La ambivalencia semántica y simbólica del término Globalización es lo que, de facto, vuelve posible la transformación del proceso de unificación del campo mundial de la economía y de las finanzas tóxicas, de los estilos de vida y de los modos expresivos y lingüísticos, en «un destino ineluctable y en un proyecto político de liberación universal al final de una evolución natural, en un ideal cívico y ético que, en nombre del supuesto vínculo entre democracia y mercado, promete una emancipación política a los pueblos de todos los países”.
En efecto, la persuasiva «ideología de la globalización» promete abiertamente la emancipación y el acceso a la modernización, en una superación de las formas triviales de existencia, pero también de las formas políticas juzgadas como «premodernas«, es decir, incompatibles con el nuevo orden mundializado; y, secretamente, apunta de modo exclusivo a la destrucción de las diferencias culturales y lingüísticas, de producción y relación con el mundo, de manera que todos los pueblos del planeta sean subsumidos bajo el ordo oeconomicus despolitizado y sin fronteras, sin Estados y sin ninguna dimensión de sentido superior al mercado soberano.
Promete la plena implementación de la «democracia global» (global democracy) en el mismo acto con el que elimina las todavía perfectibles democracias que existían durante la segunda mitad del Novecento, en los espacios de los Estados nacionales soberanos; en lugar de estos últimos, instaura la dictadura de la clase dominante cosmopolita, oculta bajo la máscara de la sacra voluntas de los mercados apátridas. Retomando la gramática de Marx en su Discurso sobre el libre cambio (1848), el polo dominante vuelve una vez más a “designar con el nombre de fraternidad universal la explotación en su forma cosmopolita”.
La «Inglobalización«, es decir, la Westoxication ligada a la inclusión neutralizante de todos los pueblos del planeta dentro de las murallas blindadas del Nuevo Orden Mundial, conlleva al mismo tiempo la «Glebalización» de los pueblos, condenados a la polarización capitalista y a las formas asociadas de superexplotación; favorece por tanto el “pasaje a Occidente” de cada área del planeta bajo la dictadura glamour del “Globalitarismo”, vale decir del totalitarismo de la civilización clasista del mercado.
A esta última -que es tanto más totalitaria, cuanto más consigue pasar de contrabando como libertad la esclavitud que genera a escala planetaria- le cuadran las palabras de Adorno: «el mundo nuevo es un único campo de concentración que se cree un paraíso al no haber nada con lo que compararlo”.
Esto ocurre simultáneamente con la reducción de la humanidad en su conjunto a la condición de masa replebeyizada post-burguesa y post-proletaria, sin Identidad y sin Cultura. El mundo entero es redefinido como un único mercado despolitizado, como un plano liso y sin fronteras para el flujo ilimitado de mercancías y seres humanos mercadizados. La lógica coesencial al mundialismo tecnocapitalista radica en su tendencia a lograr que todos los seres humanos sean «englobados en el flujo de la globalidad».
En este escenario de refeudalización del vínculo capitalista, las más modestas y elementales reivindicaciones de una existencia digna adquieren la apariencia de lujos inaccesibles en el presente, propios de quienes durante un tiempo estuvieron acostumbrados a “vivir por encima de sus posibilidades”.
En consecuencia, la ideología mundialista representa, a todos los efectos, la culminación superestructural más emblemática del «sistema de las necesidades» des-eticizado y absoluto. La fase dialéctica del capitalismo se regía todavía por el Estado como poder al servicio de los mecanismos económicos. Y es por esta razón que Marx y sus epígonos, en el marco histórico concreto en el que trabajaron y actuaron, plantearon, por contraste, el tema de la vía internacionalista como momento de conflicto y contraposición respecto de la relación de fuerza capitalista históricamente determinada.
En su lógica de desarrollo, que lo conduce de la fase antitético-dialéctica a la sintético-especulativa, el capital entra en conflicto con el Estado, al igual que lo hace con la burguesía, con la que había convivido y de la que se había servido durante buena parte del tiempo de la aventura moderna. Debe superarlos para poder imponerse en forma absoluta. El tecnocapitalismo absolutus es, por eso mismo, posburgués y antiburgués.
Más precisamente, debe desoberanizar los Estados para imponer como única realidad soberana el mercado capitalista despolitizado y sin fronteras, con la aneja redefinición del polo burgués y del polo proletario como la nueva plebe polícroma, consumista y unificada.
El carácter dialéctico del Estado nacional ha sido destacado, entre otros, por el Dahrendorf del Conflicto social moderno (1988): «históricamente al menos, el Estado-nación ha sido condición necesaria de progreso cuando por desgracia se ha invertido en fuente de regresión e inhumanidad”.
Por un lado, garantizó los derechos asociados a la ciudadanía, las conquistas democráticas generales y sociales de las clases subalternas: generó la «domesticidad» conectada a una estructura inmunológica que protegía a sus habitantes.
Y por otro lado, provocó las patologías del imperialismo y el nacionalismo como instrumentos del polo dominante. Es el propio Engels quien deja emerger esta contradicción ínsita en la figura del Estado nacional, que garantiza su carácter dialéctico:
“El Estado, puesto que nació de la necesidad de poner freno a los antagonismos de clase, pero al mismo tiempo surgió en medio del conflicto de estas clases, es por norma el Estado de la clase más poderosa que, a través de él, se convierte también en políticamente dominante”.
En definitiva, el Estado es en última instancia un instrumento de la clase dominante, pero surge para «poner freno» a los antagonismos de clase, para permitir a los dominados no quedar des-integrados y (al menos desde el punto de vista de la figura del citoyen) disponer de iguales derechos.
Incluso como ha precisado Dahrendorf, “beneficio no menos importante del Estado-nación fue que generalizó la antigua idea de ciudadanía”, transformándola en un derecho universal para todos los habitantes del Estado nacional. Sobre esta misma base, fueron “introducidas normas constitucionales para evitar que la riqueza se tradujera en el poder de denegar los derechos de ciudadanía a los otros”.
En otras palabras, el Estado nacional, que en origen favoreció la génesis del moderno capitalismo y que más adelante también figuró en múltiples ocasiones como su protector, se convirtió dialécticamente además en el lugar de los derechos y conquistas de las clases oprimidas. Por lo tanto, también terminó suponiendo un freno contra la incontenible voracidad del capital, delimitando un espacio de derechos y de protecciones inaccesible a la pura lógica no democrática del mercado.
Bajo esta perspectiva, el análisis de Marx según el cual «el poder estatal moderno no es más que un comité que administra los asuntos comunes de toda la clase burguesa (ein Ausschuß, der die gemeinschaftlichen Geschäfte der ganzen Bourgeoisklasse verwaltet)», deviene cierto sólo en el contexto del hodierno keynesianismo invertido y de la primacía absoluta de lo económico.
Resulta más fundada la interpretación de Hegel: el Estado fue, esencialmente, el garante del primado de lo político y de la protección solidaria de la comunidad, el muro que supo disciplinar a la “bestia salvaje” del mercado y las “tragedias en lo ético” del sistema de las necesidades. Y terminó, en congruencia, por entrar en conflicto con aquel capitalismo que originariamente también había encontrado en él su propio locus naturalis. En sus líneas fundamentales así se explica la enemistad entre el Estado nacional y el capital globalista, que se ha convertido en la figura central de la era post-1989.
La desoberanización de los Estados nacionales se presenta, en el marco del Nuevo Orden Mundial, como un momento fundamental de la despolitización de la economía y de la agresión contra la forma Estado como compendio de la eticidad y de la posibilidad de regular el mercado.