrada en la dogmática marxista de IU y el podemismo reciclado en brazos de Yoli asuman esta necesidad de “pacto histórico” tiene su lógica; que el partido de Sánchez pretenda que comulguemos con la rueda de molino del “progresismo” de Junts, PNV y demás sacristías periféricas sólo denota la empanada mental en la que viven, el fin del pensamiento socialdemócrata —con perdón por la redundancia—, y su suplantación por una teoría del poder basada en la elaboración de contenidos ideológicos arreglados conforme a ya sucedido y por tanto irremediable: primero hacer a tontas y a locas y después pensar para justificar lo que se ha hecho.

Hay dos maneras de acabar con el pensamiento de izquierdas. La primera: implantar un régimen socialista y mantenerse en el poder unos cuantos años, hasta que las piedras renieguen del invento. El segundo, más sofisticado: vaciarlo de contenido y transformarlo en cuento que se cuenta a crédulos de vocación para legitimar cualquier disparate que se le ocurra a la dirigencia, siempre con el fin último bien a las claras: gobernar ellos y que no gobiernen los otros. De tal manera, si mañana se le ocurriera a nuestro querido presidente que el gasto de agua en los cuartos de baño de la patria es del todo insostenible, pasado mañana tendríamos a los convencidos predicando el beneficio de la ducha quincenal y lo salutífero de desaguar en el campo a mayores y a menores. No exagero, he visto cómo amigos y conocidos que en otro tiempo se complacían en el espíritu bon vivant y graciosamente gourmet de la socialdemocracia hacen ahora exaltación del consumo de insectos como alternativa a los problemas del campo. El diablo, harto de carne, se metió a fraile. Es la gracia y la desgracia de la nueva doctrina de la oportunidad, el llamado pensamiento retroactivo: desautoriza de plano a quienes se le adhieren y convierte sus opiniones en algo circunstancial, de inane coyuntura, ideas fluctuantes que hoy son sólidas y mañana líquidas. Instituye al creyente como papanatas sin criterio, con la atención puesta exclusivamente en lo que manden los de arriba para decir siempre lo mismo que los de arriba, sin ningún interés por las ideas que pudieran fluir en su propio santiscario. Es la nueva doctrina socialista de la identidad esfumada: no es que lo colectivo sea mucho más importante que lo individual, es que el individuo ya no existe ni tiene sentido fuera del cardumen. El ejemplo más grimoso de esto último lo he vivido hace unos días, cuando incierto amigo recién operado de una hernia se deshacía en soflamas en favor de la sanidad pública y, naturalmente, en contra de Isabel Díaz Ayuso y de la atención médica privada. Algo del todo legítimo si no hubiera sido porque el caballero estaba opíparamente ingresado en una clínica de Sanitas. Genio y figura.

Es el último logro de la izquierda pueral, oportunamente en sintonía con la sociedad lamentatoria que la apoya: transformar al ciudadano en votante, al votante en siervo y al siervo en altavoz con mando a distancia, dispuesto a repetir lo que se mande y esmerarse en la tarea como el loro de Enriqueta, que cantaba al amanecer porque estaba convencido de ser gallo. La izquierda, hoy, no da para más; o no hay quien dé más por ella. Al final va a tener razón Morgan Wallen, director del buró de la CIA en París desde 1989 a 2001, actualmente jubilado: “A partir de la muerte de Franco, todos los gobiernos españoles, sin excepción, han sido nuestros”. Sin excepción. O sea, ni izquierda ni progreso; como el loro de Enriqueta: gallo y lo que el amo disponga, que para eso es el que paga la fiesta.

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